Por Diego Leonoff | La figura de Napoleón Bonaparte emergió durante la Revolución Francesa, y con el paso de los años creció hasta convertirse en uno de los símbolos militares y políticos más importantes de la historia de Europa. Como emperador, dominó su país y lo embarcó en una espiral expansionista. En la plenitud de sus recursos parecía no encontrar obstáculos. “No habrá Alpes”, decretó antes de diseñar la exitosa campaña sobre la península itálica. No tuvo la misma suerte cuando hizo caso omiso a todas las advertencias y desafió el inclemente invierno ruso (de los 650 mil soldados que lo acompañaban, solo 40 mil cruzaron el río Berézina durante la retirada).
Estratega y hombre de armas tomar, en su rol de gobernante promovió un nuevo código civil que -entre otras cosas- prohibía los privilegios basados en el nacimiento, establecía la meritocracia en el funcionariado y abogaba por la libertad religiosa. No son pocos los investigadores que le atribuyen haber puesto un cierre a la era de violencia iniciada por la Revolución Francesa, consolidando con mano dura varios de sus preceptos.
El filósofo, poeta estadounidense y contemporáneo, Ralph Waldo Emerson lo llegó a definir como el “apoderado de la clase media de la sociedad moderna, de la muchedumbre que llena los mercados, los comercios, las oficinas, las fábricas y los barcos. Por supuesto, el rico y el aristócrata no lo querían”. En efecto, a su ambición se le opusieron Inglaterra, cuna del capitalismo, y Roma y Austria, centros de la tradición, entre otros.
Inescrupuloso y sanguinario, brillante y osado, Napoleón Bonaparte murió el 5 de mayo de 1821 cautivo en la isla de Santa Elena, no sin antes cumplir su deseo de marcar para siempre con su nombre la historia: “Una gran reputación es un gran ruido; cuanto más se haga, se oirá desde más lejos. Las leyes, las instituciones, los monumentos, las naciones, todos perecen, pero el ruido continúa y resuena en las edades posteriores”.
El camino a Santa Elena
Resulta imposible abordar aquí el complejo e intrincado recorrido que llevó a Napoleón a convertirse en general republicano durante la Revolución y el Directorio, artífice del golpe de Estado del 18 de brumario que lo convirtió en Premier Cónsul de la República y finalmente emperador de los franceses. Lo cierto es que tras una exitosa conquista militar, entre 1812 y 1813 el Este europeo logró poner un freno a sus aspiraciones. Como consecuencia de dicha derrota, y al cabo de unos pocos meses, se vio obligado a rubricar el Tratado de Fontainebleau, donde renunciaba a todos los derechos de soberanía con excepción de Elba (una pequeña isla ubicada a pocos kilómetros de su natal Córcega).
En febrero de 1815, tras escapar de su exilio mediterráneo en Elba, Bonaparte desembarcó en Antibes -en la costa italiana- donde se preparó para retomar Francia. A los 600 leales con que iniciaría su camino hacia París fue sumando cantidad de tropas enviadas por el rey Luis XVIII (hermano de Luis XVI, quien murió guillotinado en 1793) para detenerle. Cuenta un testigo que en una ocasión llegó a encarar personalmente -a caballo y con la pechera abierta- a los soldados monárquicos: “¡Si alguno de vosotros es capaz de dispararle a su emperador, hacedlo ahora!”.
En marzo de ese mismo año, una pintada burlona en un muro de París evidenciaba cómo se fundían el entusiasmo popular ante su inminente retorno y el rechazo popular a la restauración monárquica: “Ya tengo suficientes hombres, Luis, no me envíes más. Firmado, Napoleón”. En pocos meses, aquel emperador fugado lograría reclutar un ejército regular de 140 mil hombres con el que recuperaría la capital francesa sin disparar un solo proyectil.
Entonces la resistencia continental a su figura sería categórica: Inglaterra, Rusia, Prusia, Suecia, Austria y algunos Estados alemanes se aliaron en su contra y lo declararon fuera de la ley. Luego de una serie de victorias pírricas, el destino de Napoleón se sellaría en la batalla de Waterloo, Bélgica, el 18 de junio de 1815.
El emperador depuesto se rindió a los británicos y abdicó en favor de su hijo, Napoleón II Bonaparte, sabiendo de antemano que se trataba de una mera formalidad: “mi hijo no puede reemplazarme, yo mismo no podría reemplazarme. Soy hijo de las circunstancias”. Sus vencedores le asignaron como prisión la lejana isla de Santa Elena, un peñasco en mitad del océano Atlántico azotado por el viento y expuesto a lluvias copiosas y a un calor insoportable.
La muerte
Napoleón arribó a Santa Elena el 17 de octubre de 1815, con 46 años y una salud deteriorada. A sus 51 años, en la tarde del 5 de mayo de 1821, fallecía el otrora modesto teniente de artillería que había logrado poner a Europa a sus pies.
Tan aislada y remota es la isla que lo vio morir que hasta su cadáver tardó cerca de dos décadas en ser repatriado para finalmente cumplir con sus últimos deseos: “Quiero que mis cenizas reposen a orillas del Sena, en medio del pueblo francés, al que tanto amé”.
Sus restos hoy descansan en el monumental complejo arquitectónico de Les Invalides, París, donde la disposición de su mausoleo obliga a los visitantes a inclinarse en modo de reverencia para verlo.
La polémica en torno a las causas
Según la autopsia y los relatos de los pocos que protagonizaron sus dolencias, Napoleón murió de un cáncer de estómago. Investigaciones posteriores corroboran aquel diagnóstico, ya que su padre y una de sus hermanas también fallecieron por la misma enfermedad.
Sin embargo, hace poco más de 50 años, un análisis de sus cabellos reveló la presencia de altos niveles de arsénico, el rey de los venenos durante el siglo XIX. Pero lo cierto es que la teoría del asesinato resulta poco creíble debido a que en aquel entonces dicho elemento químico era utilizado con frecuencia en las pinturas de paredes y medicamentos.
“Muero prematuramente, asesinado por la oligarquía inglesa y su sicario (el gobernador de la isla Hudson Lowe, más conocido como el `Carcelero de Napoleón´)”, acusó agonizante.
Durante la autopsia, además de unos cuantos mechones de pelo, al cuerpo de Napoleón Bonaparte le diseccionaron tejidos intestinales, el corazón y hasta su pene. Rodeado de mitos populares y convertido en reliquia para algunos coleccionistas, el carácter trashumante del miembro del emperador merece un relato aparte.