Canal Abierto continúa con la publicación de los capítulos del libro
Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]XXI.[/mks_dropcap]Tucho le dijo a la China que ya podía volver a su casa, que habían pasado dos semanas de la desaparición de la Negra, tiempo que la organización juzgaba prudente para deducir que no había delatado a nadie. En ninguno de los domicilios que la Negra conocía, el de la China, por ejemplo, había ocurrido nada. Así le dijo Tucho. No pasa nada, podés volver a tu casa. Pasamos esa noche de otoño en el Kentucky y a la mañana, bien temprano, salimos del hotel. En una bolsa de papel madera de una zapatería ella había puesto una bombacha, una remera y un corpiño para que le dejara a la empleada de su casa; ella no podía pasar por el departamento, lo haría más tarde, ahora estaba apresurada, debía ir a su trabajo de secretaria en una escribanía del centro. Caminamos hasta la parada del 12 de Santa Fe y Pueyrredón, nos despedimos con un beso, crucé la avenida hacia el edificio. Pulsé el botón del timbre del portero eléctrico del departamento A del quinto piso y la empleada, luego de preguntar quién era, de inmediato y por segundos hizo sonar la chicharra de la puerta, que empujé con algo de recelo. Mientras esperaba la llegada del ascensor la chicharra de la puerta continuaba sonando. Bajé en el cuarto piso y subí hasta el quinto por la escalera, con sigilo, en punta de pies. Nada extraño, nada fuera de lo común en el palier. Tenía un dedo apoyado en el timbre cuando alguien abrió la puerta con precipitación y dos, cuatro manos me tomaron del cuello, del pelo y me metieron con violencia y a los golpes en el interior del departamento. Antes de que me cubrieran la cabeza con una capucha alcancé a entrever un vidrio rajado en la puerta del baño y, a la distancia, la persiana del living cerrada por la que apenas se colaban hilos del resplandor de la mañana. Eran tres o cuatro hombres. Por el tono y la dicción de las voces y los modismos que usaban, muy probablemente jóvenes de veintitantos. A los gritos, a las puteadas, me llevaron hasta el living, me echaron boca abajo sobre la moqueta y me anudaron las manos a la espalda. Uno de los tipos se puso en cuclillas a mi lado y mientras me presionaba la nuca con el caño de un arma empezó el interrogatorio. Bien, pibe, así que vos sos el novio o compañero de la China, ¿no? ¿Quién es el jefe de la célula? ¿Qué célula? No sé de qué me hablan, si quieren plata tengo algunos pesos en el bolsillo. La primera patada fue en el muslo, con la punta de un calzado grueso que parecía una maza, un martillo. Ya estás jodido, pendejo, y si pensás que somos pelotudos vas a estar rejodido, ¿entendés? ¡Ya no soy el novio de Laura, hace tiempo que salgo con otra mina! ¿Sí? Mirá vos. ¿Y este corpiño y esta bombachita que traías en la bolsa? ¿Es tu ropita, pendejo puto de mierda? Amartilló el arma. ¡Por favor, llevensé la plata y no le digan nada de esa ropa a Laura! Es de mi novia, por favor. ¡Vine a buscar un pantalón que me dejé hace tiempo, por favor, no les estoy mintiendo! Bien, bien, pibe, te voy a creer un ratito nomás, dale, pero si fuiste novio de la China seguro que algo sabés de su militancia, que anda con los Montoneros… ¿Qué? ¿Laura con los Montoneros? ¡No, están locos! Las patadas y los golpes se sucedieron, en la cintura, en la cabeza. Bueno, ayer nos llevamos a la vieja de ella, no sabés como gritaba la vieja judía, y dentro de un ratito, cuando llegue la China, la judía chica, los vamos a ustedes dos a un lugar más lindo para charlar, ¿viste? Su voz no era fría ni cálida, era una voz joven que pronunciaba cada palabra con indolencia, como si fuera su trabajo hacer lo que estaba haciendo, una voz revestida con el apremio de resultar perverso y disuasivo. El tipo retiró el caño del arma de mi nuca y se incorporó. Me arrastraron un par de metros por los pies hasta una pared, siempre boca abajo, y encima del cuerpo dejaron caer un sofá. Uno de los tipos se sentó y se puso a saltar con el culo sobre el sofá. ¿Estás cómodo ahí abajo, pendejo? El armazón de madera me oprimía la cara contra el suelo, tenía la lengua apresada entre los dientes, el sabor empalagoso de la sangre. Desde otro cuarto llegaba un murmullo de voces, de repente una voz de mando. El sonido de la llave en la puerta de entrada, un silencio atroz y enseguida un portazo, gritos, la voz llena de angustia de la China, ruido de tropezones, el tipo del sofá que se levanta y me dice ahora vamos a hablar con tu minita, otro portazo y entonces en el departamento oscuro comienza a retumbar el llanto de la China, un llanto como nunca jamás había oído, gemidos y sollozos de terror y dolor y desesperación y súplicas que por años oí entre pesadillas, llanto catarata, llanto latigazo, llanto tronador que poco a poco fue alejándose y a hacerse casi inaudible. Portazo. Se hizo el silencio. Me puse a llorar. Llorar de veras, dejando mocos y baba en el piso, debajo del sofá. Pasaron minutos y el departamento continuaba en silencio. Grité: ¿hay alguien? ¿Hay alguien? Empecé a balancear el cuerpo hasta liberarme del sofá. Pasé las manos anudadas por debajo de las piernas, hacia delante, y con la punta de los dedos me saqué la capucha. Me levanté. En el pasillo no había nadie. Sin desatarme las manos me puse a correr hacia el palier, el ruido del ascensor, quizá bajando, quizá subiendo, me lancé a la corrida escaleras abajo sin detenerme siquiera un instante. Nadie en el hall de entrada del edificio. Corrí como nunca lo había hecho, corrí hasta la puerta del edificio, gané la calle y continué corriendo sin volver la vista hasta Uriburu, acaso Ayacucho. Entré en un bar y le dije al cajero que acababan de asaltarme, que por favor cortara el hilo sisal que me amarraba las muñecas. Tenía un par de monedas. Llamé a Chiche a su trabajo. Nos encontramos en un bar del Bajo. Le conté todo. Me pidió que le repitiera la historia dos, tres veces. Primero me miró con suspicacia. Después de un rato rascándose la cabeza con la punta de un dedo, dijo: me parece que los hijos de puta se olvidaron de vos, o pensaban ir a buscarte más tarde. Me dejó en el bar y se marchó. Regresó media hora después. Te hice una cita con Tucho. Te espera en la placita que está pegada al Botánico dentro de una hora. ¿Limpiaste tu casa? No. Andá ya y limpiala, boludo. ¿Qué? ¡Anda a cagar, Chiche, me querés decir que en este momento la China me está cantando! ¡Andá a la concha de tu madre! Ya no estoy en tu grupo, pero igual tomálo como una orden: te vas ya mismo a tu casa y la limpiás, ¿entendés, boludo? Mi cabeza había entrado en combustión, en llamas cualquier tipo de razonamiento. Era una montaña de signos indescifrables, un vocabulario nuevo en la cabeza, un verdadero trabalenguas.
No quería contarle a mamá lo que había ocurrido. Iba a recibir insultos y lamentos. Entré al departamento como un fantasma. En el armario del hall encontré dos botellas de ácido sulfúrico y un puñado de volantes viejos. Metí todo en una bolsa del Minimax y cuando estaba a poco de irme escuché la voz de mamá a mis espaldas.
¿No te olvidas algo, mi ángel?
No me rompas las bolas, no estoy de humor.
Me tomó de la mano y me condujo con suavidad de mamá hasta mi cuarto, abrió la puerta del placard sin desprenderse el cigarrillo de la boca y mientras echaba el humo como a los resoplidos me señaló un bulto a medias disimulado con una frazada en el piso del placard. Sí, un olvido inconcebible. La bomba que Tucho me había dejado en custodia unas semanas atrás.
No he nacido ayer, querido. No sé qué es eso que escondías aquí y tampoco quiero saber en qué líos te has metido, pero mal que me pese soy tu madre y tu cara me dice que debo ayudarte.
Fue hasta la cocina y regresó con el changuito de las compras. Vamos, mi ángel, si hay que sacar estas porquerías de casa debemos apurarnos, ¿no? Con sumo cuidado acomodé la bomba en el changuito y encima la bolsa con las botellas y los volantes. Mamá tomó un par de vasos de vino blanco helado, yo unos tragos, que en el estado en que me encontraba me parecieron agua bendita, y salimos. Ya en la calle ella se puso a caminar muy lentamente por Paraguay en dirección al centro conduciendo el changuito con seriedad, atenta a cada cordón, a cada bache en la vereda. ¿Podemos tirar estas cosas tuyas en la basura, mi ángel? No, no, no. Pasamos frente a la sede de un Juzgado Civil. No había nadie a la vista. Me detuve. Era un Juzgado, una pocilga de las instituciones. ¿Vas a dejar tus porquerías acá, querido? Sí. Tú sabrás lo que haces. No tenemos tiempo, vieja, dejemos todo, el changuito también. ¿El changuito? Te has vuelto loco. Lo dejamos. No. Sí que lo dejamos. De ningún modo, este changuito lo compramos con tu padre hace más de diez años, cuando tu eras una criatura y vivíamos todos felices en Peña y Bustamante, ¿te acuerdas? De un manotazo le saqué el cigarrillo que se había puesto en la boca y estaba a punto de prender, ¡ahí nomás, mujer loca, a un metro de la bomba! ¿Y desde cuándo tú te sientes con autoridad para prohibirle fumar a tu madre? Es peligroso, vieja, después fumás. ¿Por qué, niño sabiondo? ¡Porque sí, porque sí, la puta que lo parió! ¡Vámonos de acá, vieja! Ahí quedó el changuito, en la entrada del juzgado, con la bomba, los dos litros de ácido sulfúrico y un montoncito de panfletos arrugados. Desde un teléfono público llamé a la policía y les dije con voz gruesa y áspera: soy de la organización Montoneros y les informamos que hemos dejado una bomba en el juzgado civil de la calle Paraguay al mil quinientos. ¡Patria o muerte! ¡Venceremos!
Volvimos al departamento, junté con urgencia algo de ropa y me iba derecho hacia la puerta cuando mamá salió de la cocina y me cortó el paso. No me dijo mucho. Me acarició las mejillas. Caí en la cuenta de que iba a transcurrir mucho tiempo hasta que tuviera la oportunidad de volver a verla. Entonces le conté lo que había pasado. No sabía qué decirme. Bajó la mirada, sumergida en una nube de humo de tabaco. ¡Ay, mi ángel, cómo debes estar sufriendo! Había un par de lágrimas en su cara; hacía tiempo que no la veía llorar en silencio. Una y otra vez me besó las manos. Nos vamos a ver pronto, vieja. Dalo por hecho, querido, porque no te podrás deshacer de mí tan fácilmente.
Tucho no me creyó. Mi relato le sonó inverosímil. ¿Cómo que te dejaron ahí, encapuchado y debajo de un sofá? Estos hijos de puta no son boludos, ¿viste? Voy a informar a los de arriba.
Que Tucho me creyera o no tampoco me importaba. Se lo dije. Me sancionó por haber abandonado la bomba.
Esta seguidilla de miserias sucedió entre las ocho, nueve de la mañana, y el mediodía del viernes 28 de mayo de 1976. No más de tres o cuatro horas.