Canal Abierto continúa con la publicación de los capítulos del libro
Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.

 

XX. El viejo Santiago tiene coraje. Está ahogado en nubes que bajan del cielo y vapores que salen del agua, agredido por olas de dos metros, acorralado por la soledad, pero el viejo tiene coraje y es testarudo. Ese formidable pez espada no se le va a escapar. Uno quiere ser Spencer Tracy, no tanto quizá por perder tanto el tiempo persiguiendo a un pez, sino por su perseverancia, por las arrugas de convencimiento que el tipo tiene en la frente: no me van a derrotar, no me iré de este mar de mierda sin mi presa.

De pronto la pantalla se hizo negra y en el televisor apareció un militar y no sé cuántos más y la voz en off dijo: “Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones. Firmado: Jorge Rafael Videla, teniente general, Comandante General del Ejército; Emilio Eduardo Massera, almirante, Comandante General de la Armada; Orlando Ramón Agosti, brigadier general, Comandante General de la Fuerza Aérea”.

Marcha militar de fondo.

Estábamos en el cuarto de la China, echados los dos en su cama, en su casa, en su departamento de su madre de Santa Fe y Pueyrredón. La China puso cara de terror. Golpe de Estado. Los militares tomaron el poder. La cosa se pone difícil. No, de modo alguno. Después de la conmoción que claro te ataca cuando pasan esas cosas, pensé que era mejor. Ahora estaremos cara a cara. Cara a cara. Ahora hay un enemigo sin disfraz democrático. Y lo vamos a vencer. Horas más tarde me fui de la casa de la China a cumplir mi horario en la Bolsa de Comercio, donde trabajaba de pizarrero. Estaba cerrado. El canillita de la esquina me dijo: “Pibe, ¿no sabías que hubo un golpe y los garcas hoy no cotizan?”. Medité más de una hora sobre las ventajas y desventajas que nos podía traer el golpe mientras desayunaba un café con leche y medialunas de grasa en el bar Suárez, en Maipú y Corrientes. No encontraba más que beneficios y provecho: nos estaban secuestrando y torturando y matando los de la Triple A, que estaban a la orden del gobierno, que eran invisibles, y ahora los militares iban a estar encima nuestro. El poder de veras, el poder sin límites. Pero al menos te hacían caer en la cuenta de que lo que estabas haciendo era ya un acto de resistencia contra una dictadura. Los dictadores ahora tenían uniforme y andaban a cara lavada. Ya nadie podría acusarnos de tener una conducta antidemocrática. Al diablo las disquisiciones políticas. Sabíamos que contábamos con el apoyo de miles de personas que por años nos habían visto en las barriadas blanqueando un muro, construyendo una casilla, hablándoles de sus derechos, que sonreían cuando llegábamos al barrio y nos festejaban con tortas fritas y mate cocido. Y uno no había hecho más que darle una mano de pintura a un par de paredes.

Días y días sin reuniones de ámbito o célula, a menos que fuera para tramar algún operativo. Nunca más encuentros fortuitos los sábados por la noche en La Giralda o en Güerrin, en el local de Pumper Nic, en ninguno de los bares de Corrientes que con anterioridad al golpe frecuentábamos con la única esperanza de chocarte con algún amigo, algún compañero, porque Corrientes, desde Callao y hasta el Obelisco, era nuestro territorio libre, una maravillosa mezcla de humos de toda especie, de abrazos al pasar. Era una confirmación de la existencia. Uno andaba por Corrientes y se cruzaba con pibes y pibas que nunca había visto pero que tenían todo el ropaje de la militancia en la cara.

Eso era Corrientes. O había sido. Ahora era un aguafuerte de la desolación. Nos comunicábamos a través de un servicio de mensajería telefónica. Una mujer que atiende los llamados y se encarga de comunicarle a cada miembro del grupo lo que dejó dicho el otro. Nosotros éramos un grupo de vendedores ambulantes de libros. En parte cifrado: en una de las pocas reuniones que teníamos establecíamos una calle guía. Arenales, por ejemplo. Entonces el señor Sánchez, de la sucursal central, dejaba dicho solamente que les informara a los señores Ocampo y Morales que había reunión de vendedores en la calle Bustamante. Claro, Bustamante y Arenales. O: “Por favor, dígale al señor Morales que no vaya al comercio de la señora Cristina porque cerró, quebró hace unos días”. Cristina estaba desaparecida, claro, o se había ido a las puteadas. A veces ocurría que uno llamaba a la mensajería a las nueve de la noche y tenía una sarta de mensajes contrarios. Hola, habla Ocampo, ¿algún mensaje para mí? Si, el señor Morales dejó dicho que espera a todos los vendedores en la confitería de la avenida Las Heras; el señor Sánchez dijo que no puede ir y que mejor no vaya nadie; volvió a llamar el señor Morales y dejó dicho que estaba yendo a la confitería de avenida Las Heras; finalmente llamó de nuevo el señor Sánchez y dejó dicho que la reunión de vendedores se suspendía por mal tiempo. Y vos escuchando cada una de las palabras que está leyendo de un anotador, con voz flaca y aburrida, la recepcionista de mil llamadas en su oreja cada día, de las que ya le resulta imposible diferenciar el timbre de un suicida de la voz del tipo que ganó el premio mayor en la lotería. Le pedís que te lea todo de nuevo. Acepta y te advierte que según el contrato del servicio no puede hacerlo más de dos veces, no puede mantener ocupada la línea tanto tiempo. Vuelve a leer los mensajes entre bostezos, en un tono monocorde que causa irritación, ganas de estrangularla. No entendés qué cuernos han querido decir Sánchez, Morales, Gutiérrez, López, Pérez, Tettamanti, Etchepareborda Rivarola y la puta madre que los parió a todos. No sabés que habrá pasado, que está pasando y menos aún que pasará. Tus compañeros vendedores de libros están chiflados. Hacen y deshacen. Trastornan. Nadie te dejó un mensaje aunque fuera cifrado diciéndote dónde podías dormir esa noche. Pero hace meses que sos Javier, el miliciano Javier; desde la noche de tu expulsión del colegio no has hecho otra cosa que saltar de una célula a otra y gastar las horas en una operación tras la otra. Zona sur, zona oeste, zona norte, centro. Un revolucionario golondrino. De modo que sabés qué hacer, lo hiciste un par de veces. Caminata hasta Constitución, que lleva su tiempo; parada del 60; cola, dejar pasar a otros, ponerse a charlar con los pasajeros que esperan en la fila, sobre todo cuando se acerca una patrulla a marcha lenta. Y trepar al suburbano del 60 que va a Escobar. Para en todas. Los choferes son tipos serios. Una hora y poco el viaje, un buen sueño. Cuatro viajes en el 60, de una terminal a la otra, un total de cinco horas de descanso, de duermevela diría mamá; hasta llegás a olvidarte de que a veces andás con un revólver escondido entre la ropa.

Cada amanecer es un lenitivo. La luz del día aplaca la angustia, el sofoco, atenúa los motivos verdaderos que te llevan a vivir en un estado de incertidumbre y estremecimiento continuo cuando cae el sol. Las calles del centro están llenas de gente y autos y colectivos. Te movés entre ellos, sos uno más, nada malo podrá pasarte a plena luz del día, la muchedumbre es tu abrigo. Pero la noche. Hace tiempo que la noche es demasiado negra, demasiado agreste, gobernada por guiños y confabulaciones que te son ajenos, la noche es muda y sorda, no admite: traga, no permite: prohíbe, cercena, finge hospitalidad, reposo y seducción en tanto trama el zarpazo.

A las ocho de la mañana llegás al club vasco. El canchero no pregunta nada, ya le dijiste que en tu casa no hay agua, la cortaron hace días, nadie sabe por qué, esas empresas de mierda a las que les importa un rábano el ciudadano de a pié, vió, estar sin agua es una tortura, de modo que abre la puerta del vestuario, echa a funcionar el calefón y te da una toalla blanca que en uno de sus cantos tiene bordado el escudo de Euzkadi y la cortesía: Ongi Etorri (¡Bienvenidos!). Te bañás y envuelto en la toalla fresca y perfumada te echás a dormir en una de las banquetas hasta que oís las voces de los primeros socios que han venido a jugar pelota paleta, que te conocen, que te saludan y largan: ¿¡Todavía sin agua, López Echagüe!? ¡Qué cosa, che!

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