Canal Abierto continúa con la publicación de cada uno de los capítulos
del libro Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]IV.[/mks_dropcap]
Ojos a la intemperie, ojos sin celosía. En esa mañana de Sao Paulo el tal Mandrake no tenía párpados. Después del tercer trago de cachaça empezó a encorvarse y habló una vez más. Dijo: Tony. Dijo: nadie sabe nada de Tony. Dijo: qué mierda. ¿Y qué podía saber de Tony este tal Mandrake? Nada. Primeros meses de 1974. El encanto de la militancia, de andar por todas partes al grito de patria socialista, de patria para todos menos para los gorilas y reaccionarios y conservadores. Perón, un viejo de mierda, andaba muriéndose. Se moría Perón. Yo andaba feliz de la cabeza, pero a mi alrededor todos lloraban, o hacían de cuenta que lo hacían. Y había pibes de la UES que tenían cara de tristeza y preocupación. Tony lloraba. Cada vez que Tony se echaba a hablar de las calles de Morón y sus padres enfermeros empleados en hospital público y las dos horas que gastaba para llegar desde su casa de bloques de argamasa y su cama de colchón de espuma de hojalata hasta el colegio y su trabajo de cadete en una papelería a dos cuadras de los Tribunales, ocho horas, ocho horas de laburo, loco, todos lo escuchábamos. Todos los que estábamos sentados con él en una mesa del bar de la calle Arenales, poco después de las once de la noche, pocos minutos después del timbre de salida del turno noche del colegio Sarmiento, lo escuchábamos sin pronunciar palabra, porque Tony hablaba de cosas pero dejaba entrever otras que no mencionaba ni le hacía falta mencionar. Tenía un aire de Carlos Monzón enflaquecido, derrotado. Ojos que miraban hacia todas partes como dos botones gastados pero firmes. Siempre era así. En tono monacal Tony refería las miserias de su vida y a su alrededor, en todas las mesas, en todo el bar, se hacía el silencio. Como suele decirse, ni las moscas volaban. Era suspenso. La vida en suspenso. Las putas moradas de la desdicha. Pero nosotros cuatro íbamos a torcer la historia, que la historia no se metiera en esa mesa, en el medio de la charla, porque la íbamos a destrozar con un par de palabras. Vaya. Qué mierdas se pensaba la historia qué era la historia, si estaba naciendo cada noche, en cada encuentro, en cada palabra nuestra, en cada acción nuestra, en cada resoplido. Vida chota, decía Lennon, vida muy chota, decía Lennon. Lennon, pantalón bombilla. Lennon, cara flaca, huesuda, carita de conejo triste con anteojos culo botella. Siempre daba la impresión de que tenía algún recuerdo o alguna palabra a medio caer. Lennon cadete, libre, buscavidas, amante fiel de Sui Géneris, pibe de sueños escurridizos en una casa en primer piso por escalera del barrio del Once, quizá en la calle Loria, o Urquiza, junto a su padre, peronista y porteño, ordenanza en el Edificio Alas y tanguero de ley que se echaba a dormir con la radio spika en el oído y amanecía de la misma manera. Con Lennon caminábamos cuadras y cuadras hacia ningún lugar. Nos desafiábamos a un concurso de memoria y oído mientras dábamos pasos sin parar, pasos a como sea, de patear chapitas y piedritas y puchos en el camino. Había que tararear, en el orden establecido en el disco, desde la primera canción del lado A hasta la última del lado B de Rubber Soul. A dos voces cantábamos “Aprendizaje” o “Rasguña las piedras” por la calle. Nos echábamos a tomar sol en alguna de las cuatro barranquitas de la plaza Libertad. En el centro de esa hondonada de la plaza había cuatro senderos de cemento que circundaban una fuente de agua. Era nuestra plaza.
Chiche, pelo lacio al estilo beatle, aunque de beatle no tenía ni gramo; empleado de una compañía de quién sabe qué en el Bajo, ave de paso en la casa de sus padres en Villa Urquiza, casa mezcla rancho y bloques de cemento en la que hacíamos asados de falda y morcilla y que de umbral siempre tenía una pila de escombros sobre un jardín de tierra seca. Vida en permanente construcción. Vida que iba de charla en charla, de reunión en reunión, que de la revolución y los mares en el medio y la puta mierda que nos parió. Vida bella. ¿A qué apostar? A que íbamos a tomar el poder en cualquier momento. A que Chiche iba a poner sus manos en una mujer. Una vez. Al menos una vez. No es revolucionario, decía Chiche, es de maricones, no, compañeros, la vida del militante es la militancia, la vida del militante es la entrega diaria, el compromiso, y toda distracción es, es, ¿cómo decirlo?, es contrarrevolucionaria. Andá a cagar, Chiche. No se te para, boludo. No jodan, compañeros, porque si se me canta los puedo sancionar. Y podía hacerlo porque Chiche era nuestro responsable, era el jefe del grupo, del ámbito, como decían. El responsable, el jefe, de la Unión de Estudiantes Secundarios, la UES, los huesos nosotros, huesitos montoneros nosotros, de los tres turnos del colegio Domingo Faustino Sarmiento, calle Libertad al mil doscientos, colegio de tradición antisemita, cuna de los tacuaras allá por los años sesentas, a pasos nomás de la Nueve de Julio y de los edificios y residencias más emperejilados de Buenos Aires. Una noche, o madrugada, o vaya uno a saber en qué hora de la vida, los huesos del Sarmiento hicimos explotar el despacho del rector del colegio, un tipo de apellido Quadri, un pobre tipo de cara de alcornoque y traje gris, siempre planchado y lustroso, que había cometido la estupidez de delatar a algunos compañeros huesos. Fue en septiembre de 1975, creo. Fue bomba y bomba incendiaria, y dos o tres litros de ácido sulfúrico que echamos sobre los registros de los alumnos para borrar de raíz toda información. A la mañana siguiente, muy temprano, sin haber dormido ni minuto, estábamos con Tony echados en el pasto de una de las plazoletas que rodean al obelisco, comiendo medialunas de grasa calientes, todavía sin haber caído en la cuenta de lo que habíamos hecho horas atrás. En aquella época al obelisco le habían puesto un cinturón de palabras en desfile continuo, un carrusel de noticias. Policiales, accidentes, hazañas del gobierno. Invención de López Rega, se me hace, que al principio había puesto a rodar: “El silencio es salud” todo el santo día. Y en una de esas leemos: “Atentado al colegio Sarmiento. Ya estarían identificados los autores”. Qué decir. Susto, gran susto. Y una buena fumada de satisfacción. Nos quedamos en silencio, chiflados los ojos en el cinturón de palabras, la punta crocante de la medialuna en la mano.
Fue así: Chiche, que había sido expulsado unas semanas antes, se coló en el colegio vaya uno a saber cómo. A la una de la madrugada en punto nos abrió el portón. La China, mi compañera, que esa noche andaba sin cosas que hacer, nos hizo de campana en la esquina de Juncal y Libertad, porque todo había sido a las apuradas y nos faltaba un campana. A mi vieja le había afanado unas medias de nylon que usamos para desfigurarnos la cara. Pero no, de eso la historia viene después.
De pronto, en algún recreo, cuando te lo cruzabas en algún descanso de la escalera del primer piso hacia el patio grande, el de la planta baja y el busto de Sarmiento en el centro de todo, Chiche te decía: a la salida, reunión de ámbito en la confitería de la calle Arenales. En la confitería paqueta de mesas de madera firme con manteles blancos y azules y pocillos de café con filete dorado y un platito de amaretti que nadie tocaba porque el sabor almendrado nos llenaba de modorra el paladar. Lugar ideal. ¿Quién podría llegar a sospechar que en ese salón iluminado por antiguas tulipas de cristal tiza cuatro jóvenes con aspecto inofensivo se reunían para tramar actos y operativos, para debatir sobre ideología, táctica, estrategia y la toma del poder? Cada reunión era ocultismo puro, un espacio hermético, casi masónico. Ahí llega Chiche, con la carpeta negra de colegial, apretada por un elástico negro de media de bataclana, y un libro de Astolfi bajo el brazo derecho, pasos cortos, apurados, el cuerpo fruncido, la mirada puesta en la punta de sus zapatos. Esbozo de sonrisa, sus sonrisas parpadeo. Con la punta de los dedos de la mano derecha se aparta el flequillo de la frente y resopla. Con aire de conspirador republicano echa un vistazo de reojo a las mesas vecinas. Todos sus movimientos son mecánicos. Chiche es una máquina, una turbulenta y arrolladora máquina de la militancia. Todo lo que no guarde relación con la abnegación, el ahogo y el esfuerzo, le suena a flaqueza moral o vicio burgués. Un soberbio enfermo de la entrega. Un café demás, una gaseosa cuando la sed no está a punto de matarte, unos fideos tuco y pesto en Pippo si todavía te queda resto para caminar diez cuadras. El consumo, un pecado. El consumo de cualquier cosa que él considere superflua. Un helado en cucurucho, porque bien que uno puede darse por satisfecho con un vasito pasta blanda de dos pesos. Chiche era el ejemplar más cercano al tipo nuevo. A su lado nos sentíamos el desván de la cobardía y la flojedad.
Todo era un andar de alegre bronca y decisión, y al decir todo digo la totalidad del todo, la esencia del todo, el zumbido continuo del todo. La vida contemplada a través de una nube. Un compromiso indisoluble. Un abrazo animal. Sentíamos que andábamos abrazándonos a cada momento. Y el que no nos abrazaba era un infeliz. Nadie pronunciaba la palabra todo, pero en la búsqueda de ese todo sin referencias claras ni perfumes figurados, nos iba la vida. Ahora, en quince minutos, vamos a pintar en los andenes de la estación Tribunales del subte, dijo Chiche. De un bolsillo de la campera negra sacó tres sapitos, esos de lata, chiquitos, los que hacen un ruido agudo y metálico cuando lo apretás, los que usan en las fiestas infantiles, en los carnavales. Un campana en cada una de las bajadas de las escaleras mecánicas que llevaban al andén, para que, si veían algún tipo sospechoso mientras estábamos pintando en las paredes, junto a las vías, les dieran una y otra vez al sapito. Alerta, el sapito alertaba. Creo que esa vez pintamos algo sobre eso de que Perón estaba rodeado de gorilas, ¡qué pasa, qué pasa, qué pasa General, está lleno de gorilas el gobierno popular! Qué pelotudez, ¿no? Y los sapitos de lata croando y que nadie de nadie les daba bolilla, seguíamos, siempre seguíamos hasta que las luces energúmenas del tren bajo tierra se acercaban a la estación y uno debía abandonar la pintada y trepar al andén desde las vías, porque andábamos pintando las paredes junto a las vías. Lennon que se pone a gritar: “¡Viene alguien, viene alguien!”. Y Chiche, más tarde, recriminándolo porque no había hecho sonar el sapito, porque no podía ponerse a gritar de ese modo. “¡Si ni sabés manejar un sapito, estamos para la mierda!” Al sapito, Lennon lo había metido en el bolsillito de las monedas de sus vaqueros bombilla, y de tan apretado que tenía el pantalón, no había podido sacarlo a tiempo. Que se le trabó la mano, dijo, que qué sé yo, dijo, y por eso se puso a gritar. Pidió disculpas. Chiche lo sancionó. Las sanciones eran cosa de comedia. Un día, acaso un fin de semana enterito, sometido al orden cerrado que supervisaba un superior: venia, taconeo, comida en cuentagotas, redacción de escritos sobre ideología, compromiso y revolución. Disciplina prusiana. Pero de eso, ya veremos.