Por Frédéric Lordon | Por supuesto, no soy yo el que lo dice -no eso, al menos-. Es Claude Askolovitch. Para ser más preciso, Claude Askolovitch cuenta lo que le dijo un “amigo neumonólogo”. Pero en cierto modo se nota que él le da su visto bueno. No es exactamente él quien lo dice, pero igual un poco sí. En cualquier caso, Claude Askolovitch lleva sellado cada uno de los papeles de la respetabilidad: se trata de un periodista de la radio France Inter y el canal Arte, difícil encontrar perfil más correcto. Y, de repente, sin más, se pone a hablar, o deja que se hable, de nuestros gobernantes como “pelotudos”.
Uno se pregunta qué bicho le picó. Por otra parte, hay que admitirlo: cuando un video que terminará quedando en la memoria colectiva muestra a Agnès Buzyn -en esa imagen todavía es ministra de la Salud- declarando a fines de enero que sin lugar a dudas el virus se quedará en Wuhan y que no hay ninguna posibilidad, incluso remota, de que algún día lo veamos asomarse por estos lares; cuando, hasta la tarde del 12 de marzo, Blanquer, ministro de Educación, espeta que no hay ninguna razón para cerrar las escuelas (yo también, como Claude Askolovitch, tengo un amigo y en la clase de su hija hay siete casos positivos, pero ¿por qué andar molestando a los padres con inútiles problemas de niñeras?), y la misma noche se anuncia el cierre general; cuando, en un twitt que vamos a ubicar en la misma estantería que el video de Buzyn, Macron, como un hípster del distrito n° 11 de París que hubiera participado en un taller de poesía de la escuela, nos convoca el 11 de marzo: “No renunciaremos a nada, ni a reír, ni a cantar, ni a pensar, ni a amar, ni a las terrazas, ni a las salas de conciertos, ni a las fiestas de una noche de verano, pero sobre todo no renunciaremos a la libertad”, pero el 12 cierra escuelas, y el 14 deja que su primer ministro anuncie un principio de confinamiento generalizado, y el 16 sermonea a la población que estaba siguiendo el ejemplo que él venía dando desde hacía semanas.
Cuando miramos otra vez en conjunto el cuadro de esos espantos, pensamos efectivamente que esta gente quedó atrapada, ya sea por sorpresa, ya sea por pelotudez. Como la hipótesis de la sorpresa obviamente está excluida, sólo nos queda la hipótesis de la pelotudez —que no es una sorpresa-.
Pero la clasificación de los archivos no estaría completa si no agregáramos esta secuencia, elocuente y sintética si las hay, de la intervención de Martin Hirch, director de la red de hospitales públicos parisinos (AP-HP Assistance Publique Hôpitaux de Paris), en el telediario de France 2 el sábado por la noche: “Suplico a todos los franceses que apliquen las medidas anunciadas”. Martin Hirsch pasó sin transiciones del desmantelamiento a la suplicación.
Nos burlamos mucho de los soviéticos, de Chernobyl y del socialismo real, pero, de verdad, el capitalismo neoliberal debería tener cuidado y no andar haciéndose el loco.
La supplication es el título en francés de un libro de Svetlana Alexievitch sobre la catástrofe de Chernobyl. Y es cierto que hay algo de Chernobyl dando vueltas. Va a haber “liquidadores”. Ése es el nombre que se les dio a los sacrificados, a los que enviaban con una gasa en la boca y un par de botas a enterrar los escombros vitrificados de radioactividad. En Twitter una auxiliar de enfermería publica el patrón que anda circulando para fabricar “uno mismo, en casa” barbijos de tela. Nos burlamos mucho de los soviéticos, de Chernobyl y del socialismo real, pero, de verdad, el capitalismo neoliberal que ya olvidó su Three Mile Island y su Fukushima debería tener cuidado y no andar haciéndose el loco. Hoy, en el hospital, en Francia, hay penuria de gel y barbijos para el personal sanitario —cuando sectores considerables de la población deberían tener acceso-. Y sin duda todavía no hemos visto lo peor: ¿qué sucederá de aquí a unas semanas cuando los trabajadores de los hospitales, dejados a su suerte, estén contaminados, empiecen a caer como moscas y toda la estructura sanitaria amenace con derrumbarse?, ¿qué sucederá cuando haya que atender a los que atienden? ¿Quién lo hará? Cero stock, cero bed: ésta era la consigna eficaz de los lean-managers —los cero managers-. A ellos no les queda más que la súplica.
Por un lado tenemos a los cero-managers y también, por el otro, a los épsilon-periodistas: son los que se ponen a vociferar que hay “pelotudos” una vez que la catástrofe ya ha llegado. Es decir, un poco tarde. Otros, desde hace tiempo incluso, ya habían identificado a los “pelotudos”, pero ¡ay, Dios mío, cuánta radicalidad! ¡Cuánta violencia! La democracia es el debate sosegado y alejado de los extremos (que se terminan superponiendo). En France Inter, Arte, Le Monde y Libération, la razón es la consigna: la violencia es para el populacho que está limitado por sus pasiones amarillistas, o para los locos enloquecidos de la “ultraizquierda”. Y un buen día, de repente, largan un: “pelotudos”.
El problema con las grandes catástrofes —financieras, nucleares, sanitarias— es que más vale haberlas visto llegar con anticipación. Es decir haber corrido el riesgo de despotricar y decir “pelotudos” cuando la cosa marchaba, o más bien cuando la cosa parecía marchar mientras el desastre crecía en las sombras. El armamento y re-armamento constante de la finanza, y, por ende, de las crisis financieras, incluso la del 2007: pelotudos. La destrucción de la escuela, la universidad y la investigación (en particular de coronavirus ¡qué ironía!): pelotudos. El desmantelamiento del hospital público: ah sí, en eso, flor de pelotudos. La aparición de gel desinfectante en los comicios en el mismo momento en que ya no quedaba en los hospitales: eso lo supera todo.
Ahora bien, se puede apostar por la inmunidad grupal con la gripe estacional por ejemplo, con la peste no. ¿Entre ambas dónde se sitúa el coronavirus?
“Eso lo supera todo” si se habla mal y pronto. Pues también en los rangos de los pelotudos la competencia sin trampas es feroz. El Reino Unido, que tiene a los mismos en casa, está descubriendo la ligera pifia de su primera estrategia basada en la construcción de una “inmunidad de grupo”, o sea, en la perspectiva de una epidemia recurrente: dejar deliberadamente que 50% a 60% de la población se infecte para que luego distribuya por todos lados la formación de anticuerpos para estar listos “la próxima vez”. Ahora bien, se puede apostar por la inmunidad grupal con la gripe estacional por ejemplo, con la peste no. ¿Entre ambas dónde se sitúa el coronavirus? Demasiado al medio, por lo visto. Lo suficiente, en todo caso, para que apostar por una “propagación regulada”, en lugar de un containment riguroso, termine saldándose con cientos de miles de muertos —510.000 en el caso británico según las estimaciones de un informe del Imperial College-. Aquí la filosofía consecuencialista tiene la mano pesada y un generoso espíritu de sacrificio, claro que con los otros, como siempre.
Pero el órgano complotista de la izquierda radical, el periódico Le Figaro, nos dice que hay suficientes razones para pensar que la primera respuesta del gobierno francés estuvo fuertemente influenciada, sin decirlo obvio, por la estrategia sacrificial de la “inmunidad grupal”. “Sí, habrá algunos muertos, pero al fin y al cabo es por la salvación futura de la colectividad”. Y llega el momento en que en París y Londres nos percatamos de que “algunos muertos” van a ser a fin de cuentas una montaña de muertos. Eso explica el paso un poco abrupto del poemita escolar al confinamiento armado. Eso también explica la legítima pregunta para saber a qué grado de pelotudez gubernamental se ha llegado en la escala abierta de Richter.
En semejantes condiciones de fragilidad moral comprendemos que el Gobierno necesite apelar a la “guerra” y a la “unión nacional”. Es que autorizar el mínimo atisbo contestatario podría convertirse en un incendio generalizado. En verdad, la solidaridad con que Macron ejecuta sus trémolos seseantes, y que, en rigor, es harto imperiosa, no implica de ninguna manera ser solidario con él, sino: sólo entre nosotros. En esas condiciones, el deber de mirar y la libertad de decir: “pelotudos”, si hiciera falta, están intactos.
Pero el mundo social es como un gran sistema de autorizaciones diferenciales. Los derechos de decir, y sobre todo de ser escuchado, no fueron distribuidos igualitariamente. No cuenta lo que se dice sino quién lo dice. Por ejemplo, advertir que hay “pelotudos” mientras que, según France Inter, la cosa que funciona es improcedente. Hace falta que France Inter se ponga en modo “pelotudos” para que “pelotudos” pueda ser dicho -y aceptado-. Queda claro que aquí France Inter es una metonimia. La metonimia del monopolio épsilon-periodista. Que abre sus ojitos sólo cuando tiene el obstáculo en las narices. Y ahí entonces irrumpe la hilaridad: en esta mañana de la primera vuelta de las municipales, CNews nos muestra a Philippe Poutou votando en Burdeos, en donde es candidato, y casi nos caemos de espaldas al oír la voz del comentarista recordando que “Philippe Poutou representa un partido cuyo eslogan fue durante mucho tiempo ‘Nuestras vidas valen más que sus beneficios’, y creo que estamos viviendo la realización de ese principio”. Es lo que hay. ¡Pero eran tan graciosos los trotskistas con sus eslóganes, provenientes justamente de los confines de la URSS de Chernobyl (burrada historiográfica de primera, pero así se ordena este dato en una mente de periodista)!. Eran tan graciosos. Y ahora resulta que tenían razón. Se dice los trotskistas, pero ahí también se trata de una metonimia, simétrica al monopolio de enfrente.
Enfrente, precisamente, salvo el chistecito ese, nada hay o casi. Claude Askolovitch no es France Inter. Lo será cuando, por sus cualidades y en su propio nombre, diga “pelotudos” en el micrófono, incluso de parte de un “amigo”, en lugar de hacerlo en su cuenta personal de Twitter. En Libération, hasta hace poco chorreaba el sarcasmo por la idea de que se podía usar el argumento del crash bursátil contra la reforma de la jubilación. Estos Insumisos… en Le Monde cualquier planteo crítico del neoliberalismo en la situación actual trae aparejadas unas excitadas eructaciones por “la Gran noche”.
Pero lo propio de las grandes crisis, por ser situaciones de evolución fulgurante, es que las opiniones también conocen evoluciones fulgurantes. Por ejemplo, a pocos días de distancia, retomaríamos de buena gana el sentimiento de la periodista Lilian Alemagna a quien la asociación crash/reforma de la jubilación tanto hacía reír. O el de Abel Mestre ahora que se puso al corriente de los artículos de su propio noticiero sobre las proyecciones de mortalidad y la situación del hospital que se fue revelando en estos días, ésta sería una manera de ver cómo evalúa el grado de cambio que hace falta introducir en el orden social actual. Orden social que les entrega “héroes” de pacotilla simbólica a los personales sanitarios, pero les dirige mails explicándoles que una infección por coronavirus no será reconocida como enfermedad profesional (por si se les ocurriera entre dos guardias irse de farra a la discoteca); o el que, a través de la boca de Martin Hirsch —de nuevo él—, trata de quisquillosos a los médicos y a las enfermeras que denunciaron la agonía material del hospital (que el mismísimo Hirsch preside), y que en simultáneo pide al personal sanitario jubilado que vaya a las guardias y se arremangue, es decir que vayan a unir sus fuerzas a las de sus colegas contagiados, Chernobyl-style; o el que celebra la ética del servicio público: “Hay cosas que no se pueden dejar en manos de las leyes de mercado”, pero conserva el día de carencia si sus empleados enfermos piden licencia; o el que haciendo caso omiso saca a votar a los viejos con la esperanza de asegurarse las mayorías municipales del bloque burgués (©); o el que produce personajes tan relucientes…¡es una cosa de locos! otra vez Martin Hirsch —sin duda, él solito es una síntesis ambulante del régimen— que les explican en un programa de radio de France Inter a unos entrevistadores por lo general no poco generosos de encomios pero que esta vez se encuentran pasmados, que hay reanimaciones que, que, cómo decirlo… duran mucho tiempo, de dos a tres semanas, y no impiden que al final la cosa termine mal, y, ya ven, como no sirvieron para mucho (las reanimaciones), de nada, en realidad, tal vez se podría ir pensando en desconectar un poquito antes, dado que se trataría de liberar la cama lo antes posible, por eso de las cero-bed. Y ahora, verbatim: “Cuando los reanimadores consideren que la reanimación tiene por único efecto prolongar el asunto de ocho días, harán lo racional (sic) de no aventurarse en una reanimación que ya se sabe cómo termina”. Pero a ese verbatim todavía le falta el tartamudeo característico del que está diciendo una monstruosidad, algo obsceno, impresentable y sabe que está diciendo una monstruosidad, algo obsceno, impresentable. Porque considerar “una reanimación que ya se sabe cómo termina”, es, como quién diría, y, por cierto, como dice Ali Baddou, una “responsabilidad terrible”. A lo que Hirsch responde, como si nada, que “la responsabilidad terrible, es efectivamente hacer lo que más se pueda, estar recontraorganizados, convencer al resto de que hay que estar muy movilizados” —exactamente en el eje de la pregunta que se le acaba de hacer. Porque no habíamos entendido bien de qué la responsabilidad terrible era la terrible responsabilidad: ya ven, la de mantenerse unidos y estar ¡muy movilizados!”. Digamos las cosas: contra todo esto, la propuesta de derribarlo todo y empezar de nuevo, que, bajo el apelativo espantapájaros de “La Gran noche”, atemoriza tanto a Abel Mestre terminó siendo de lo más moderada, de hecho, mínima.
No se podrá esconder a los muertos ya que desde hacía meses los médicos venían avisando que el sistema hospitalario se derrumbaba, y la población los escuchó.
Pero lo propio de todos los propagandistas del orden presente es que el sentido del asco les llega un poco tarde -cuando les llega-. Nunca sabemos hasta dónde tienen que ir los dominantes para poder arrancarles el principio de un vuelco, el comienzo de una interrogación global. Pero poco importa: las “interrogaciones globales” se las plantean otros, y son más numerosos, y a medida que pasa el tiempo, están cada vez menos calmos. Hasta aquí los muertos del capitalismo neoliberal, entre amianto, escándalos farmacéuticos, accidentes laborales, suicidios en France Télécom, etc., pero estaban muy diseminados para que la conciencia común los recapitulara bajo un sistema causal de conjunto. Pero los muertos que llegan en vagones no los podemos ocultar como el gato que esconde su mierda. No se los va a poder esconder ya que desde hacía meses los médicos venían avisando que el sistema hospitalario se derrumbaba, y la población los escuchó. Así como también empieza a entender de quién es “la terrible responsabilidad” de semejante derrumbe. Se perfila la hora de la rendición de cuentas políticas, y probablemente también ella sea “terrible”.
En realidad, una pandemia de estas características es el test fatal para la lógica del neoliberalismo. Detiene aquello que el capitalismo exige que se conserve constantemente en movimiento frenético. Sobre todo, recuerda la siguiente evidencia: la sociedad, al ser una entidad colectiva, no funciona sin construcciones colectivas —por lo general, a eso se le llama servicios públicos. La ejecución del servicio público, empresa perseguida con ahínco por todos los liberales que se fueron sucediendo en el poder desde hace treinta años, pero llevada a grados inauditos por la bandita Macron-Buzyn-Blanquer-Pénicaud y todos sus miserables managers, no es sólo una ejecución institucional cuando se trata de servicio público de la salud, en que las palabras vuelven a encontrar su sentido con la última brutalidad. En diciembre de 2019, una banderola del personal hospitalario manifestante decía: “El Estado cuenta monedas, vamos a contar los muertos”. Y en eso estamos.
Por el momento decimos “pelotudos”, pero no hay que equivocarse: quizás aún sea una indulgencia. Quién sabe si pronto no estemos diciendo otra cosa.
En realidad, si a ese poder le quedaran dos monedas de dignidad habría tenido que asumir el desastre ya anunciado de cara al público, reconocer no haber entendido ni jota de lo que significa vivir en comunidad ni lo que exige la época. En tales condiciones tendría que haberse retrotraído al rango de servidor interino, por obvias circunstancias hacerse cargo de la situación, y anunciar que demitiría en cuanto la crisis pasara. Todo el mundo comprendió que no es exactamente ése el camino que “los que nos gobiernan” procuran tomar. Digámosles, de todos modos, que, en ese camino, se los esperará al acecho.
Publicada originalmente en: blog.mondediplo.net
Traducción del francés: Julia Azaretto