Hoy desperté descuadernado. Es que dormí metido en un traje de boletas, sobre un colchón de boletas, la cabeza apoyada en una almohada de boletas, luego de haber devorado boletas al ajillo, bebido vino de boletas y escuchado a decenas de hombres boleta. Soñé que del cielo caían boletas de todo color y cientos de números de listas. Del cielo caían candidatos a candidato de lo que fuere. De profesión, candidato. Sonaban como granizo sobre las chapas del techo. Granos de hielo que rodaban hasta el suelo y no se derretían. Perduraban unos segundos y de pronto desaparecían. La calle de adoquines llena de candidatos/boleta/hielo. Y el río de la Plata no era más que un río de boletas. Los pejerreyes intentaban hacerse camino entre las boletas y los pescadores usaban boletas a modo de carnada. En el almacén envolvían los huevos con boletas, también la mortadela. Los chacareros liaban sus cigarrillos de tabaco fresco con boletas. Soñé que Einstein salía del ropero, me entregaba una boleta: “Sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. No sé cuál va primero”, y suplicaba mi voto. Las hojas de los paraísos y de los plátanos eran boletas apergaminadas. Los vecinos habían sufrido una transfiguración demoníaca y ahora tenían los rasgos de los rasgos de los candidatos boleta. En el crepúsculo del sueño bandadas de boletas silvestres iniciaban su viaje hacia las islas vírgenes de boletas. Y los contrabandistas de imposturas no hacían más que contrabandear bolsas de consorcio repletas de boletas. De una orilla a la otra del abismo.