Por Carlos Fanjul | EL PELO DEL HUEVO
Suenan Los Palmeras en todo Santa Fe, con aquello de ‘no hace falta que les digan que soy raza, por mi piel escapa el alma sabalera’.
Media ciudad aún festeja, y la birra y las caras de éxtasis aún abundan, a sabiendas de que por fin se cortó la sequía tras 116 años de existencia, y de saber también que casi todo el país sintió algo especial, como de justicia, por el titulo alcanzado por Colón en la definición de nuestra liga domestica.
Explíquenle ahora a esos veteranos que a varios días aún siguen derramando lágrimas de alegría, ese falso debate que solo se da en las pantallas televisivas, sobre si el título es de Liga o de Copa, si vale o no vale para sentir la emoción que se sale de sus corazones.
También estuvo bien que fuera un peón de albañil la cara querible de la conquista. Luis Miguel Rodríguez, el Pulga, emergió como el estandarte del logro. Antes, durante y después del triunfo ante Racing, el atacante se hizo querer a base de su talento, sus goles y, sobre todo, su humildad.
Todo tiene que ver con todo, aseguran por ahí los sabios de café.
Alguna vez ya dijimos en estos espacios que uno no cree mucho en eso de que tal o cual equipo represente a una determinada clase social. Es medio como una auto-construcción de los hinchas eso de que “soy el club de los pobres” y “ellos son los de las clases pudientes”. Si no, uno no se encontraría con miles de simpatizantes de River en una villa, y, mucho menos, sería la cara visible de los garcas como Mauricio Macri una bandera boquense.
No es así, la realidad lo vive demostrando. Y en una tribuna, en cualquiera, se mezclan todas las clases sociales detrás de una misma pasión por un color determinado. Pasa en Boca, en Chacarita y en Desamparados de San Juan (que sigue siendo el nombre más glorioso que se le haya puesto a club alguno del fútbol argento).
Pero, como en cualquier pasión, eso carece de toda importancia científica a la hora de los bifes, ya que lo que importa de verdad es lo que siente como identidad el hincha de esos clubes. Siempre tiene que ver con un momento determinado de la historia, más allá de que en la recorrida del tiempo todo se haya entremezclado. Y hasta invertido en muchos otros casos.
Pero la propia historia fundacional de Colon, sí se ata perfectamente a ese arraigo orillero.
El Negro. La propia canción de la banda más famosa de Santa Fe recorre algo de ese camino en alguna de las estrofas menos difundida por estos lares:
“…He nacido en las orillas rojinegras, Yo me entiendo con la gente sabalera// Soy amiga del ciruja y del maestro, con el sordo y con el punga yo me encuentro// Y en mi casa se codean la pobreza y el señor, con el cura, el judío y el pastor// Y aunque me ganara el cielo por cambiarme de color, moriré llevando Negro el corazón…”
Toda una definición de lo que en la gran urbe algún mediopelo llamaría “un negro villero”. Toda una definición de identidad, de orgullosa pertenencia para la hinchada sabalera.
La propia historia contada en la página oficial del club, transita por ese camino. Allí se relata que a fines del siglo XIX el movimiento comercial creciente fue trayendo, como a otras ciudades del país, cantidades de trabajadores ingleses que, a poco de radicarse, nos inocularon su deporte preferido. El muy barato juego del fútbol, que fue rápidamente adoptado por las clases más bajas de la sociedad. Historias similares se repitieron a lo largo y a lo ancho del país todo. En el caso santafesino, el protagonismo lo adquirió un grupo de pibes de las orillas ribereñas que se apropiaron de un “campito” cercano al Paraná para ir avanzando en la creación de un club. Campito que una y diez veces fue arrasado por las frecuentes crecidas del río, pero una y otra vez fue defendido a muerte por ese piberío fundador del nuevo club (hasta que más adelante en el tiempo, las aguas sí les llevaron todo y, entre eso y el crecimiento edilicio de la zona portuaria, los pibes se vieron obligados a trasladarse al lado opuesto de la ciudad, donde hoy reside el estadio Brigadier General Estanislao López).
Lo llamaron Colon, porque ese era el tema que debían estudiar ese 5 de mayo de 1905 y que a alguno de los pibes –Juan Rebechi, por caso- les había impedido asistir esa tarde por severa orden materna.
El tema de los colores de la camiseta, registra también una curiosa concreción. Juntando plata de aquí y de allá, los pibes mandaron a confeccionar las camisetas a una textil rosarina con precisas indicaciones: mitad negra a la derecha y mitad roja a la izquierda, pero para sorpresa de todos, cuando las recibieron, notaron que hubo un error en su confección. Se invirtieron los colores –al derecho rojo y al izquierdo negro-, enojo, planteos de que se obligue al cambio por la similitud con la camiseta del ya fundado Newell’s rosarino, pero la triste aceptación de bolsillos flacos hizo que pronto se acordara dejarlas como estaban.
Eso sin pensar que la cuestión les iba a traer un gracioso inconveniente al poco tiempo, cuando descubrieron que otro equipo de la zona estaba usando los mismos colores. La resolución fue rápida y con los códigos bien imperantes de cualquier barrio: ‘Juguemos por la camiseta’. El partido lo ganó Colón y, más allá de que los libros de historia futbolera no lo cuenten, ese había sido el primer titulo conseguido por los sabaleros. ¿La copa? quedarse con la camiseta sangre y luto.
El tiempo trajo al Sabalero hasta este título atravesando alegrías y golpes por igual. La épica victoria frente al Santos de Pelé, el Cementerio de los Elefantes, el primer ascenso en el ’65, algún descenso, el estadio hundido por el Salado, la final perdida en Paraguay. La vida misma de un orillero…
El albañil. Decíamos que estaba muy bien que haya sido el Pulga la gran estrella de este Colón campeón. El pibe albañil desde los 8 años que ayudaba a su papá, Pedro, y a otros 8 hermanos que engordaban la pobreza de esa familia de la pequeña Simoca, al sur medio perdido de la capital tucumana. Que tuvo una prueba en Italia a los 13 años de su incipiente talento como futbolista y luego fue convocado por el mismísimo Real Madrid, al que nunca llegó por una rara jugada de un representante que lo dejó varado en una estación de trenes europea, sin saber como se hacia para volver a la Argentina. Volteretas del extraño negocio del fútbol, que lo decidieron a retornar a su trabajo de peón en obras de construcción de su pueblito seguro y querido al que siempre esta volviendo. Y a jugar con los colectiveros de la UTA por 400 pesos.
El mismo Pulga, ya estrella y endiosado hoy por todos, que no dudó en su consagración del viernes último en rechazar toda la catarata de elogios personales que las cámaras le tiraron por la cabeza a la hora del éxtasis: “A mi no, a todos estos pibes. Al pibe Farías que jugó igual a horas de perder a su papá, y a cada uno de los demás compañeros. A ellos sí hay que hacerles un mural en la entrada de la ciudad o en el puente colgante –existe en Santa Fe una historia de enojos por un mural en el que se destaca a Los Palmeras más que a nadie, y que, para peor, fue hecho por un artista con varias denuncias de violencia machista, repudiada por todos-. A mi no muchachos, a todo este plantel, porque la gloria no se compra, no hay plata que pague esta felicidad santafesina. Y la que hay en mi Simoca, donde quiero estar ya para abrazarme con cada uno de mi pueblo”.
Con aquellos que lo vieron hacer una mezcla de cal y arena, cuando todavía le faltaban brazos para agarrar la pala y el fratacho. Y que ahora lo volvieron a recibir como el pibe que fue.
Iguales a quienes hoy en Santa Fe lo ven como un símbolo perfecto de aquella raíz fundacional que “se codea con la pobreza y el señor, con el cura, el judío y el pastor…”