Por Carlos Fanjul | EL PELO DEL HUEVO
En estos días se cumplieron 5 años de la ausencia del enorme Roberto Perfumo. Enorme por donde quiera mirárselo.
Para los veteranos como uno, es, casi unívocamente y por lejos, el mejor 2 que haya pasado por una cancha argentina. El mejor con una casaca que fue también lucida por asombrosos defensores como Villaverde en el Rojo, el negro Meléndez en Boca, Ramos Delgado en el Millo, y sigan las firmas, viniendo en el tiempo con Ayala, Gamboa y tantos otros hasta llegara estos días.
Entre todos ellos, a Perfumo le sobró presencia, categoría y elegancia como ya no se volvió a ver, y una impiadosa capacidad para hachar a un rival sin demasiada culpa a la hora de apoyar la cabeza en su almohada. “En ese tiempo, si no pegabas no jugabas ni en la reserva”, contaba entre risas en alguna sobremesa compartida.
Porque ahí estaba la otra de sus enormes dimensiones. El Mariscal fue un tipo que supo explicar, como casi nadie, hasta el más mínimo y profundo de los detalles de esta pasión nacional que es el fútbol.
Inteligente, observador y profundamente sensible, Roberto sacaba ventaja a la hora de analizar el juego y, luego, contarlo con una gracia sin límites, en cada uno de los medios gráficos y orales que atravesó tras su retiro. En todo ese tramo fue además la gran figura de las sobremesas, las que disfrutaba como nadie. Y entonces, hace 5 años a tantos no nos extrañó que la parca lo hubiera atrapado precisamente en una de ellas, tras compartir una cena con amigos.
Alguna vez, y dándole vueltas a eso de un fútbol terriblemente mas fuerte, pero más leal entre sus protagonistas, según siempre sentenciaba, relató en qué instante decidió colgar los botines.
“Te juro que ni lo venía pensando, más allá de ya andar por los 36 años. Pero en una tarde de Superclásico, yendo en el micro de River hacia el Monumental, pasamos por los bosques de Palermo y yo me di cuenta que tenía ganas de estar ahí, con toda esa gente que tomaba mate y se divertía. ¿Te das cuenta? Si le preguntabas a cualquiera de ellos daban la vida por estar sentado en el asiento en el que yo iba, pero esa tarde a mi me pasaba al revés”, sonreía nostalgioso mientras ofrecía detalles del momento.
“Pero ojo, eso no fue el punto más importante para que esa misma noche le anunciara a mi mujer que no jugaba más. Después, durante el partido, fui a cruzar al Chino Benítez, a quien podría decirte que lo crié, en el barrio y en Racing, ¡y le perdoné la vida…decidí no pegarle! Estaba clarito, debía irme a mi casa”, y ahí la risa pícara y expresiva se encargaba de graficar ese instante culmine en su vida.
“Levantate cagón”
Ese razonamiento, simple y sin demasiadas vueltas, Perfumo lo había incorporado recorriendo canchas, de aquí y de más allá. Tiempos en los que un compañero te cuidaba las espaldas ante quien sea, y sin que importara tanto como hoy la cotización o los deseos de algún representante que piensa en los billetes y el negocio.
Y también te importaba el rival, porque no existían careteadas públicas, sino más bien lealtades que se extendían en todos los territorios. Como cuando Roberto recordaba haber llevado comida y cigarrillos para todos a la cárcel de Villa Devoto, donde habían ido a parar tras una batalla copera entre Racing y Estudiantes los académicos Chabay y Basile, y los pinchas Togneri y Aguirre Suárez.
“Eran tiempos de la dictadura de Ongania -relataba-, quien chamuyaba sobre la imagen del país para tapar las otras cosas y mandaba en cana a los jugadores que se pelearan. En la puerta me encontré con Bilardo, quien me había hecho expulsar en un partido anterior, y nos cagábamos de risa de todo lo que estaban pasando los muchachos. Nos vimos cada uno de los días en que estuvieron presos, y al final nos juntamos todos cuando los largaron. Ellos eran un equipo como los que a mi me gustaban, no se achicaban nunca. Y por eso también les deseamos suerte para jugar la final con Palmeiras”. Eran otros tiempos, otros códigos.
Por eso se calentaba como ninguno cuando veía ciertas deslealtades. Pocas cosas lo sacaban más que un jugador dando diez piruetas y revolcándose en el piso tras algún trancazo rival. Como si él no lo supiera, todos le acotábamos para calmarlo que solo era una estrategia para hacer tiempo, o hacer amonestar al victimario. “¡Levantate cagón!”, gritó una tarde en algún palco de prensa. “No me vengan con eso de perder tiempo haciéndote la víctima. Cuando yo jugaba, había que levantarse de una. Lo único que faltaba era que el rival creyera que te había dolido. Te levantabas, casi sin tocar el pasto. Y lo mirabas feo, para que sepa que ahora le ibas a pegar vos”, decía con tono severo, casi como haciendo docencia para los chambones como nosotros que ya teníamos incorporadas cada una de las patrañas del fobal moderno, en el que vale tanto lo que ocurre adentro de la cancha como lo que parece para el afuera a través de las cámaras televisivas.
Entender para enseñar
El tema del qué se hace después de ser ídolo o figura es muchas veces abordado por esos protagonistas, que se sintieron tantos años en el centro de la escena, y luego se ven al costado de la vida. Y con toda la vida aún por delante.
A Roberto le paso. Pero como le sobraba esquina, y cabeza para mirar a su alrededor (“el ser defensor te exige ser muy observador, porque hasta el mínimo detalle te acuesta”, graficaba para describir la geografía del área), supo que tenía que seguir aprendiendo. Y empezó a estudiar rondando los 40, para recibirse de Psicólogo Social unos años más tarde.
“La pasé muy bien mientras estudiaba. Me daba cuenta de todo lo que había para aprender. Pero, por sobre todo, nos divertíamos mucho con los pibes, y ellos conmigo cuando le contaba que quería ser psicólogo social para agregarle saber a mi titulo de Director Técnico, que ya tenía. Ya que entendía el juego, quería entender la mente humana, los comportamientos colectivos. Seguro que así iba a ser un mejor técnico”, rememoraba alguna vez, a los postres, tras alguna jornada compartida en la redacción del diario Olé.
Diez años después, tras dirigir a Sarmiento, Sudamérica de Uruguay, Racing, Olimpia de Paraguay y Gimnasia, dijo basta para mí en eso de dirigir equipos. “Es el peor laburo del mundo. Es como una silla eléctrica, en la que te odian los que antes te querían. Es horrible cuando notas eso”, reflexionaba alguna noche, ya metido a fondo en esto de contar a la pelotita, pero desde afuera.
Lo jugó como nadie en el césped. Y lo describió como ninguno, en sus años de pelo canoso.
En ambos roles, sobrando la situación, firme, elegante y distendido.
Igualito que esos que tomaban mate en Palermo la tarde en que decidió dejar de ser Perfumo, para seguir siendo por siempre El Gran Mariscal.