(Pasaje del libro “La política está en otra parte”, de Hernán López Echagüe, Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, noviembre del 2002)
Mayo del 2002.
Martes 21
Martes 21
General Mosconi, en el norte de Salta, mi próximo destino, figura en el mapa de rutas en letras ínfimas y desteñidas; ciudad opacada por la cercanía de las letras de trazo firme y grueso que señalan Tartagal, a nueve kilómetros de allí. Es, sí, una ciudad pequeña, poco menos de tres mil kilómetros cuadrados, acaso quince mil habitantes, pero a lo largo de décadas fue un sitio signado por la buenaventura que trajo la creación de YPF, allá por los años veinte. Diríase que su historia, a juzgar por lo que leo, no es más que un lúgubre epítome de la historia del país. El pueblo, llamado primero El Noventa, a causa de que el lugar coincidía con el Km 1690 de la línea ferroviaria habilitada en 1926; denominado posteriormente Ciro Echosortu, nombre de uno de los propietarios de las tierras en que comenzaron a asentarse las familias que acudían a la región para trabajar en los yacimientos de petróleo, fue por fin declarado municipio en noviembre de 1946 y oficialmente nominado General Enrique Mosconi, homenaje, claro está, al hombre que durante años había promovido la explotación del petróleo bajo la consigna del autoabastecimiento y la disputa con las empresas extranjeras que pretendían explotarlo de modo salvaje. Mosconi, pues, floreció bajo el influjo del petróleo, y, también, de la industria maderera. En su apogeo, YPF llegó a emplear cuatro mil quinientas personas en todo el departamento de San Martín, al que Mosconi pertenece. La privatización de la empresa, en 1992, acabó de cuajo con el bienestar de millares de familias y ocasionó un estado de profunda crisis social y económica que perdura hasta nuestros días. En Mosconi se llevó a cabo el primer corte de ruta que se recuerde. Fue en septiembre de 1991. Toda la población ganó las calles para oponerse a la privatización. Trabajadores, comerciantes, dirigentes políticos, familias enteras comprendieron que la entrega de tamaño patrimonio al poder económico extranjero había de sumir a la ciudad en la ruina. Los cortes de ruta se sucedieron. Y la represión, en cada uno de ellos, fue brutal. Cinco trabajadores desocupados han sido asesinados en las calles y rutas de Mosconi en los últimos años: Alejandro Gómez, Orlando Justiniano, Aníbal Verón, Carlos Santillán y Omar Barrios.
En tanto organizo mi viaje a Mosconi para reunirme con la gente de la Unión de Trabajadores Desocupados, recibo un pedido de socorro de la Municipalidad de Iruya, norte de Salta también, que mueve al estremecimiento. Ciudad de cinco mil habitantes, en su mayoría indígenas, situada a 320 kilómetros de Salta; para comunicarse entre ellos deben recorrer senderos de herradura, a pié, desplazamientos que a menudo demandan quince horas de caminata; a causa del cierre del ferrocarril, han quedado excluídos del efímero favor de trabajar en la zafra; viven, con enormes dificultades, gracias a la limitada producción agrícola-ganadera para autoconsumo; el juzgado más cercano se encuentra en Salta, a ocho horas de viaje; carecen de correo electrónico, los diarios nacionales no llegan al lugar, y sólo el pueblo cabecera, Iruya, cuenta con energía eléctrica y una cabina telefónica. “Por eso, pobladores, instituciones y representantes políticos locales”, dice esta imploración arrojada a la deriva como suerte de botella al mar, “recurrimos a este medio para llamar la atención sobre situaciones insostenibles, que el resto de los argentinos desconoce: 1) La única escuela primaria del pueblo, a la que concurren 330 niños, funciona en piezas dispersas, y su patio son las calles del pueblo. 2) El secundario local, único establecimiento para todo el Municipio, tiene un albergue en préstamo, donde viven hacinados 45 jóvenes que vienen del interior. 3) Nuestros precarios y esenciales caminos, son mantenidos por empleados de Vialidad Provincial, a quienes se les deben salarios y aguinaldo desde noviembre del 2001. 4) Los empleados municipales no perciben sus salarios desde hace dos meses, y se les adeudan haberes del 2001. 5) En nuestro Municipio, por censo actualizado de agentes sanitarios, existen 600 familias, con un promedio de 5 niños menores de 18 años, sin ningún tipo de ingreso. Esto es el 80 % de desocupación. Sin embargo, a la fecha sólo 98 de ellas han cobrado $ 100 del Programa Jefes de Hogar. 6) Los profesionales de nuestro Hospital atienden 2000 personas por consulta externa y 40 internados en promedio mensual. Es la única farmacia para todos sus pobladores, ya que la más cercana a Iruya está a tres horas de viaje y pertenece a Humahuaca, Jujuy. Este Hospital tiene al día de hoy cero stock en medicamentos para asistir a cualquier embarazada o desnutrido con infecciones urinarias o anemias. Cero stock en antibióticos básicos y en remedios de uso diario para las patologías más frecuentes (Parasitosis, Chagas, epilepsia) No cuenta con leche desde hace dos meses para todos sus niños desnutridos, y adeuda desde hace seis meses los alimentos de internados a los proveedores. Podríamos llenar varias páginas más con nuestras carencias y sufrimientos. Pero, en una Argentina sorprendida con los millones de pobres que aparecen todos los días en sus ciudades, los pobres de siempre quedaron olvidados. Situación más grave aún, si vivimos en una provincia conocida por tener DEFICIT CERO. Hacemos este llamado a los medios de comunicación provinciales y nacionales, para quienes tampoco pareciéramos existir. No podemos cortar rutas, ni hacer piquetes, nadie se enteraría. Los bancos más cercanos están a 200 km, ningún habitante de Iruya quedó en el corralito. No existen robos, secuestros express, ni asesinatos, porque somos pobres pero no delincuentes. Luego, no somos noticia en el país de la corrupción”.
Restan pocas horas para el inicio del viaje. Necesito aplacar el ansia, razón por la cual procuro distracción en la música, una estación de radio, FM, escogida al azar. La voz de Gustavo Cordera, interpretando el agorero himno de Bersuit Vergarabat, hace vibrar los cimientos de la habitación: “Se viene el estallido/se viene el estallido/de mi guitarra/de tu gobierno, también/Y si te queda alguna duda/vení, agarrala que está dura/Si esto no es una dictadura/¿Qué es?/¿Qué es?”. La espontánea y franca sabiduría del Pelado Cordera se asemeja, mucho, a la de Fabio Alberti, y, sin proponérselo, a la de Mattini, Holloway, Saramago y otros. En la patria del eufemismo, suele caer en el impudor de llamar a las cosas por su nombre. Días atrás ha dicho: “Lo de diciembre estuvo buenísimo, pero es como que pegás una trompada y el tipo se cae. Se levanta y le pegás otra trompada y ya no se cae. Volvés a pegarle y directamente se ríe. ¡Basta de cacerolas! Ahora tiene que venir otra cosa”.
Jueves 23
La sospecha de que nunca jamás llegaremos a destino se ha convertido en terrible certeza. Son las siete de la tarde, estamos en un ómnibus, a contados kilómetros de General Mosconi, y ya llevamos dos horas de retraso. Un piquete ha obligado al conductor a tentar mejor suerte en un camino alternativo, de tierra. Oscuridad impenetrable, acribillada en algunos tramos por los destellos de las luces de otros vehículos en apuros, y contínuas e imprevistas hondonadas que hacen rechinar el esqueleto del ómnibus y nos someten a un irritador zarandeo. Vamos a llegar a cualquier hora, le digo a Laura con inocultable malestar, no habrá nadie esperándonos. La pasajera del asiento de adelante, una bella señora de ojos jaspeados y semblante castaño que viaja con su hija adolescente a Tartagal, vuelve la cabeza y me dice con una mezcla de resignación y respeto: “Son los piqueteros, ¿sabe? No tienen trabajo. En un ratito llegaremos a Mosconi”. Sí, en efecto, en un latoso e interminable ratito llegamos a Mosconi, a la terminal de ómnibus, es decir, a una calle angosta y breve apenas iluminada por la luz amarreta que despiden un par de penumbrosas oficinas de empresas de transportes, de cara al cuartel de los bomberos, en cuyo garage concita la atención una autobomba que da la impresión de haber salido de un museo. El calor es intenso, y, en particular, inesperado. Habíamos supuesto un clima frío, después de todo viajábamos hacia el norte salteño en vísperas del invierno, en Buenos Aires la temperatura era baja, pero la ignorancia de porteño nos jugó una mala pasada y ahora estamos cargando un par de bolsos llenos de ociosas ropas de lana y grueso algodón. Como lo había presagiado, nadie nos aguarda. Nos quedamos un rato en el lugar, fulminados por el agobio y el calor húmedo, por el largo viaje, a la espera de que alguien nos rescate. Nadie, nada. Nos ponemos a caminar hacia la plaza principal de Mosconi, donde decidimos recurrir al consejo de un vendedor de panchos. Le pregunto por el local de la Unión de Trabajadores Desocupados, por Pepino Fernández. Al hombre le ha sido suficiente escuchar la palabra Pepino para ponerse en marcha; sin soltar el pancho que estaba a poco de venderle a un chico, tampoco el tarro de mostaza, corre hacia un auto estacionado a pocos metros, un remise, veo, dialoga rápidamente con el conductor, y nos llama, y vamos y el remisero nos explica que Pepino, que todos los miembros de la UTD están en el piquete. No tiene problema alguno en llevarnos hasta allí. En el trayecto nos cuenta que tiene una bala incrustada en la pierna derecha, recuerdo de la represión de los gendarmes y la policía en junio del año 2001, una de las tantas y tremendas agresiones que han sufrido los habitantes de Mosconi en los últimos tiempos.
Descendemos en el piquete, ruta 34, unas veinte cuadras del centro de Mosconi. Un par de toldos, cubiertas semiencendidas, troncos y parvas de ramas calcinados, un muchacho de gorro de lana negra calado hasta las orejas que se aproxima y con cortedad quiere saber qué hacemos allí. Digo mi nombre, tengo una cita con Pepino, lo acordamos por teléfono, venimos de Buenos Aires.“¿Pepino?”, se asombra. “No, no puedo decirles dónde está”. Insisto, suplico, he hablado con Tomás, ¿no está Tomás?, ¿acaso Virulana? Se aleja unos metros, delibera con otro piquetero, regresa, y, con desgano, nos franquea el paso haciendo a un lado un tronco. “Vayan hasta la otra punta”, suelta, y hacia el otro extremo del piquete partimos de inmediato, donde, por fin, nos acogen con cautelosa amabilidad. Está Virulana, está Sombra, también otros hombres que empiezan a formar un corro y nos observan, con curiosidad, con reserva, creo, intuyo, pues la densidad tan sombría del ambiente torna imposible apreciar por completo los rostros. “¿Son de Telenoche?”, pregunta con desconfianza un hombre que está sentado sobre una lata; nuestra respuesta, enérgico rechazo, le devuelve la tranquilidad. De pronto aparece Tomás, de quien sólo conocía su canturreado timbre norteño en el teléfono, y de cuyo aspecto, por el momento, hasta que abandonemos este rincón sombroso de la ruta, solamente puedo decir que es un hombre delgado. Tiene, sí, una mejilla inflada en demasía, de modo que habla con la mitad de la boca. Nos saluda cortésmente pero no quiero importunarlo. No es de caballero apremiar con preguntas a una persona que padece un flemón de tal magnitud en la muela; sin embargo, se pone a hablar con buena disposición; ningún dolor, al parecer, lo incomoda. Le pregunto por Pepino, el misterioso y oculto Pepino Fernández, acaso el personaje más célebre de la UTD. Desaparece tras una lona que sirve de biombo, junto a una carpa, y segundos después regresa con un hombre fornido y, creo, risueño. Pepino huele a hollín y a tierra; estaba descansando, los piquetes agotan, es necesario echarse un rato para recobrar fuerza, pero le alegra nuestra visita y por eso allí está, en pié, para conversar, después de todo hemos viajado cientos de kilómetros para conocerlo. Les refiero la idea del libro, narro el viaje, el camino alternativo que debió tomar el ómnibus. “Hace años”, dice Virulana, “el poder político abrió una ruta paralela a la 34 para que los cortes tengan menos efecto. Está siempre custodiada por muchos gendarmes. Nosotros la llamamos la ruta antipiquetera”. De la inspección y el recelo inicial han pasado a una cálida afabilidad; quieren saber más acerca del libro, los movimientos y organizaciones que ya he visto, las distintas experiencias que he podido conocer. Le cuento a Pepino la charla que hemos tenido minutos atrás con un piquetero en el otro extremo del corte, al que poco le faltó para sugerirnos un rápido retorno a Buenos Aires. Veo que te cuidan con esmero, digo. Ríe.“No, lo que pasa es que siempre está la posibilidad de que me agarren, por eso los compañeros me cuidan. Porque los políticos y la policía me echan la culpa de todo, tengo más causas que Menem. Capaz que le he cortado el paso a una vaca y también me han metido una causa”. De repente, cuando Tomás extrae de un bolsillo un paquete con hojas verdes que, amable, ofrece a Pepino, luego a Sombra y Virulana, me asalta la vergüenza. Desde luego, la suposición del flemón ha sido fruto de mi ignorancia. El paquete con hojas de coca pasa de mano en mano; luego, el sobrecito de bicarbonato de sodio, porción de sal indispensable para formar un auténtico bolo de coca. Durante una hora nos quedamos conversando sobre la UTD, la infinitud de proyectos que están llevando adelante, como la forestación, el vivero, el reciclaje de botellas de plástico, los planes de erradicación de ranchos. Es medianoche cuando nos despedimos; el viaje nos ha dejado maltrechos, explicamos; al día siguiente pasaremos por el local de la UTD y podremos charlar mejor. Tomás nos acompaña. Ahora, todavía en la ruta, bajo el cono de luz ambarina que proyecta el foco de un poste de alumbrado, puedo observarlo mejor. Debe de tener unos cuarenta años, pelo liso, negro y corto, semblante de rasgos collas. Entre las manos lleva una honda con la que juguetea sin pausa. Propone hacernos una escapada hasta las tres cruces, aquí nomás, compañeros, en la ruta, las tres cruces, es decir, los altares que han erigido en el sitio donde fueron asesinados Carlos Santillán y Omar Barrios, el 17 de junio de 2001, y Aníbal Verón, el 10 de noviembre del 2000. Estamos cansados, le decimos, necesitamos comer algo e instalarnos en el hospedaje que nos ha recomendado el remisero, la casa que una tal doña Yola ha convertido en pequeño albergue, a dos cuadras del local de la UTD y tres del centro; mañana tendremos tiempo. Tomás parece no haber escuchado; insiste en hacer de cicerone del recorrido mortuorio. Lo seguimos. En los altares, petisos y sencillos, hay flores, estampitas, fotografías; Tomás señala la cumbre de un enorme tanque de la empresa petrolera Refinor; desde allí, dice, dispararon los francotiradores que mataron a Santillán y Barrios; a Verón, en cambio, lo asesinó un policía con un balazo de pistola en el ojo, a pocos metros de distancia. Escupe una saliva verdosa. Dice: “Acá tuvimos más muertos en la democracia que con la dictadura”. Retomamos el camino hacia el centro de la ciudad y en el trayecto continúa señalándonos huellas de la represión; marcas de disparos en columnas, en muros, en la fachada de ladrillos de una casa de familia. Finalmente, la plaza central, un bar, una mesa en la vereda, cerveza y sandwiches de carne. Y Tomás que se desembaraza del bolo de coca, ya pastoso e insulso, arrojándolo a un costado de la acera, y lo sustituye por otro de hojas frescas. Sobre la mesa apoya la honda. Contemplo el paisaje. Una plaza redonda y deshabitada en la que, a la manera de rayos desprovistos de brillo y vida, confluyen no menos de seis diagonales; mujeres que barren el asfalto con grandes escobillones, levantando una polvareda que se eleva en el aire y, tras un vuelo lerdo, desciende, de nuevo, desparramada, planeando, en el suelo. Con recato, visiblemente feliz por nuestra presencia en Mosconi, Tomás nos cuenta fragmentos de su vida, de sus pensamientos. Le gusta el periodismo, todo, a punto tal que no tiene objeciones; con idéntico interés es capaz de escuchar y ver a Majul, Hadad, Chiche Gelblung, Silvina Chediek, el Pato Méndez, Lanata. Grondona, en cambio, lo hunde en el aburrimiento. “A mí me parece que Hadad tiene razón en lo que dice, puede ser que haya piqueteros vagos, nosotros no, nosotros laburamos, pero hay otros que lo único que hacen es ir al corte y nada más, y eso no está bien”. Cursó hasta el segundo año del colegio secundario; su padre trabajó en YPF, y él también; cuando recibió la indemnización, corrió a Buenos Aires a comprarse ropa; tiene cuatro hijos y una mujer que, buena fortuna, da por razonable su militancia social. “Ella se asusta, pero creo que tengo un dios aparte, a mí nunca me pasó nada”. Con una mano apretuja la honda, nos mira con firmeza: “Yo estoy dispuesto a morir por esto, pero no me voy a ir solo. Yo amo a mi patria, no como los políticos. No los soporto, yo no hago política, yo soy peronista”.
Viernes 24
Mosconi, a la luz del día, es un retrato vivaz del país descuadernado. Perros pordioseros y vagabundos por toda parte; calles sin árboles; aislados y abúlicos caminantes; comercios vacíos, devorados por gruesas telarañas; escaparates anodinos. Cuesta creer que esta ciudad, una década atrás, estuvo habitada de familias de clase media que recorrían sus calles con placer, al amparo de un limitado pero satisfactorio bienestar que, imaginaban, jamás había de convertirse en desazón y miseria. En el umbral del predio del viejo Club Deportivo Transportes, donde atiende sus asuntos la UTD, nos aguarda Tomás, que continúa con su parsimonioso coqueo. El club es una construcción antigua que ha sido refaccionada; alrededor de una cancha de basquet están distribuídas las oficinas: administración, proyectos, biblioteca, etc.etc. Rodolfo Chiqui Peralta, suerte de secretario de Administración de la UTD, nos recibe en una oficina muy luminosa y pulcra, de paredes blancas recientemente pintadas.
Chiqui tiene cuarenta y ocho años y todo el aspecto de un diligente empleado de comercio; camisa y pantalón planchados con excesivo cuidado; cara recién rasurada, pelo corto y bien peinado. Al igual que buena parte de los miembros de la UTD, ha sido empleado de YPF, ypeefeño, dice él, como sus padres; en 1992 tomó el dinero correspondiente a la indemnización y con un grupo de ypeefeños despedidos tentó suerte en la creación de una empresa maderera, aventura que se desmoronó cuatro años más tarde. “Entonces pasamos a engrosar la UTD, porque en el año 96 se comienza a formar la organización a partir de un grupo de muchachos que se reunían acá”. Militancia, sin embargo, que echó por tierra su matrimonio. “No coincidíamos con mi mujer. Toda mi vida trabajé en asociaciones vecinales o en los clubes o en la cooperadora escolar. Esto ya lo llevamos de siempre. Pero ahora nos metimos de tal modo acá que mi mujer no aguantó. Eso nos pasa a la mayoría. Y tengo cinco hijos”. Hace silencio. No logra sostener la mirada. El repentino ingreso de un compañero de la UTD lo libra de la pesadumbre; el muchacho necesita unas llaves; Chiqui abre una gaveta del escritorio con nerviosismo y un dejo de molestia, luego otra, por fin extrae un manojo de llaves del bolsillo del pantalón que le entrega mecánicamente. Siempre ha sido de izquierda, dice, no como Pepino, que no es nada; en 1983 se afilió al Partido Intransigente porque le caía simpático Oscar Alende. “Ahora no. Muchos movimientos de izquierda nos dicen: ‘tenés que encarrilar la lucha y llegar al poder’. No lo veo así. Yo ya descreo del sistema. Yo no pienso en el poder. Dentro del sistema actual no va a haber cambios. Los cambios tienen que venir de abajo y producir una revolución, es el único modo. Las elecciones no nos despiertan expectativas. Creo en la acción diaria, común, para construir cosas, y eso se tiene que ir contagiando”. Ya no recuerda cuándo votó por última vez. Hace tiempo, mientras intentaba escabullirse de una de las habituales represiones de policías y gendarmes, perdió los documentos, y poco le ha importado tramitar una copia. “Además, se ha quemado el registro, así que no somos nadie nosotros. Todos somos solteros, no tenemos hijos, no tenemos nada, no tenemos nombre, se quemaron los prontuarios policiales, se quemó la cana, soy el hombre invisible. Somos ilegales, como dice Pepino”.
Un alboroto al otro lado de la puerta nos desvía la atención; una serie de graznidos, un no, no, no rotundo, repetido en voz alta. Pese al esfuerzo de Tomás, que a solicitud de Chiqui se ha puesto a oficiar de portero para evitar interrupciones enojosas, una mujer ha logrado sortear el doméstico piquete y ahora se encuentra de cara al Chiqui, la palma de las manos apoyadas con decisión sobre el escritorio. Es una señora de cabellera rubia, mal teñida, carnes abultadas y filosas uñas pintadas de color carmesí. En sus ojos hay disgusto. “Vengo por el problema de mi hija”, gruñe. “¿Qué pasa que no sale el pago del plan?” La cara de Chiqui ha sufrido una gran transfiguración; le echa una mirada brava; ha enderezado el cuerpo a la manera de un meticuloso e implacable jefe de personal. “Señora, estuvimos cortando la ruta por eso, recién levantamos el piquete. Si su hija hubiese ido al corte de ruta, tendría alguna idea al respecto”. La mujer se marcha mascullando palabras ininteligibles. Chiqui apoya los brazos extendidos sobre el escritorio y nos mira con una mezcla de resignación y suficiencia. “¿Ven? Hay mucha gente que no le importa nada. La señora tiene una hija acá y ni aparece, si hubiera estado en la ruta ya sabría de cómo vendría la mano, que gracias al corte cobrará el lunes. Me toca hacer el papel de malo”. No ha llegado a recomponer el humor cuando la puerta empieza a entreabrirse una vez más y, a poco se encuentra de incorporarse para mandar al diablo al importuno visitante, cuando asoma la cabeza de Pepino Fernández. Nos saluda con un rápido ademán de manos y se instala en una silla, a la distancia, a dos metros del escritorio, alrededor del cual nos hemos sentado a charlar con Chiqui. Le pido a Pepino que se acerque, estoy grabando, temo que su voz se pierda. Es que no se ha bañado desde hace cuatro días, lo excusa Chiqui; cuando hay corte no sale hasta que no se levanta el piquete, esa es la cábala, y nunca para, acá se quejan porque él los lleva caminando a Tartagal, y son diez quilómetros, y él les dice que no se hagan problema, que está acostumbrado porque iba caminando de Caleta a Bahía Blanca; se cree que todos van a hacer lo mismo que él. Pasa que caminando la marcha tiene más fuerza que ir en vehículo, comienza a decir Pepino al tiempo que, a regañadientes, toma la silla de madera, acorta apenas la distancia que nos separaba, y continúa: marchar así es más sacrificado, el codo a codo potencia y además la otra gente los considera más, los valora más; cuando uno va caminando los vecinos mismos salen a aplaudir y todo. Por desgracia, dice Chiqui, no se cansa nunca. Claro, mucha gente me dice que la ventaja que tengo yo es el ser soltero, se defiende Pepino, que estoy solo, pero el soltero ha sido siempre discriminado por la sociedad, el soltero y la soltera; siempre piensan que algún problema debés tener si sos soltero, incluso en el trabajo, si hay una posibilidad de ganar más plata, enseguida te dicen no, vos no podés porque sos soltero, ellos tienen hijos.
Se ha sentado en postura casi estática, el cuerpo echado hacia adelante, las piernas abiertas, los brazos apoyados en los muslos, las manos anudadas. Puede prescindir de ademanes y gestos. Su cara, con trazos de hollín, marcada por la fatiga, barba de días, lo dice todo. En particular sus ojos. Son azules y los hace sonreir continuamente, los achina, los frunce con natural picardía. Tiene, en fin, el rostro del hombre travieso y pícaro. Pepino habla entrecortado. A una parrafada le sigue un silencio y enseguida una frase de dos líneas, después repite la secuencia, parrafada, silencio, dos líneas. Y mezcla los asuntos. Sus conocimientos sobre las distintas e intrincadas etapas del proceso de industrialización del petróleo, son magníficos; con el garbo de un ingeniero químico, discurre sobre el encadenamiento de las moléculas, habla del equilibrio biológico y ecológico, de impurezas, densidades y viscosidades, de fórmulas y el trabajo con polímeros. Muchos me preguntan si tengo estudios, dice, y yo digo que YPF fue la secundaria y la universidad; yo he hecho sólo hasta séptimo grado, éramos once hermanos, había que laburar, entré de aprendíz en YPF y me quedé diecisiete años, en los últimos años laburaba en fluído de perforación, era técnico inyeccionista, todo lo aprendí en el trabajo; lo único con lo que no me quise meter, y me lo exigían, era la computadora, yo no la quiero a la computadora porque no me deja crear, por eso se pierden muchas cosas cuando están frente a la computadora, no miran para el costado. Sus ojos han dejado de sonreir por un instante; parece preocupado. Maldice: es de locos, acá están los pozos, y hay reservas de gas y petróleo por cincuenta o cien años, y en Mosconi tenemos que usar garrafa y pagar la nafta más cara que en otras provincias, no, no puede ser; mirá, una vuelta, un tipo del New York Times le preguntó a Rockefeller cuál es la industria que más plata deja en el mundo, entonces Rockefeller dijo: una empresa petrolera bien organizada. ¿Y cuál es la segunda industria que más plata deja en el mundo?, siguió el tipo. La empresa petrolera mal organizada, dijo Rockefeller. El petróleo nunca va a dar pérdida.
Nació en el año 1956, de modo que, gracias a Lanusse, y como yo, ha podido eludir el servicio militar. Ahora me sorprende con meditaciones astrológicas: soy del 23 de octubre, del día en que nacieron Pelé y Charly García. Pelé nació el 23, y Maradona el 30, y Bill Gates también en esa época, del mismo signo; todos los que manejamos ésto somos escorpianos, aunque de distinto decanato. Sí, aprueba Chiqui, somos unos escorpianos duros. Por eso ya no tenemos miedo, dice Pepino, yo no tengo miedo ni de ir preso, ni de que me pase algo, incluso hay gente de inteligencia acá adentro de la UTD, no sé bien quienes son, pero uno se da cuenta de cómo funcionan ellos. Venden información, lamenta Chiqui; por la plata baila el mono, pero no nos preocupa porque nunca se enteran lo que vamos a hacer, ni nosotros lo sabemos; no planificamos nada, todo es espontáneo; a veces hemos planeado algo, pero nunca ha salido como pensábamos, así que nos dijimos: mejor no planear nada. Todos dicen que la organización vence al tiempo, reflexiona Pepino, pero la verdad es que la desorganización vence al tiempo; hay que estar bien desorganizado; acá, por ejemplo, tenemos de todo, tenemos gendarmes, gente que ha estudiado en las fuerzas armadas, y trabajan en la UTD; todos pueden estar acá, y cómo será que la UTD también puso mujeres en la gendarmería, tuve que hacer gestiones para que tengan trabajo, y está también el tema de la cárcel. El, señala a Chiqui, hizo el proyecto para que se haga la comisaría nueva. La vamos a hacer, dice Chiqui, pero no vamos a poner los materiales, que los pongan ellos, total, así como la hacemos, la sacamos también; cuando se porten mal, sacamos hasta los cimientos. Esto es vivir en democracia, se entusiasma Pepino, nosotros no estamos en contra de nadie sino a favor del pueblo, lo que nos proponemos, lo hacemos, nunca lo dejamos en el aire, a la larga lo conseguimos, y no hacemos asambleas todo el tiempo. Por eso no acordamos mucho con las asambleas, dice Chiqui, nosotros somos más de acción. Mirá, prosigue Pepino, el otro día yo estaba en Buenos Aires charlando con gente de distintas asambleas, entonces yo abría la boca y todo era Mosconi, Mosconi, Mosconi, entonces un hombre se paró, de la asamblea de Villa Crespo, y otro hombre de La Matanza, y me dicen: ¡ey!, vos sos un fanático de Mosconi. Sí, les digo, si el presidente fuera igual de fanático de la Patria, no estaríamos así, acá nosotros le hacemos honor a San Martín y a Mosconi. Sí, razona Chiqui, el problema de los argentinos es que son muy abstractos. Es verdad, Pepino asiente, nos acusan de ser como la Legión Extranjera porque toda la gente que es marginada viene para acá, logramos volver a recuperar a los que están deprimidos, gente que estuvo en la cárcel, de todo, hemos tenido de todo, porque es feo ser discriminado, por eso nosotros aceptamos a todos, tenemos gente que nos ha traicionado, y pueden volver, y nos acusan de darles planes a los changos de los barrios bajos, a los chicos de las esquinas, esos que a los trece o catorce años ya empezaron a tomar, a drogarse, a robar, y estamos produciendo un cambio en ellos, porque ahora vienen y trabajan y toman menos. Pepino les da ejemplo, dice Chiqui, va al frente, a trabajar, él es el primero en levantar los ladrillos, en palear, en plantar el poste, o lo que sea. Pero igual nos acusan de cualquier cosa, se queja Pepino, y ni plan trabajar cobro, porque tengo siete hermanas, cada día como en la casa de alguna, pero no importa, a nosotros nos pegan acá, y le ponemos la otra mejilla, y en toda la cara nos pueden pegar que no nos duele. Acá se trabaja con responsabilidad, exclama Chiqui y acto contínuo se pone a hurgar, presuroso, en unas cajas de cartón que alguna vez fueron el embalaje de latas de tomates; busca papeles, quiere mostrarnos las decenas de solicitudes que reciben periódicamente. Me entrega dos carpetas atestadas de hojas y se disculpa por el desorden; es que no podemos poner los documentos en los estantes, una cuestión de seguridad, ¿saben?, dejamos todo metido en las cajas para poder rajar si se nos viene un allanamiento, y acá nunca se sabe. Reparo en algunas cartas: el director general del hospital, Dr. Mario A. Peralta, en papel con el pertinente membrete del Ministerio de Salud Pública, pide que se le incorporen enfermeros y enfermeras, además solicita a la UTD que reactive el proyecto de prevención del dengue. La encargada del turno mañana de la escuela nº 4.142, le hace llegar a la UTD la nómina del personal destacado en el mes de diciembre del 2.000 por su Asistencia perfecta, cumplimiento de horario, eficiencia y compromiso con la tarea que a cada uno le toca desempeñar; le reitera, además, que las puertas de ese establecimiento están siempre abiertas para estos miembros de la UTD que demuestran cultura y responsabilidad de Trabajo. Con membrete del Ministerio de Educación, la directora de la escuela nº 4.496, “Lilia M.C. de Mariño”, solicita al encargado de la UTD, Sr. Rodolfo Peralta, personal para la sala de jardín de Infantes, sección “A”, para el ciclo lectivo del 2.001. La Fundación Sacra pide la donación de 1.000 ladrillos para construir una sala de primeros auxilios en el barrio 20 de viviendas de Coronel Cornejo.
La cantidad de correspondencia de naturaleza similar, oficinescos pedidos de personal y ayuda, de material e incluso de consejo, es asombrosa. Por un momento tengo la certidumbre de encontrarme en el despacho principal de un respetable y ejecutivo gobierno paralelo. Chiqui, el rígido administrador; Pepino, el hacedor que no se toma respiro; Tomás, como él mismo me lo ha confiado anoche sin emitir sonrisa, el secretario de gobierno. Entre el papelerío encuentro un folleto escrito en portugués: “14ª Medalha CHICO MENDES de Resistência”. En la nómina de“homenageados”, una docena de personas y organizaciones, figura la “Uniao dos Trabalhadores Desempregados de Salta, Argentina”; la entrega de las medallas se realizó el 1º de abril del año 2002 en la ciudad de Porto Alegre. Los felicito. Pero no fuimos, dice Chiqui con arrogancia, y eso que teníamos el pasaje acá. Pepino pasa la vista por el folleto, frunce la barbilla, sonríe: no, no me gusta aparecer, pienso que es timidez, no sé, me han invitado de todos lados pero no fui, siempre he sido muy reacio al periodismo, a la televisión, y eso que no me faltaron oportunidades, como en el corte del 97, estaba toda la prensa, pero la esquivábamos, prefiero el perfil muy bajo.
Tomás entra en la oficina acompañado de un muchacho flaco y alto. Víctor, lo presenta Chiqui, encargado del área Proyectos. Una gruesa cicatriz le surca la barbilla. Fue un cartucho de gas lacrimógeno, dice Tomás, el mismo día en que mataron a Verón. Yo estaba en la sala del hospital, me estaban cociendo cuando lo trajeron a Verón, ya muerto, recuerda Víctor.
Un gobierno en las sombras, dirigido por trabajadores desocupados que nunca han puesto un pie en una Universidad, menos aún en un mitín político, y que ha llegado a tan singular situación al cabo de años de batallas callejeras, del padecimiento de represiones impías que han tenido como saldo muertos y decenas de heridos y procesados. Violentos choques caracterizados, claro está, por la desproporción: de un lado, cientos de hombres y mujeres y jóvenes armados con hondas, piedras y palos; del otro, cientos de policías y gendarmes pertrechados con fusiles, escopetas, pistolas lanzagases, balas de goma y de plomo, camiones hidrantes. La pueblada de mayo de 1997, donde convergieron miles de desocupados de Tartagal y otras ciudades aledañas; los cortes y la represión en mayo y noviembre de 2000, y junio de 2001: cinco muertos. Yo estaba al lado de Verón cuando le tiraron en el ojo, dice Chiqui con voz trémula, le alcé la cabeza y ya sangraba por la boca, por las orejas. Entonces, añade Tomás, cuando la gente se enteró que había muerto Verón, fueron a incendiar la comisaría, no quedó ni un ladrillo, y en Tartagal rompieron toda la empresa Atahualpa, donde había trabajado Verón, de donde lo habían echado unos meses antes. Cuando la comisaría, tuvimos que intervenir nosotros para que no los masacren a los policías que estaban adentro, ni al juez Cornejo, dice Pepino; la gente acá no tiene sentimiento de venganza, pero cuando sucede, se transforma, siempre se defiende la gente de acá, nunca ataca, siempre está a la defensiva, pero si la atacan, no retrocede, resiste, si hasta nos enteramos que Fidel dijo que si le mandaban trescientos piqueteros de Mosconi, resolvía cualquier problema.
A pesar de la crudeza de los enfrentamientos que han vivido, Pepino se pone a recordar la represión de diciembre de 1999, y, en particular, la espontánea reacción de los habitantes de Mosconi, con el ánimo de un episodio cargado de realismo mágico: había represión acá y en Tartagal, un infierno, nosotros atacamos a la policía en forma diferente, fue espontáneo nomás, no sabemos nosotros de táctica y esas cosas, atacamos en pinza, los rodeamos y los desarticulamos, y así logramos que la gente que estaba se recupere y se recupere toda la gente del pueblo, si no conteníamos a la gente, hubieran muerto todos los milicos. El comisario fue vivo, y al ver que se le habían acabado los gases, las balas, que no podía seguir, sacó un pañuelo blanco y se rindió; la gente lo dejó en calzoncillos y lo pusieron arriba de un camión cisterna; le tiraban piedras, lo puteaban, el pobre temblaba, y así estuvo el comisario, en cueros, paseándolo la gente por toda la ciudad, hasta la madrugada, cuando lo canjeamos por dos compañeros que habían metido presos en Tartagal. Eso le dió la forma de luchar a la gente, y para mí que le tomó sabor al triunfo, ahora no retroceden, puede haber treinta, pero la gente del pueblo nunca retrocede, se le enfrenta ahí, los pueden herir, pero van a tirar patadas y van a salir para adelante, parece que se transforman en ese momento, es lo mismo que a veces uno puede entrar a un boliche, tranquilo, y bailar loco toda la noche, lo mismo le pasa a la gente, todos se transforman, ocupados, desocupados, mujeres, veteranos, abuelas, chiquitos de diez años, y hay que verlos luchar, y cuando ya pasó todo, al día siguiente, parece que hubiera sido un sueño, que no hubiera pasado nada, buen día, qué tal, cómo anda, la vida sigue, ¿no?, y además siempre andamos con la cara descubierta, porque no le robamos a nadie; ayer, por ejemplo, estábamos cortando el acceso a Refinor, me acordé que tenía que hablar con mi hermano, el Hippie, que estaba en Buenos Aires, y me metí en las oficinas de Refinor para llamarlo por teléfono, nada me dijeron, hasta de la comisaría hablo a veces; se lo he contado al Perro Santillán y no me creía; pobre, lo vimos hace poco y hemos venido con la cabeza gacha, porque no lo hemos visto muy bien, estaba muy caído, y yo pensaba que el Perro era algo grande. Yo no coincido con la idea del Perro, dice Tomás, tampoco con D’Elía, Alderete, Moyano, De Gennaro, ellos hacen una manifestación y al otro día duermen, hasta que vuelvan a salir; nosotros hacemos cosas, este es un proyecto de construcción; como dice la canción de Víctor Heredia, ¿cómo vivimos? Sobreviviendo. Hace una pausa. Me enseña una fotografía donde aparece él abrazado a un hombre joven y risueño; están en la entrada de una escuela que refaccionó la UTD. Este es Gustavo Arce, suelta Tomás con orgullo, jugador de Racing, nacido en Tartagal, siempre viene por acá y se queda con nosotros; hasta tenemos un jugador piquetero, pó.
* * *
Al diablo la siesta que habíamos previsto con Laura. Son las dos de la tarde, el sol conduce al aturdimiento, los habitantes de Mosconi se encuentran reposando sobre un colchón, al amparo de la sombra, seguramente patiabiertos y gozosos, y nosotros, en cambio, empapados en sudor, estamos sentados en el asiento trasero del auto del hermano de Tomás; un vehículo moderno, último vestigio, quizá, de la indemnización que ambos recibieron tras el cierre de YPF, porque también han sido ipeefeños, como su padre, que a lo largo de treinta y seis años trabajó en los pozos petroleros. El hermano es un hombre joven, de pelo crespo, el cuerpo metido en una musculosa y unas bermudas coloridas, vestimenta que, comparada con el pesado atuendo urbano que llevamos nosotros, causa extrema envidia. Tomás está a su lado. Los dos coquean con fruición. A diferencia de la lóbrega caminata a la que nos sometió anoche, donde el recuerdo de la muerte fue el lugar común, ahora iniciamos un recorrido por sitios más gratos. La escuela primaria municipal: aquí hicimos ese cerco, cuenta Tomás, refaccionamos el jardín de infantes y la pintamos; continuamos viaje por calles todavía céntricas, de tierra seca y polvorienta, eludiendo perros, gallinas, gallos; el hermano de Tomás, hombre afecto a la mudez, ha puesto un casete de Los Nocheros; hacia la izquierda, lejanas, las sierras subandinas proporcionan al paisaje un aire más acogedor y respirable; nos enseñan la escuela primaria para discapacitados, y, exultante, nuestro guía explica que gracias a la consecución de los primeros planes, en enero del 2000, lograron reparar el edificio y pintarlo; luego, una sucesión de plazas nuevas, en distintos barrios, donde sobresalen los destellos de hamacas y toboganes, de madera y caño, obra también de la UTD. Ahora, dice Tomás, van a conocer lo que fue la época de gloria. Empezamos a subir un cerro empinado, rumbo al “Campamento Vespucio”, paraje donde siete décadas atrás fueron edificados los predios de YPF, y en cuyo derredor floreció un pequeño y próspero pueblo. A medida que avanzamos por el camino el aire comienza a cobrar frescura y la geografía verdor y magnificencia. Descendemos del auto en la entrada del imponente edificio que sirvió de sede administrativa de YPF; en la vereda, un busto: “Al General Ingeniero Enrique Mosconi (1877-1940). Patriota y Estadista austero”. Aquí, dice Tomás mientras andamos los peldaños de la corta escalinata que nos lleva hacia el interior, tenemos ganas de hacer una ciudad universitaria. Suficiente ha sido alcanzar el hall para experimentar una sensación de vaga y profunda tristeza; ventanillas cerradas, un escritorio ajado e inútil, cielorraso y paredes semiderruidos; olor a musgos y a mampostería carcomida por la humedad; el patio central, circundado de oficinas, no es más que un yuyal donde han ido arrumbando viejos ladrillos cubiertos de verdín, restos de pinoteas apolilladas, vidrios astillados; en el marco superior de la puerta de los gabinetes, ajenas a la desidia y el paso del tiempo, perduran, intactas, las placas que identificaban cada una de las áreas de la colosal empresa que Carlos Menem supo obsequiar: Secretaría de Administración; Relaciones Industriales, Personal, etcétera, etcétera; más allá, espaciosos salones donde persisten en pié notables trabajos de ebanistería. Diez, quince años atrás, seiscientas personas solían llenar de alientos y voces, cada día, esta atmósfera ahora desabrida, letargosa. Frente al edifico, en la escuela de Campamento Vespucio, todavía en funcionamiento, Tomás nos pide que prestemos atención a un cartel: “Reparación-refacción de aulas, escuela Sargento Cabral, UTD 2000. Colaboró: Refinor, Bolland. Programa Trabajar III, Ministerio de Trabajo de la Nación”. Seguimos camino, a pié, hasta la sede del Club Social, una obra de arquitectura colonial también abandonada. A través de los cristales de una ventana curioseo el interior: gruesas columnas de mármol fileteado, piso de baldosas finiseculares. Acá trabajó Pepino unos años, dice Tomás. Sonríe: era mozo, atendía a los capos de YPF, que bailaban valses, esas cosas. Contiguas al club, la pileta de natación y la cancha de tenis; en la esquina, semiabandonado, un antiguo cine de mil seiscientas butacas; enfrente, donde estaban los dormitorios de los médicos de YPF, hoy funciona el Casino de oficiales de la Gendarmería Nacional. Regresamos al auto y seguimos cuesta arriba, un camino que desemboca en los pozos de la empresa petrolera Pan American Energy; ahí, dice Tomás dirigiendo un dedo hacia una curva, les hacemos los piquetes para pedir por la reincorporación de compañeros. Llegamos al hospital Vespucio, presa también del olvido. En un cartel que alguien pegoteó en el vidrio de la puerta de un consultorio inútil, leo “El hambre no es sólo de pan. El hambre es de amor. Madre Teresa de Calcuta”; deambulamos por las instalaciones, donde sólo hallamos más consultorios baldíos: “Pediatría”, “Fonoaudiología”, “Psicología” … Acá funcionaban cuatro quirófanos, acá nació mi hija mayor, la de veintitrés años, recuerda Tomás sin ocultar la nostalgia mientras salimos del edificio. Lanza un escupitajo al suelo. Su silencioso hermano lo imita. Ya lo vamos a hacer funcionar nuevamente, agrega con decisión. No encuentro razones para descreer de su certeza. El auto, entonces, se pierde por callejas sinuosas engalanadas con el rojo punzó de gran número de estrellas federales que se elevan a uno y otro lado del camino; barrio de casas señoriles, acariciadas por una naturaleza selvática, que antaño habitaban las familias del personal jerárquico de YPF y hoy ocupan familias acomodadas de la región que, luego de la célebre privatización, pudieron comprarlas a precio de remate; la mansión de mayor extensión y pompa, aquella que sólo un pánfilo cometería el desatino de no detenerse a contemplar, pertenece, claro, al intendente de Mosconi. A doscientos metros, el estadio de fútbol de YPF; las tribunas, de madera maciza, han sido contruídas por hombres de la UTD; chicos agraciados del barrio pituco pelotean un poco; en este pasto, dice Tomás, lo vi jugar una vez a Silvio Marzolini. Maldito destino: el campo, ahora, es utilizado por la Gendarmería para acantonar las tropas que, desde distintos puntos del país, llegan a Mosconi para reprimir los cortes de ruta. En un predio lindero, el estadio cerrado de basquet, una tribuna de madera excelsa y piso de parqué; en una de las paredes laterales, un mural con el diseño de los contornos de la provincia de Salta y en el centro del dibujo la silueta atrevida, fulgurosa, de una torre de petróleo.
Todo esto ha sido un sopapo. Estoy inmerso en un estado de rara ausencia, de insoportable oquedad. He visto las huellas indelebles de una política enfermiza y macabra que ha condenado a millones de personas a la postración. He visto miasma que me lleva a remembrar uno de los pasajes de la primera página de El otoño del patriarca, de García Márquez: “Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guarida del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita (…) las baldosas habían cedido a la presión subterránea de la maleza”.
El paseo por el país de las ánimas, de los espectros de una historia sencillamente infausta, ha llegado a su fin. Ahora volvemos sobre nuestros pasos, a Mosconi; descendemos hacia el extraordinario y fructuoso cosmos que la UTD se ha obstinado en construir. La “Huerta Divino Niño”, donde trabajan diez personas, entre ellos un cacique aborigen, y además de hortalizas y árboles frutales observo un criadero de chanchos; la sala de primeros auxilios y la plaza con juegos en el barrio 447; una casa de ladrillos y ventanas de madera moldeada, parte del plan de erradicación de ranchos; el Salón de Usos Múltiples (SUM) en el barrio de 20 de febrero, construcción que la UTD lleva a cabo y al arbitrio del vecindario deja librado su posterior empleo. Al otro lado de la ruta 34, frente a las puertas de General Mosconi, después de haber recorrido una calle breve y fangosa, ingresamos en territorio indígena; aquí tenemos laladrillera, dice Tomás al tiempo que salta del auto; nos ponemos a caminar entre casas de adobe, sorteando cabritos, gallinas, chuñas; tras un matorral en el que han abierto un pasaje a fuerza de machetazos, se abre un terreno limpio, desembarazado de toda vegetación, donde veo una decena de hileras de ladrillos recién fabricados, húmedos, secándose al sol, y el horno de barro, los moldes, y una pequeña cantera de la que extraen la arcilla. Tomás, como la ha hecho durante toda la tarde con cada una de las obras que nos ha expuesto, emite una sonrisa llena de vanagloria y se queda observándonos, atento a nuestro gesto de aprobación. Este es un proyecto conjunto con la comunidad wichí, dice con satisfacción; les dimos veinte planes trabajar, la mitad de la producción es para ellos, para que los vendan, y la otra es para nosotros, para usar en los planes de construcción.
La travesía me ha dejado exangüe; necesito, le digo a Laura, voz baja, casi con desespero, tomar algo, buscar refugio en la habitación del hospedaje de doña Yola, desplomarme sobre la cama, los ojos cerrados, los pensamientos adormecidos. Deseo vano. Partimos, en la luz declinante de la tarde, hacia la ruta, al encuentro de Pocho Ríos; el hombre que más sabe de plantas y árboles en todo el norte argentino, dice Tomás, y también trabaja con la UTD.
Lo sorprendemos en su vivero, animando el pequeño fuego de ramas sobre el cual ha empezado a soltar volutas de vapor una pava; nos saluda con respeto; está a punto de tomar mate y sería un honor compartirlo con nosotros; le resulta importante conversar con el periodismo, en las grandes ciudades la gente no tiene la menor idea de lo que ocurre en el norte, en el sur, en ningún lado, compañero, por eso, que se hayan venido hasta aquí, me honra, entonces hablemos de lo que ustedes quieran. Es un hombre morocho y musculoso, de palabra segura y convincente; vive allí, solo, con su perro, sus gallinas y treinta mil plantas de distintas especies por toda compañía, y el poco alimento que puede comprar con los ciento cincuenta pesos del plan trabajar; en el vivero lo ayudan cinco personas de la UTD, a las que, además, él capacita en el cuidado de la flora nativa. “Yo soy el nativo y yo soy el árbol, porque yo lo siento adentro y sé si a mi planta le está faltando agua, por qué está triste; yo lo siento adentro, yo con solo verla te voy a decir qué le falta a la planta, por qué está así, por qué se está chocando en el fondo, y yo no necesito estar en la universidad para explicarles, porque acá han venido incluso profesores de la universidad a traer a los chicos para que hagan su tesis, y para que les hable de la madera y todo eso, y ellos me dicen: vos tenés que escribir, porque estas cosas no las encontramos más”. Al igual que Pepino, hace gala de una sabiduría que causa admiración y fue absorbiendo con el correr de los años, desde chico, trabajando en obrajes, recorriendo el país. “Todo lo fui escribiendo, y dije algún día voy a volver para defender lo que yo tanto añoraba. Aprendí todo solo”. Con soltura se pone a hablar de la indispensable ventilación de la selva; las lianas que asfixian a los árboles y nadie se digna cortarlas; el aprovechamiento de los árboles fofos; los treinta años de recuperación que necesita un bosque talado; el daño que el eucaliptus le causa al ecosistema; la depredación forestal que cometen las empresas petroleras; la variada flora nativa del urundel, el guarán y el churqui. Continuamente recibe la visita de académicos, estudiantes de agronomía y funcionarios de la secretaría de Medio Ambiente, que en él procuran consejo. Golpea la mesa con la palma de la mano, haciendo tambalear el mate. “A veces los del Inta vienen y me dicen: te está entrando tal mosca, tal gusano, echá esto, pero yo me guío mucho con los astros, yo trabajo con el sol, con la luna, según cada estación y cada semilla, para evitar el agroquímico, yo hago todo en forma orgánica. Ellos no tienen un conocimiento de pestes sobre la nativa, usan agroquímicos prohibidos, por eso a veces pasa que alguien te dice: mirá, comí un chorizo y me cayó mal, pero no se dan cuenta que están absorbiendo la fumigación, porque la fumigación produce exceso de fosfato, y ya se han encontrado chicos con defectos, en Cornejo”. En el año 2001 presentó un proyecto de forestación y protección de la flora nativa al gobierno nacional; Juan Pablo Cafiero, entonces ministro de Desarrollo Social y Medio Ambiente, lo aprobó. “Pero justo vino el recorte que hizo Cavallo”, se lamenta. “Por aquí han pasado todos los políticos. Me dicen: si has logrado que Juampi Cafiero te de este proyecto, si has logrado quitarle a Tucumán y a Jujuy este proyecto, si has logrado que medio ambiente de la Nación te dé bolilla, ¿cómo no vas a lograr que Pepino y Chiqui Peralta se metan en el Partido Justicialista? Me decían: en la UTD ustedes tienen diez personas que ningún partido político las tiene; vos, el tema forestal; Pepino, el tema química; Chiqui Peralta, en administración …”. Quiere crear un Jardín Botánico en Mosconi destinado a la flora nativa; ha elucubrado un proyecto de Turismo Aventura con la colaboración del Hippie: cruce a Bolivia, hasta Agua Blanca, paseo de compras, regreso por Acambuco, reserva provincial; escalada de cerros y recorrido de los ríos. “Los funcionarios no nos apoyan. Y bueno, me dijo Hippie, lo hagamo de prepo. No, es difícil. Yo, estando en Buenos Aires, y viendo a los políticos, al presidente, y a la mujer del presidente, que están tan embolados ellos, y no encuentran un plan de gobierno nacional, yo me vine con la intención de que nosotros tenemos que valernos de nuestros propios recursos, hacer una cooperativa agrícola, sembrar, producir e industrializar nuestros productos. Yo creo que nosotros tenemos que dejar el bolsón, dejar los planes trabajar y dedicarnos de lleno al campo. Porque esto no es para un año ni para dos, van a pasar diez años para que la Argentina vuelva a levantarse, si no s más”.
Se ha hecho la noche y una nube de mosquitos ha comenzado a atormentarnos; el cielo, contemplado desde aquí, es un manto de estofa, azul índigo, iluminado por la extravagante y quieta arquitectura de las estrellas. Pocho, virtual secretario de Agricultura y Medio Ambiente de la Unión de Trabajadores Desocupados de General Mosconi, ceba el último mate, el del estribo, y luego nos acompaña hasta la tranquera del vivero. Su abrazo es afectuoso, franco. Encoge los hombros, se despide: “¿Qué le vamo a hacer? El político se quedó sin seso, ya no saben qué hacer ni qué decir, no sé qué han estudiado, han llegado a abogados, porque la mayoría son abogados, y no sé para qué han estudiado”.
Sábado 25
Día de fiesta, día celeste y blanco, de rutilantes escarapelas sujetas en el pecho a la manera de inquebrantable símbolo de rebeldía y pundonor, me han dicho; día de celebración de la gesta patria, de sublime rememoración de los primeros alaridos de libertad y condena a los inescrupulosos colonizadores españoles que abrigaban el fatuo propósito de hacer añicos nuestro destino de grandeza y someternos, por el resto de los años, a la miseria y a la burla, al servilismo y la contínua expoliación. Hoy, aquí, mientras erramos por la plaza central de Mosconi, el festejo suena a impúdica ocurrencia. Patria, término tan equívoco que a lo largo de la historia ha salido de las bocas más disímiles para justificar barbaries de toda índole. En la plaza, un puñado de familias hundidas en la pobreza ha montado sencillos puestos de venta de comida; humita, panes caseros, empanadas; un grupo de escolares, patrióticamente acicalados para la ocasión, canta canciones patrias hasta desgargantarse. Por lo demás, apenas una decena de personas deambulando por allí. No ha sido fácil, pero después de mucho andar hemos podido encontrar un lugar donde sentarnos a una mesa a tomar café. Le pregunto al mozo qué opina de la UTD. “¿La de Pepino?”, responde. “Y, a mí me parece que acá hay mucho hambre. Es cierto que a los comerciantes no nos convienen los cortes, pero tienen que encontrar alguna solución, ellos están muy mal. Yo tuve planes trabajar tres meses. El día que entró la gendarmería me salvé por un milímetro. Entraron disparando, yo justo salía y estaba pidiendo fuego a un vecino, por suerte bajé la cabeza para encenderlo cuando sentí una bala que me silbó al lado”. Un disparo que pasó a un tris de su cráneo, pero él ha referido el episodio con despreocupación y llaneza, en tanto servía el café y, acto seguido, se alejó con la bandeja bajo el brazo, silbando, ahora él, una música de La Mosca. A las once de la mañana nos encaminamos hacia la casa de Juan Nievas, uno de los fundadores de la UTD que un par de años atrás resolvió buscar mejor fortuna en la Corriente Clasista y Combativa, la CCC, que lidera el Perro Santillán.
Nievas habita una vieja casona de paredes sólidas, macizas, como las de antaño. Nos atiende en una sala que, a juzgar por el moblaje y los objetos que observo, es living, estudio y comedor: una mesa antigua, larga, de madera pesada; una máquina de escribir Remington; biblioteca llena de enciclopedias, diccionarios y carpetas; una cómoda de cajones anchos. Nievas es un hombre de pelo y bigote muy negros, rostro y expresiones que me recuerdan la estampa de Julio César Aráoz, ex funcionario de Carlos Menem. Da la impresión de estar habituado a la charla política, a las entrevistas con extraños. Son varias las generaciones de Nievas que han trabajado en YPF; Juan tiene once hermanos y todos ellos, en algún momento de su vida, han sido empleados de la empresa petrolera. El, sin embargo, tenía otros planes. A los doce años decidió estudiar en un seminario y convertirse en cura, pero su padre profesaba un odio visceral, y a todas luces atendible, hacia curas, santos, iglesia, ritos y todo lo que le trajese a la memoria cualquier tipo de misticismo o religión: su casa se había incendiado a causa de una vela que una noche la abuela había encendido para animar al santo, pero con tal mala fortuna que un golpe de viento la hizo caer al suelo y de la casa quedaron apenas escombros. Juan, entonces, quiso ser aviador; quería saber qué se siente al examinar la vida desde las alturas; pero el padre, una vez más, le frustró el deseo. Los quehaceres celestiales, en fin, no estaban contemplados en su destino, razón por la cual se resignó a continuar con los piés sobre la tierra. Primero, la militancia social, con tinte cristiano, en su barrio; de allí saltó a una profunda admiración hacia Che Guevara, de quien lleva una fotografía en su portadocumentos continuamente; luego, el ingreso en YPF y años de actividad gremial. Hoy, toda su admiración está centrada en el Perro Santillán.
Juan se sume en la circunspección, adopta la pose de un profesor de historia y se pone a remembrar las principales epopeyas de Mosconi. El primer corte de ruta, en septiembre de 1991, cuando la población hizo suyas las calles de la ciudad al grito de “¡YPF no se regala ni se vende, se defiende!”. La pueblada de 1997, que finalizó con la obtención de cinco mil planes trabajar de doscientos veinte pesos. El gesto solidario de la UTD con la población de Tartagal en diciembre de 1999: “El gobierno provincial quería echar 162 empleados municipales de Tartagal, entonces fui hasta allá con otros compañeros y en asamblea se decidió el corte; volvimos a Mosconi caminando, diez kilómetros, éramos cientos, instalamos los piquetes y no había pasado media hora cuando nos llegó la infantería con gases, con garrotes. Me pegaron malamente a mí. Me dieron garrotes en la espalda. La gente se enardeció. Los policías al final pedían disculpas llorando”. Gasta buena parte de su tiempo en la recolección de datos que le permitan demostrar, de manera irrefutable, que Gómez y Justiniano fueron asesinados en el corte de mayo del 2000, y de modo alguno se trató de un accidente de tránsito, como groseramente la prensa local y la policía aseveraron en su momento. “Ya tenemos pruebas de que han sido torturados. Los cadáveres aparecieron en bolsas y esposados, y luego se quiso hacer pasar el hecho como un accidente de tránsito. La madre de Justiniano, que es una mujer muy humilde, empezó a recoger testimonios de vecinos de la zona. Iba ella con un grabadorcito, como si fuera una periodista, y preguntaba. Una señora le contó todo lo que vió. Gomez tenía 19 años, trabajaba de movilero en una radio, estaba en el corte y se habían alejado, junto con Justiniano, para buscar leña. Justiniano era boxeador. Su mujer estaba embarazada cuando él murió. Luego nació una nena”.
Al parecer, las torturas en General Mosconi son cosa común y ordinaria. Juan extrae una carpeta de uno de los cajones de la cómoda y me la alcanza. Son declaraciones judiciales de dos jóvenes que fueron detenidos en junio de 2001, durante el corte, y la posterior represión, donde cayeron asesinados Barrios y Santillán. “Yo venía con mi novia e íbamos a ver qué hacía la gente que estaba cortando la calle dentro de la ciudad de Mosconi”, declara uno de ellos, de dieciocho años, “entonces vinieron unos gendarmes, me agarraron y me dijeron que yo estaba cortando la ruta y me empezaron a pegar en la cabeza, me remontaron el arma y me dijeron ‘te vamos a matar aquí nomás’. Luego me subieron al camión, me taparon los ojos, me decían que yo era francotirador, pero yo no tengo nada que ver con eso. (…) Después me bajaron la ropa, me dijeron que me agachara y me pegaron con los bastones (…) Después, arriba del camión, agarraron una picana y comenzaron a darme corriente eléctrica”. Paso la vista por el otro testimonio: “Yo estaba durmiendo en mi casa y entraron varios gendarmes con bastones, gomas, las pistolas en las manos y me preguntaron si yo tenía armas, después me encapucharon y me llevaron al monte, donde me pegaron patadas y me ahorcaron con una remera vieja que tenía, también amenazaron a mi mujer y mis hijos, después me subieron a un camión donde me siguieron pegando”.
Juan recuerda los sucesos del 17 de junio de 2001 y, entornando los párpados, admite sin rodeos que fue la experiencia que más lo aterrorizó. “Creía que me mataban. Me metieron en una cuatro por cuatro, se metieron en un camino alternativo, oscuro, plena selva, mientras me golpeaban como locos. Por suerte, terminé en una cárcel de Salta”. Hoy maneja 250 planes trabajar y dirige un comedor popular que funciona gracias a los aportes de comerciantes y particulares; vive del pan que fabrica en su casa y vende por el barrio, y, también, de la ayuda económica que le brindan sus hermanas y cuñados. Su alejamiento de la UTD, de la que fue uno de los fundadores en 1996, ocurrió a raíz de disidencias políticas y metodológicas. “Ellos no son muy adictos a las asambleas”, dice, “y yo considero que todo debe ser asambleario. Cuando dejé la UTD ellos me decían: te hubieses quedado, pero bueno, me parece bien que ustedes hagan como ustedes creen que deben hacer las cosas, y yo salí de ellos, pero eso no dice que estemos enemistados ni nada por el estilo”. Echa un vistazo al reloj; el mediodía ya está avanzado. Juan se excusa, en pocos minutos más debe partir hacia una reunión con delegados de la CCC. Ya en el portal de la casa, nos estrecha la mano, agrega: “ A Pepino yo por ahí le digo, no en un tono de reproche, que para mí sería mucho mejor que tengamos ciertas actitudes de prudencia, no por el hecho de que nos sometamos a ciertas cosas, pero sí que prevengamos, porque nos pueden matar más compañeros”.
Otra vez la calle sin sombras, el sopor, y los piés que se apresuran para escapar del sol y ganar la plaza, es decir, los puestos de comida, humita, alguna empanada de veras salteña, un buen bocado que nos reconcilie con el mundo.