Por Néstor Espósito | El Poder Judicial argentino no sólo es arbitrario. También es azaroso. Bien podría hablarse de una “justicia de bolillero”, en la que si la fortuna determina que interviene el juez Juan su fallo tendrá un sentido, pero si toca la jueza María, ante el mismo caso, la decisión podría perfectamente ser todo lo contrario.
Cuando sucede que ante una misma situación dos jueces de igual jerarquía fallan en sentido opuesto el uno del otro, la jerga judicial denomina a eso “strepitus fori” o, en criollo, “escándalo jurídico”. Si la ley es igual para todos, no puede haber un criterio para juzgar diferente ante situaciones análogas.
Pero el sistema prevé mecanismos para evitarlo o solucionarlo. El tribunal que revisa ambos fallos fija el criterio a seguir, lauda a favor de la tesitura de uno o del otro y eso (si bien no es de cumplimiento obligatorio) ordena las diferencias, las alinea. Algo así como “de ahora en más se hace esto”, y los jueces que antes no se ponían de acuerdo en lo sucesivo no tienen más remedio que hacerlo, so pena de que les anulen o revoquen todos los fallos e incluso los sancionen.
El problema surge (y ya surgió gravemente esta semana) cuando algo más o menos parecido ocurre en la Corte Suprema de Justicia, porque no hay una instancia superior que corrija las contradicciones. Es la máxima instancia.
En su último acuerdo, el alto tribunal dispuso mediante un fallo para el que fue necesario recurrir a un conjuez (como la Corte tiene actualmente cuatro miembros, el número par a menudo termina con empates) para resolver que la tenencia de drogas para consumo personal y en un marco de privacidad en el interior de una cárcel no es un delito.
Bajo el ropaje de una decisión orientada a la apertura hacia las libertades individuales en materia de consumo de estupefacientes (no de venta, ni de tráfico), se oculta un escándalo que podría replicarse en otros temas que la Corte deba resolver como último intérprete de las leyes. Ese fallo sobre los presos y las drogas es exactamente lo contrario de lo que la propia Corte fijó como doctrina –efímera, por cierto- hace menos de un año, el 9 de setiembre de 2021.
En esa oportunidad, al revisar el caso de un detenido en una cárcel de Entre Ríos a quien, en una mudanza de celda, le encontraron en un colchón 16 cigarrillos de marihuana, la Corte había dicho que eso sí era delito. Básicamente, porque al ser un lugar de encierro, donde difícilmente exista un ámbito de privacidad completa, fumar marihuana podría contaminar el aire común y afectar la salud (y la voluntad) de otros presos. Entonces, si una persona estando en libertad fuma un porro en el living de su casa no comete delito, pero si lo hace un preso en el interior de su celda sí lo comete.
Eso decía hasta ahora la Corte. Hasta que el martes pasado resolvió que “donde dije digo, digo Diego” y borró de un plumazo aquella teoría y determinó que otro preso, en la misma cárcel pero con ocho cigarrillos de marihuana tampoco comete delito. Es decir equiparó su situación con la de las personas en libertad, que ya desde antes no resultaban punibles por la tenencia para consumo personal.
Aquel preso de la primera causa fue condenado a dos meses de prisión y esa sentencia tiene fuerza de cosa juzgada. En cambio a este preso del segundo expediente le acaban de revocar la condena a dos meses de prisión por el mismo delito. Strepitus fori.
¿Qué fue lo que pasó? El primero de los fallos contó con el voto de la ex jueza de la Corte Elena Highton de Nolasco. Fue una de sus últimas intervenciones en el alto tribunal antes de jubilarse, cuando ya había superado los 75 años de edad y sólo permanecía en el cargo violando la Constitución Nacional por la que había jurado gracias a una medida cautelar que contó con la anuencia tácita del gobierno de Cambiemos.
Highton votó junto con Horacio Rosatti y Juan Carlos Maqueda, en tanto que Carlos Rosenkrantz y Ricardo Lorenzetti se habían inclinado, cada quien por sus propios fundamentos, por la despenalización de hecho de la tenencia para consumo aún adentro de los establecimientos penitenciarios.
Pero Highton renunció y entonces la votación, ante un caso similar, estaba dos a dos. La Corte recurrió a un conjuez, el presidente de la Cámara en lo Civil y Comercial Federal Guillermo Antelo, quien resultó elegido para ese expediente por sorteo.
Antelo falló en el mismo sentido que Rosenkrantz y Lorenzetti, entonces de golpe la minoría pasó a ser mayoría, y viceversa. La cabeza del Poder Judicial, por obra y gracia de la mirada de un conjuez, dejó sin efecto la jurisprudencia que la misma Corte, sin ese conjuez, había establecido un año atrás.
¿Por qué se habla de “justicia de bolillero”? Es absolutamente posible que en el futuro llegue a la Corte otro caso de un preso condenado por haber consumido drogas en un penal. Nuevamente los jueces titulares estarían empatados dos a dos (porque sería ilógico suponer que alguno repensara y modificara su criterio. La terquedad es una característica propia de los jueces) y entonces habría que recurrir nuevamente por sorteo a un conjuez.
Los conjueces se eligen entre los presidentes de las cámaras federales de todo el país. ¿Qué pasaría si resultara elegido un juez que coincide con el pensamiento de Rosatti y Maqueda? Pues ocurriría que esta postura que quedó consagrada ahora se revertiría nuevamente y lo que hoy no es delito volvería a serlo prontamente.
Ningún poder puede construir confianza sobre la base de sus contradicciones. Y mucho menos a nivel máximo, como lo es la Corte Suprema, uno de cuyos objetivos es el de fijar criterios unívocos que generen aquello que tanto cacarea el poder real: la “seguridad jurídica”.
Hay, por cierto, temas en los que todo está más que claro y no hay contradicciones. Cuando se trata de dirimir a favor o en contra del poder real no hay fisuras. Y si se trata de debatir si los jueces deben o no pagar el impuesto a las ganancias, tampoco.
Algo es algo.
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Néstor Espósito: @nestoresposito