Redacción Canal Abierto | “En la historia de la humanidad hubo grandes líderes, Thatcher lo fue, como Regan, como Churchill y otros”, lanzó Javier Milei en el último debate presidencial antes del balotaje.
Se trató de uno de los tantos pasajes en los que Sergio Massa logró arrinconar al candidato de La Libertad Avanza. Como en tantos otros, con éxito: y es que, terminado el cara a cara, “Margaret Thatcher” fue el nombre más buscado en Google por los argentinos.
Como era de esperarse, el actual ministro de Economía aprovechó para recordar el rol de la ex primera ministra británica durante la guerra de Malvinas: “Thatcher es una enemiga de la Argentina, ayer, hoy y siempre”. Acto seguido, Milei intentó construir un salvoconducto retórico confuso que incluyó una metáfora deportiva en la que no faltaron errores y una cuota de desprecio al reclamo territorial nacional.
Malvinas no es un partido de fútbol.
El hundimiento del Crucero General Belgrano fue un crimen de guerra. Y quien lo ordenó, Margaret Tatcher, un enemigo de la Argentina. #DebatePresidencial #DebatePresidencial2023 #DebateArgentina #SioNo pic.twitter.com/ShfekE03w6
— Canal Abierto (@canalabiertoar) November 13, 2023
Ahora bien, ¿quién fue Margaret Thatcher y por qué es una de las figuras políticas globales más detestadas por los argentinos? Lo segundo resulta sencillo de entender: su nombre es sinónimo de Guerra de Malvinas, el conflicto militar que se desarrolló durante un mes y medio y que culminó en la derrota argentina y la muerte de 650 de nuestros soldados.
Como si no fuera poco, una de las acciones de este cruento enfrentamiento la ubica en la mira de la historia por su responsabilidad en el hundimiento del crucero General Belgrano, y con él a 323 tripulantes.
El 2 de mayo de 1982, la entonces primera ministra dio la orden de que el submarino HMS Conqueror torpedeara al buque de la Armada Argentina, a pesar de que en ese momento navegaba fuera del área de exclusión fijada por Londres. De acuerdo al derecho internacional, estamos hablando de un crimen de guerra que nunca fue juzgado.
“Sé que hundirlo fue lo correcto y lo haría de nuevo”, reivindicó años más tarde Thatcher durante una entrevista en la que el periodista David Frost insistió varias veces sobre el innecesario ataque contra el buque.
A todo esto, hay que agregar el plan secreto del gobierno británico para bombardear territorio continental, incluida la Ciudad de Buenos Aires.
De todos modos, no fue su accionar y el mando al frente de la guerra contra nuestro país el único dato saliente en la vida de quien pasaría a la historia bajo el apodo de la Dama de Hierro.
Durante sus 11 años en el poder, la Primera Ministra se limitó a seguir con poco criterio las recetas más polémicas y radicales de un conjunto de economistas neoliberales continuamente reivindicados por Milei, como el norteamericano Milton Friedman o los austriacos Friedrich Hayek y Ludwig von Misses. Todos ellos, caracterizados por su fanatismo anti-Estado y por su adoración al libre mercado.
¿Los resultados? Industrias previamente estables en la minería, la manufactura, el acero y más desaparecieron, y con eso la virtual desaparición de las comunidades que dependían de esos empleos. El ensanchamiento de la brecha entre regiones pobres y prósperas del reino vía reducciones impositivas a los más ricos, incrementó fuertemente la desocupación y deterioró el poder adquisitivo de los salarios, privatización de servicios públicos a mansalva y desmantelamiento de un andamiaje de seguridad y protección social que hasta entonces era un faro para las economías desarrolladas, entre otras cosas.
Para imponer su visión ortodoxa de la economía, avanzó contra sindicatos y reprimió duramente todo tipo de oposición a su programa. El conflicto más icónico –y que mejor ilustra su manodurismo– fue el despido, en 1984, de 20 mil trabajadores del carbón y la declaración de ilegal de las protestas obreras.
Unos años antes, se había mostrado inflexible ante las huelgas de hambre de los republicanos irlandeses prisioneros en Irlanda del Norte. La medida fue desconvocada después de que diez prisioneros fallecieran ante la indiferencia de Thatcher, lo que terminó desencadenando en una radicalización del conflicto independentista y el ascenso del Sinn Féin, hasta entonces un partido minoritario, en una fuerza política de primer orden.
Y por si faltar otro botón de muestra, fue amiga y principales defensora del dictador y genocida chileno Augusto Pinochet. “No sé cuándo o cómo terminará esta tragedia. Pero lucharemos el tiempo que tome para ver al senador (Augusto) Pinochet que vuelva seguro a su país. Los chilenos pueden descansar seguros que, sin importar cómo contemplativamente se comporta el gobierno laborista, los británicos aún creen en la lealtad a sus amigos”. Con esas palabras, Margaret Thatcher defendía al exgeneral detenido en Londres, en la conferencia del Partido Conservador, en octubre de 1999.
La cruel imagen que construyó de sí misma, la dureza de sus posiciones –en muchas ocasiones, sobreactuada e innecesaria- y los resultados económicos desastrosos de su gestión hizo que en una de las elecciones de medio término se popularizara el slogan: “Si Maggie es la respuesta, la pregunta debió ser muy tonta”.
De hecho, su antecesor al frente del Partido Conservador llegó a hablar de ella como “esa condenada mujer”, mientras que otro ex primer ministro –Harold Macmillan– no dudó en caracterizarla como “una tirana brillante rodeada de mediocridad”.
En 2012, cuando murió a los 86 años, trabajadores ingleses salieron a las calles a celebrar su deceso. Lo mismo hicieron hinchas de equipos de fútbol en Escocia, una de las naciones más perjudicadas durante su gobierno.
En su ciudad natal, Grantham –en el este de Inglaterra–, su estatua es a menudo blanco de ataques. Mientras en Argentina, el país que guerreó y tierra en la que nacieron sus 323 víctimas, hay un candidato a presidente que la venera. La confusión es total.