Las calles desiertas, el miedo al otro, la prevención, la incertidumbre, la lejanía, la impotencia, por momentos la denuncia sobre el vecino. Consejo: un continuo y minucioso lavado de manos.
El virus, hace cuarenta y cuatro años, fue el de la quietud, el de los ojos mirando de soslayo. El desdén. Un virus que en ocasiones causaba el mal de la delación. Una epidemia de bocas selladas. Pero las calles y los bares y las plazas estaban repletas de personas. También de personas ausentes, una ausencia que a buena parte de las personas presentes les importaba un bledo. Un continuo y minucioso lavado de manos. Porque por alguna razón que consideraban ciertamente comprobable esos ausentes nunca más debían estar presentes. Pero están. Y marchan en los pies de otros, en los brazos de otros, en las voces de otros, en el día a día de otros. Que en realidad no son otros sino que son ellos, esos tantos otros que quizá son una nueva versión de ellos. De los treinta mil y, apuesto, muchos más.
Mejor lo escribió, describió, Juan José Saer en su libro El río sin orillas:
“Para la mayoría de los secuestrados, desde el momento en que iban a buscarlos, empezaba un largo túnel que desembocaba en la muerte. La máquina de aniquilación se obstinó, con prolijidad, en borrarlos, moralmente primero, con un itinerario orquestado de humillaciones; físicamente más tarde, con el suplicio y con la muerte, y por último materialmente, quemando y hasta triturando los cadáveres, dispersándolos en la tierra, en el agua, en el fuego, en el aire, con el fin de hacerlos desaparecer, confundidos con los elementos, entre los pliegues más secretos de lo anónimo. Durante dos o tres años, los militares se felicitaron de haber instaurado, como los romanos de Tácito, la paz, hasta que poco a poco, la inconcebible muchedumbre de sombras que ellos creían haber pulverizado y sacado para siempre del aire de este mundo, se puso, con obstinación, a volver. El río, el océano, devolvían, periódicos, los cadáveres; la tierra vomitaba los huesos, los fragmentos de huesos, calcinados pero irreductibles. La opinión pública empezó a inquietarse; aparte de las familias, de los amigos de los desaparecidos, de los exiliados, de las organizaciones humanitarias y de una minoría lúcida que desde el primer momento fue consciente de lo que ocurría, la opinión indecisa, fluctuante, siempre dispuesta a adoptar la explicación más autogratificante de las cosas, se dejó mecer por la melodía con la que más frecuentemente se la incita a bailar: el nacionalismo”.
Virus, gérmenes. El día 28 de junio de 1976, el nuncio apostólico Pío Laghi visitó a las tropas acantonadas en la región de Concepción, provincia de Tucumán, y pronunció un breve discurso:
“El país tiene una ideología tradicional, y cuando alguien pretende imponer otro ideario diferente y extraño la Nación reacciona como un organismo con anticuerpos frente a los gérmenes, generándose así la violencia. Pero nunca la violencia es justa y tampoco la justicia tiene que ser violenta; sin embargo, en ciertas situaciones, la autodefensa exige tomar determinadas actitudes, y en este caso habrá que respetar el derecho hasta donde se pueda (…) Los soldados cumplen con el deber prioritario de amar a Dios y a la patria que está en peligro (…) Hay invasión de ideas que ponen en peligro los valores fundamentales. Esto provoca una situación de emergencia y en esas circunstancias es aplicable el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, que enseña que en tales casos el amor a la patria se equipara al amor a Dios”.
En esos meses, en una cena con oficiales del Ejército, decía el general de Brigada y gobernador de la provincia de Buenos Aires, Ibérico Saint Jean: «Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes y, finalmente, mataremos a los tímidos».
Un modo sutil de aniquilar los gérmenes y diseminar, entre los vecinos ilustres, y no tanto, el virus del continuo y minucioso lavado de manos.