En una nueva presentación de la sección Funes el memorioso, Hernán López Echagüe facilita un texto del prestigioso escritor uruguayo Carlos Liscano, ex director de la Biblioteca Nacional de Uruguay, publicado en El País Cultural, en Montevideo en agosto de 2007.
Uno
En 1980 yo estaba en un calabozo y sabía poco y nada de cómo y por qué se escribe una novela. Acerca de lo primero, cómo, creo que he aprendido algo. Lo segundo, por qué, es una pregunta para la que he encontrado muchas respuestas, que es una forma de decir que no he encontrado ninguna. Siempre había deseado escribir un libro, una novela. Nunca había encontrado tiempo, ni motivo, ni una historia para contar. Lo que me ocurrió en 1980 fue que necesitaba hacer algo para seguir viviendo. Estaba en una cárcel. Dentro de la cárcel había un lugar, una “casa”, aislada de todo y de todos los demás, donde metían a los presos que eran castigados. En una cárcel abundan los motivos para castigar. En una cárcel militar para presos políticos los motivos no son necesarios: se castiga por cualquier cosa. Está claro que yo no era inocente, ni nunca lo fui ni lo soy ahora. En 1980 me tocó estar meses allí, castigado, en el calabozo. En condiciones de aislamiento duro el delirio es inevitable. También puede ser saludable. Pero en el delirio habita la tentación de la locura, que atrae como casi ninguna otra cosa en este mundo. En aquel lugar de castigo, al que con justicia llamaban “La isla”, el individuo regresaba a una soledad sin límites. Para poder controlar mi delirio de 16 horas por día decidí que iba a escribir una novela. Como no tenía papel ni lápiz (en realidad no tenía ni luz, ni agua, ni nada, más que mi cuerpo) me pareció que podía escribir una novela mental. ¿Por qué no? De inmediato me puse a escribir. Entonces el delirio se hizo inmenso, poderoso, inabarcable. Pero era un delirio que yo controlaba. O que me parecía que podía controlar. Meses estuve escribiendo mi novela mental. Los carceleros de “La isla” que me llevaban la comida no se daban cuenta de que yo ya no estaba solo. Me veían a mí, el de todas las horas, y eso los tranquilizaba. Pero no veían que también había otro, al que yo había puesto a delirar por mí.
Dos
Escribir es una tarea poco seria. Un individuo adulto dedica cientos o miles de horas de su vida a contarse historias. Nunca termina de creer que eso que está haciendo sea necesario para nadie. Muchas veces se hunde en el pantano de la duda: ¿por qué, para qué? Puede vivir meses preguntándose, meses en los que no escribe. Pero luego volverá a lo mismo, a ese trabajo sin sentido, sin explicación, que nadie le exige ni le pide.
Se escribe porque falta un libro. Porque uno cree que falta un libro. Esto no lo sabía cuando empecé a escribir. La noción de “libro que falta” es imprescindible para ponerse a escribir. Porque si no se cree que alguien debe escribir ese libro que no existe, ¿para qué escribirlo?
Quien se pone a escribir ha leído mucho. Ha elegido la zona de la literatura que más le interesa. Ha seleccionado los libros que vuelve a leer de vez en cuando. Siente que ese universo es creación suya. Lo ha creado a lo largo de muchas lecturas. Allí están los libros y los autores que le son propios, que él vincula consigo mismo por afinidades íntimas. Pero un día, un día cualquiera, siente que en la serie falta un término, un libro que debería ser la continuación de otros. No se lo dice así, pero lo siente. Es tan inmenso el hallazgo que el individuo no se da cuenta de que en ese momento va a dejar de ser quien es para transformarse en otro. A mí me pasó en un calabozo. De pronto, aquel día de 1980, yo ya no estaba solo. Éramos dos: yo, el que siempre había sido, y el otro, el que yo inventaba para controlar mi delirio y que enseguida comenzó a delirar por su cuenta. Hasta hoy.
Tres
Escribir es inventar a un individuo que no existe, el escritor. Hay un ciudadano que lleva una vida más o menos normal, más o menos burguesa, más o menos anodina, y un día decide inventar a otro, el que va a escribir una obra maravillosa. O una obra mediocre. Pero será un individuo que dedicará su vida a escribir. El inventor continuará con su vida, la de siempre. Irá al trabajo anodino de todos los días y cumplirá con las obligaciones y servidumbres de todos los días. El único deseo del inventor es que el otro, el escritor que él está inventando, tenga tiempo para escribir el libro que no existe. Con los años y el esfuerzo y los libros y la buena suerte, el inventor desaparece y solo queda el inventado. Entonces el inventor comienza a sentir nostalgia por aquellos tiempos en que él tenía existencia propia y el inventado no dominaba su vida. Nostalgia de los tiempos en que leía para llenarse el espíritu y no para ver cómo era que escribían los otros. Nostalgia de su primer libro, aquel que nadie había escrito y que él iba a demostrar que faltaba.
La nostalgia por el libro que falta no se termina nunca. Por eso nunca se escribirá el último de todos los libros. Siempre habrá alguien que sienta que falta uno. Por eso el libro que falta todavía está por escribirse. Quien piensa que ha escrito el libro que faltaba, al poco tiempo sentirá que ha fracasado y pensará que sigue faltando uno, el libro propio, que ya sabe que nunca podrá escribir. Porque no hay un libro: lo que hay son los libros. Unos justifican la existencia de los otros. Porque escribir es innecesario y es imprescindible. Porque escribir es elegir integrarse a una tradición de siglos. Uno quiere que su librito encuentre en esa tradición un sitio pequeño, junto a los libros que admira.
¿Y el libro que faltaba? Es el que alguien, en algún lugar, escribe en este momento.
(*) Carlos Liscano (Montevideo, 1949) es narrador, poeta y dramaturgo. Entre otros libros de narrativa ha publicado La mansión del tirano, Memorias de la guerra reciente, El camino a Itaca, Agua estancada y El furgón de los locos. En poesía, Miscellánea Observata y La sinuosa senda; en ensayo, El lenguaje de la soledad, y varias obras de teatro. Ha sido traducido al francés y al inglés.
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