Canal Abierto continúa con la publicación de cada uno de los capítulos
del libro Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]II.[/mks_dropcap]
En el tiempo primero, en esa época de alumbramiento que Mandrake te soltó de pronto, hablabas y al parecer te escuchaban, mirabas y al parecer te miraban, dabas la mano y al parecer te la tomaban. Mundo ideal, mundo redondo y justo. Había orejas y bocas y voces nuevas, palabras que nunca en tu vida habías escuchado. O tal vez las habías leído en alguno de los libros que tu hermano Gonzalo, siete años mayor que vos, te dejaba sobre la mesa de luz después de sacar los que tu mamá te recomendaba y encajaba. Una mañana, en el lugar de Stevenson te encontrabas un ensayo de Mao, tipo táctica y estrategia, que la táctica es a la estrategia lo que los pasos al caminar; al día siguiente, de Dickens no había quedado en pie siquiera una chimenea y en su lugar andaba algo de Cooke (¿Apuntes para la militancia?), que la violencia revolucionaria es amor a los hombres traducida en odio hacia quienes causan su desgracia. Vaya palabras. Qué ausencia de sentido común el tuyo, qué vida al pedo, muchacho. ¿En qué lugar del mundo andabas metido? Llegaste tarde, tarde, muy tarde. Como siempre. Tarde a todo, a destiempo. Eras un idiota. Apuesto que de esas lecturas sacaste esas palabras raras, tan inexploradas, que tiempo más tarde no pronunciarías, porque te parecían declamatorias, cursis, mersada pura, pero te propondrías hacerlas, darles sentido, un soplo de color. Hasta creíste en algún momento que las estaba haciendo, que las estaba ejecutando, convirtiéndolas en hecho. Compromiso, entrega, revolución, compañero, lucha. De los días que Mandrake acaba de recordarte que siempre serán tus días, y de los que pretendías deshacerte, hay muchos que nunca podrás ahogar. Cuando dos días eran un minuto y sentirse un tipo enorme frente a los otros y andar por las calles de Buenos Aires de pecho inflado, nunca antes tan seguro de los pasos que estabas paseando, de los metros que andabas corriendo, era un estremecimiento continuo, y a la vez un abrigo, un territorio de pertenencia.
Ahora soy viudo y a los viudos de veras, de esos que se apoltronan en la viudez como una tórtola, nos tratan con un acento de clemencia. Vivo en un estado de viudez definitivo. Ahora, de pronto, apenas eché a rodar estas páginas, ¡Mandrake de mierda!, resulta que soy viudo de Chiche y de Lennon. Tal vez, también, ya veremos, de Tony. Y ya venía viudo de país, de barrio, viudo de idioma y de paisajes. De orejas conocidas. Viudo de sabores y de comidas y de certezas y convicciones. Viudo de la avenida Corrientes y de La Giralda. Viudo de madre, porque de mi padre, buena fortuna, había enviudado hacía años. Viudo del Oveja Valladares. De mis hermanos. Viudo de los bares en los que nos encontrábamos. Todos, y decir todos no es un decir: todos los que andábamos en la ronda de la cosa de rondar, hacer, apurar el abrazo. De tanta viudez, andaba casi de metejón con la ausencia. Nunca me había metido en el luto. No había luto posible. De negro, de borracheras, de espacios y horas negros, andaba hacía tiempo en Sao Paulo. Viudo, también, de colores. Brasil no tenía colores. Sao Paulo era de un gris que amargaba, una nube de humo y grasa y alboroto de miseria que bajaba de los morros, serpenteaba por las calles y las encrucijadas de los barrios residenciales, por los toboganes de la bohemia del Bixiga, y como agua de sentina impregnaba los rascacielos y los ojos de los oficinistas del centro de la ciudad. Sao Paulo era la geografía de la cerrazón y el aturdimiento. Los colores se habían marchado a otra parte. Viudo de tabaco negro y de elección. Una elección mutilada. Porque una de las opciones era imposible. Volver. Viudo de esa cosa de las voces siempre voces, las que vagan por la cabeza a cada momento, las voces que son voces y no una disfonía a la que uno responde con un movimiento mecánico de la cabeza. Viudo de plazas y de calles. El luto me suena a estado natural. Pena, duelo, tristeza, ganas de mandarse mudar. Cuando te pasa lo que pasó, todo se desmorona. Esa frase insulsa del antes y el después, tiene su fundamento entre los que militábamos en los setentas y ahora seguimos por estos pagos con una culpa que nos devora. Porque estamos vivos y ellos, los otros, nuestros amigos, nuestros compañeros de militancia, no lo están. Viudez de baldosas y de esquinas. De esos buzones rojos y retacones con ranura y párpado de metal. Viudez de los sonidos de cada mañana que uno reconocía. Bocinas, gritos, palabras de los vecinos echadas al viento. Viudez de los colectivos y del ríomar sucio de la costanera. La viudez como estado natural de la vida. Sin familiares cercanos que al menos puedan fingir un pésame. Sin ceremonia ni entierro, sin cuerpos que mirar. Viudez de pensamiento y de música. Chau Sui Géneris, chau Pastoral, chau Vox Dei y Aquelarre y Quilapayún y El dúo salteño. De repente te caen en malón Elis Regina, Veloso, Chico Buarque, Milton Nascimento, Ney Mattogrosso, Geraldo Vandré, todo bien con ellos, pero qué de mi pertenencia, qué de las racimos de voces de mi fábula porteña, qué de la revolución tuya y solamente tuya. A la alcantarilla del reino de los carajos se habían ido los sonidos de una adolescencia que no había sido adolescencia. Había sido madurez prematura. Luto. Cosa de ropas negras, ¿no? El luto sin negro no tiene sentido. Nadie, ninguno de nosotros andábamos de negro cada vez que nos decían, y lo sabíamos, que a tal y cual se lo chupó la dictadura. Y así andábamos, lunáticos sin luto, soldados desarmados, o a veces armados para algún operativo, todos sin mirar hacia un lado u otro, la vida corría breve y rápida, sin respiro. ¿Valía la pena seguir vivo cuando a nuestros compañeros se los estaban llevando como si fueran muñecos de kermés? Sí, claro. Valía la pena. Y el que no pensaba de esa manera era una bazofia, un traidor al que debíamos darle la espalda, y si eras miliciano montonero y habías decidido poner los pies en polvorosa, entonces te juzgaban, te sometían a un juicio sin jurado ni defensa; imaginate, vos solo frente a dos oficiales de la organización, me los figuro con el birrete azul, las manos entrelazadas a la espalda, moviéndose de acá para allá en un cuarto a media luz, borrachos de majestad y poder, y vos, acurrucado en una silla, intentando fundamentar de modo dialéctico tu miedo, el miedazo que se te ha instalado hasta los huesos. Eso pretendían hacer conmigo. Chau.