Por Carlos Saglul | ¿Quién no recuerda el caso de la familia Pomar, desaparecida en un viaje entre Lujan y Pergamino? A medida que pasaban los días y era imposible dar con el paradero del matrimonio y sus dos hijos, se tejieron en la prensa innumerables versiones. La preferida colocó al jefe de la familia bajo la piel de un encubierto psicópata asesino que finalmente “estalló” matando a los suyos. Nadie explicó por qué la policía rastrilló mil veces la zona sin encontrar el auto accidentado. En todos los casos sucede lo mismo.
Mucho se dijo alrededor de la muerte de Nora Dalmasso. La prensa se ensañó con su vida, mostró a sus amantes y a las amantes de su marido. Revolvió entre su ropa, buscó juguetes sexuales, rincones oscuros en su alma. Después de muerta la violó y humilló una y mil veces. Se saciaron, quizá, cuando la hipótesis pasó a ser que el violador y asesino era su hijo. Alguien reparó que era homosexual. Pero no importó, ya habían destruido su vida.
Hay cierta prensa que, después que pasan los verdugos, disfruta con la carroña. Con cada víctima se repite el manual de procedimientos. El Estado ineficiente no puede resguardar la seguridad del ciudadano. Y entonces en lugar de indagar en la poca efectividad policial y judicial devenida de su generalizada corrupción, se pone eje en el discurso de la revictimización.
Con Anahí Benítez volvió a suceder lo mismo. En una nota los maestros de la adolescente su preguntaron: ¿Por qué se centró la búsqueda en el entorno? Si tenían pistas, ¿por qué no rastrillaron con la correspondiente cantidad de perros, y allanaron cuando Anahí estaba viva? ¿Por qué citaron a sus amigos y compañeros, todos menores de edad, una y otra vez, de día, de noche, de madrugada? Investigaron el entorno, revictimizaron a la víctima, nos mostraron una Anahí depresiva, obsesiva, un profesor abusador, perverso, sin escrúpulos, comprometido con el asesinato.
Si tenían pistas, por qué nos distrajeron, por qué no actuaron durante los cuatro días que Anahí estuvo viva, cuando todos la buscamos, cuando marchamos, cuando volanteamos, cuando nuestras voces se transformaron en un solo grito: ¡Viva la queremos!
“Vivo lo queremos», gritan los familiares del joven Santiago Maldonado en las movilizaciones que se realizaron en todo el país. Como en esta nueva desaparición era imposible cargar las tintas sobre la trayectoria de Santiago, quien ni siquiera era militante, los medios se encargaron de meternos en medio de una guerra imaginaria.
Infobae mostró el poderoso arsenal de los mapuches: serruchos sin filo, cuchillos mellados y un hacha rota. Clarín aportó lo suyo con una foto del líder de Resistencia Ancestral Mapuche llamando a la rebelión. Y ya en el colmo del delirio coronó toda esta puesta la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, declarando que no se va a permitir la instalación de un Estado Mapuche en la Argentina como resultado del accionar de estos «violentos». Después realizó reflexiones aún más traídas de los pelos sobre el financiamiento que recibe de Inglaterra la organización mapuche, Malvinas, etcétera. ¿Titularán la semana próxima los medios masivos denunciando: “Invasión mapuche por la frontera chilena con apoyo de la aviación británica”?
“En algo andarían”, se justificaban los crímenes durante el Estado terrorista. Los diarios de mayor circulación se hacían eco de falsos enfrentamientos. Las revistas publicaban confesiones obtenidas en la tortura. Se repetían conferencias de prensa armadas por los servicios de inteligencia con supuestos “guerrilleros arrepentidos”.
Un Estado que desaparece es un Estado terrorista. Un Estado que no garantiza la seguridad de sus ciudadanos y, en su lugar, se ensaña con las víctimas a través de medios cómplices está al servicio de la impunidad. Ya es hora de que nos preguntemos ¿cuánto de la ideología que sustentó a la dictadura y el genocidio está viva hoy?