Por Hernán López Echagüe
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]E[/mks_dropcap]l escritor inglés Samuel Johnson decía que la patria, en tanto que abstracción, es el último refugio del sinvergüenza: invocándola como huella absoluta, como imperativo ineludible, a lo largo de la historia del hombre se han cometido atrocidades de imposible enumeración.
Y entonces me voy a bordo de Johnson, aunque en otra dirección: en muchas ocasiones la palabra pero no es más que el último refugio del pusilánime, del timorato, del acomodaticio, del ambiguo.
El término pero, al decir de cualquier diccionario básico y escueto, es una conjunción adversativa que suele emplearse para contraponer un concepto a otro. Mentira. Eso ocurría en otra época, cuando las personas todavía eran propensas a formular opiniones, a plantarse con resolución delante de una idea y defenderla sin rodeos. Opinar: discurrir, reflexionar, pensar, sentir. Dejar correr un pensamiento, echarlo a andar generando en el fortuito compañero de palabras el deseo de llegar a buen destino. Exponer el hecho, el suceso, la situación, y desarrollar luego la argumentación que conduce por fin hacia una conclusión: alcanzar el convencimiento de uno mismo, primero, y luego del otro, a través de la razón. Descubrir y narrar el revés de la trama de la información, de la circunstancia, del hecho oficial (que es de oficio y no privado). Prescindiendo siempre de aquellos peros artificiosos que en cualquier charla, hasta la más breve y banal, sólo se sueltan para congraciar.
Lo que nadie puede permitirse al formular una opinión, y, me atrevo a sugerir, en la vida, es el engaño a sí mismo: forzar el discurso, teñirlo de amaneramiento y ubicuidad con el único propósito de satisfacer a unos y otros y de tal modo tener la feliz certidumbre de que habrá de comer de uno y otro plato. Hábito de buena parte de la dirigencia política y gremial. De adulones. De pánfilos.
Opinar, en cierto modo, equivale a ser. Exponer cuerpo e ideas a los ojos y juicios de extraños, formular pareceres, tiene una consecuencia humana, demasiado humana: los intolerantes se apartarán de nuestro lado, y, muy probablemente, nos situarán en alguno de los casilleros de la rigurosa taxonomía con que clasifican al género humano. ¿Eso es malo?
Dicho de otro modo: si quieres ser amigo de toda la humanidad, pues cierra la boca o ábrela para soltar palabras vacuas, desprovistas de todo sentido y oportunidad: yo comparto,pero; yo acepto, pero; yo apruebo, pero. Resultado: yo soy, pero no. Me limito a estar, a permanecer, a durar en el espacio y en el tiempo, como si ese fuera el objetivo excluyente de la condición humana.
Te quiero, pero creo que tendríamos que tomarnos un tiempo. Me parece perfecto que la Constitución garantice el derecho de huelga, pero es inconcebible que los docentes resuelvan abandonar su puesto de trabajo y a nuestros niños porque pretenden un aumento de salario. El Rulo es un buen tipo, pero me parece falso. Te amo, pero necesito libertad. La situación de los hospitales públicos es deprimente, hay médicos que ganan sueldos miserables, no hay infraestructura, ni siquiera hay algodón, pero estos paros de los médicos terminan perjudicando a la gente común, que tiene que esperar horas para ser atendida. Comprendo las protestas de los desocupados, pero deben entender que el derecho de uno termina donde empieza el derecho del otro.
Celebro estos encontronazos literarios, estos altercados lunáticos entre fundamento y cretinismo –que uno puede apreciar en cualquier parte del mundo–, porque suelo golpear a mi mujer porque la amo y días atrás asesiné a mi vecino porque era un tipo macanudo.
El pero, en más de una oportunidad, es empleado de modo bastardo, como antesala del concepto que en última instancia quiere expresarse, es decir, anulando prácticamente el concepto que le brinda vida y motivo; concepto, el primero, por lo tanto, que ha sido formulado con el único objeto de ocultar la idea madre, eso de resultar amable: congraciarse.
Son peros que no contemplan la existencia del otro: fortuito interlocutor, vecino, amigo, pareja, compañera/o, colega de trabajo. Mucho menos sus necesidades y anhelos. Peros, digamos, autoritarios.
Conducta, pareceres y posturas, presumo, tendrían que subordinarse a lo que, al menos en apariencia, nos parezca más justo.
Elimino el término pero de las frases anteriores y entonces caigo en la perturbación. Tengo, de pronto, dos personas. Una de ellas me dice:
Te quiero, me parece perfecto que la Constitución garantice el derecho de huelga, el Rulo es un buen tipo, te amo, la situación de los hospitales públicos es deprimente, hay médicos que ganan sueldos miserables, no hay infraestructura, ni siquiera hay algodón, comprendo las protestas de los desocupados,
Y el otro interviene: tendríamos que tomarnos un tiempo, es inconcebible que los docentes resuelvan abandonar su puesto de trabajo y a nuestros niños porque pretenden un aumento de salario, el Rulo me parece falso, necesito libertad, estos paros de los médicos terminan perjudicando a la gente común, que tiene que esperar horas para ser atendida, los desocupados deben entender que el derecho de uno termina donde empieza el derecho del otro.
Tengo, entonces, dos personas por completo diferentes y por completo similares. Tengo, creo, un tortuoso mapa de lo que son, al final de cuentas, muchas sociedades latinoamericanas, con esa compleja idiosincrasia que han sabido engendrar en el Gran Norte y que tiene como lugar común el desdén por el otro y una competencia melancólica. Por un lado, gente dispuesta a entregar su vida por un pedazo de pan; por el otro, gente dispuesta a entregar y sacar la vida por el auto.
Desde luego, hay infinidad de peros cuya utilización es incorregible. Por ejemplo, el que emplea Oscar Wilde en un pasaje de su artículo “El alma del hombre bajo el socialismo”, de 1891: “Puedo entender que un hombre acepte las leyes que protegen la propiedad privada y admiten su acumulación en tanto esas condiciones le permitan llevar una forma de vida bella e intelectual. Pero para mí es casi increíble que un hombre cuya vida es destrozada por tales leyes, pueda consentir su continuidad”.