La ausencia de novedad, de historias presuntamente mínimas que sólo suceden y pueden suceder en las calles, en los talleres, en las oficinas, en las fábricas, en la esquina, en los espacios comunes de la ciudad. En el andén de un ferrocarril o de un subte, en la parada de un colectivo; en la cola de la verdulería o de la panadería. Ese mundo insondable en el que una persona habla cara a cara con otra persona, y el que está al lado y las escucha hablar. Y ni hablar de los que andan por la calle hablando a los gritos, solos, sin compañía alguna más allá de un audífono y un micrófono y un cuadradito de plástico, absortos en una suerte de existencia virtual (cabe suponer que éstos son los que mejor pueden sortear la cuarentena, porque, en cierto modo, viven en cuarentena).
Pero, ¿y los otros? ¿Los que vivimos y nos transformamos cada día a partir de la novedad que absorbemos de las personas y no de sus artefactos? Cuando vamos y venimos. Cuando las personas van y vienen. El regreso a casa. Los diálogos: “¿Sabés que esta tarde un tipo, cuando estaba por cruzar la calle…?”. “Sí, fue un viaje de mierda, pero por suerte en el pasillo del subte había una mujer tocando música de Piazzolla…” “La lluvia me agarró de repente, pero, bueh, acá estoy…” “¡Mierda, me olvidé de eso, es que me quedé charlando con el portero de enfrente, parece que la mujer está embarazada…” “No tenés idea de todo lo que me pasó hoy”.
No. Nadie tiene la menor idea de lo que podría haberle pasado hoy.