Canal Abierto continúa con la publicación de los capítulos del libro
Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]VIII.[/mks_dropcap]Era medianoche y cosa más de algún día del invierno de 1974 cuando Chiche se puso a golpear la puerta. Mamá se acercó al hall a las puteadas, con un cuchillo de cocina en una mano y un vaso Dúrax lleno de vino blanco Peñaflor en la otra. Metió un ojo en la mirilla. Al otro lado de la puerta vio a un pibe de cara lisa y pelo liso que tenía los labios apretados. Llevaba un bolso de lona azul, tipo marinero, al hombro. El pibe dijo: “Soy Chiche”. Mamá soltó un eructo de sapo y se mandó al fondo del garguero el vino blanco. Pensó, se dijo, y después de pensarlo y decírselo gritó, doblando la cabeza hacia el final del pasillo, hacia mi cuarto: “¡Estoy harta de tus amigos peronistas, mi ángel!”. Abrió la puerta y le dijo a Chiche que no eran horas de andar molestando a la gente decente. Dos aerosoles de pintura negra, una tenaza, un martillo y dos gorros de lana negra traía Chiche en el bolso. “Vamos a entrar en el Normal 1 y pintar todo adentro porque los hijos de puta no quieren suspender las clases y hay dos casos de meningitis”. Claro, vamos. Apagué el tocadiscos, Sui Generis, Aprendizaje. ¿Hay campanas? “¿Para qué mierda los querés si es fácil?”. Para entrar por la parte trasera había que saltar una cerca de alambre de tres metros de altura. Chiche no tenía ganas de treparlo y saltar. Con la tenaza hizo una abertura y por ahí entramos. Nos pusimos a gatear por el jardín del colegio, mientras muy cerca los autos y los colectivos se movían con apuro y mucha gente andaba por ahí, gente metida en sus cosas, en otras cosas, gente a la que no le importaba ni lágrima ni minga la revolución que los pibes estábamos haciendo. Gente alienada. Chiche puso una bola de trapos sobre el vidrio de una ventana chica, de no más de cincuenta por cincuenta, y de un martillazo lo rompió. Caímos sobre la mesada de la cocina del colegio. Chiche se metió el gorro de lana negra hasta las cejas y se mandó hacia el segundo piso, silencioso, punta de pies, dos escalones a cada paso, con una Bersa 22 en la mano, para controlar a los caseros. ¡Claro que era una Bersa! Ya había tenido una en mis manos, había practicado con una Bersa 22 en el departamento de Callao y Paraguay. Creo que era agosto de 1974. Dumbo, un compañero del colegio Pellegrini, de la conducción de la UES, me había confiado el arma un día de corridas callejeras con la policía cerca de mi casa. El arma y un monedero de cuerina de broche dorado con un cargador y un puñado de balas. Me alcé un poco el buzo, encajé la pistola en la cintura y adentro del calzoncillo, rozándome la ingle, escondí el monedero. Estuve a poco de decirle gracias. Caminé las dos cuadras que había hasta casa con la cadencia de un vaquero, a lo chueco, la mano derecha metida en el bolsillo, apretando con el forro el monedero, y la izquierda cerca de la cintura, rozando la culata de la pistola. Mamá no estaba. Me encerré en el cuarto. En la página de deportes del diario La Nación tracé con un marcador de punta gruesa la silueta superior de una persona, de los hombros hacia arriba, cabeza gigante, y con cinta scotch la pegué en el fondo del armario empotrado. Me alejé un par de metros del armario. Puse Sui Géneris a todo volumen y enseguida una bala en la recámara, una bala que me pareció muy chica, inofensiva, poco apropiada para matar. Apunté a la cabeza de la silueta de papel, un ojo en la mira. Y disparé justo cuando los sui géneris cantaban oye, hijo, las cosas están de este modo / Dame el poder y deja que yo arregle todo. Una percha de madera cayó al piso partida al medio. A la silueta de papel no la rozó siquiera una brisa del aserrín que se esparció en el aire. Puse otra bala en la recámara, apunté a la frente de la cabeza de la silueta de papel de diario y apreté el gatillo. En el armario no encontré ningún rastro del balazo en la silueta, tampoco en la pared. A la mañana siguiente, mientras estaba vistiéndome para ir a mi trabajo de cadete en el estudio de arquitectura Kavanagh-Moricce, encontré el plomo de la bala incrustado en el bolsillo trasero del Levi`s que siempre guardaba, hecho una bola de tela sucia y dura, en el estante superior del armario, digamos que a medio metro de la cabeza de papel del tipo que había querido matar el día anterior.
Gasté los dos aerosoles en minutos. Las manos se me iban. No había nadie cerca que me pudiera matar la alegría de escribir lo que se me cantara.
Escribí en todas las paredes que encontré, también en los pizarrones de las aulas. “¡Meningitis, que el Gobierno se haga cargo”; “¡Montoneros, Patria o Muerte!”; “¡La UES siempre está presente!”, y, como se me había olvidado que Perón ya estaba muerto, escribí en los vidrios de la puerta del despacho de la directora: “¡5 x 8, no va a quedar ni el Pocho!”. Chiche chifló desde el piso de arriba. “¿Ya está?”. Sí, ya está, ya gasté los dos aerosoles. Chiche no vio las pintadas. Después comimos un panqueque americano en una pizzería de Riobamba y Santa Fe, a la que Chiche entró a desgano; miraba con desconfianza, y a veces con una mueca de asco, tipo boca torcida, todo lo que tenía apariencia de lujo, de vida indiferente a la necesidad de la revolución. A veces me miraba de ese modo. Chiche creía de manera absoluta en la entrega, el sacrificio, en el sufrimiento. No entendía cómo y por qué una persona que tenía donde trabajar, comer y dormir, podía sufrir. Era el pibe que a cada hora te recordaba eso de las necesidades básicas insatisfechas. Chiche, de los militantes imprescindibles. Pero de matarlo. Era raro que se pusiera a reír. Todos se ponían de la verga cuando al menos sonreía. Una sonrisa siempre fugitiva. A Chiche le dolía la vida. Y no quería perder ni minuto. El colegio, el estudio, su trabajo en una empresa del centro, no eran más que un puente para trabajar por la revolución. Vivía de acuerdo a las intuiciones de una moral tajante. Nada de alcohol, nada de tabaco, nada de mujeres, nada de cine, nada de helados y de diversión. “El Che dormía sobre piedras, sobre el pasto. No andaba con estos vicios de pequebú”. Caminaba siempre cabizbajo, absorto en su militancia. Vivía encadenado al apuro. Esa noche me contó que era virgen, no por mandato religioso o de familia. Había empezado a militar a los trece, catorce años, ahora tenía dieciocho y creía que el sexo sin amor, sin amor revolucionario, claro, no tenía sentido: el sexo sin amor, digamos, le parecía una sujeción a los preceptos más reaccionarios del sistema. No podés andar cogiendo solamente porque tenés ganas de coger, no, la relación entre un compañero y una compañera va mucho más allá de la cuestión física, porque de lo contrario podés caer en un desviacionismo ideológico que al final te lleva a cualquier parte.
“Mirá lo que es ese Banana”, me dijo con un gesto lleno de desprecio, con las palmas de las manos abiertas, como soltando el mal ejemplo.
Banana era un pibe de cara, sonrisa, ropa y ademanes de banana, que de pronto apareció en el nocturno del Sarmiento y se unió a la UES. No había que rendir examen para entrar en la agrupación. Yo había entrado el primer día de clases del nocturno, en marzo de 1974. El pibe de pelo lacio y cara lacia que después resultó ser Chiche, era el presidente del centro de estudiantes. Estaba parado detrás de una mesa de madera vieja, chica, estilo mesa de bar de barrio, y era el encargado de cobrar el bono de la cooperadora. Cada alumno le daba lo que podía y él le entregaba un recibo con un sello del colegio y metía la plata en una caja de zapatos. Le di unos pocos pesos. Chiche me entregó el recibo, me echó una relojeada, y preguntó: “¿Militás en algún lado?”.
Banana entró porque quería y porque nadie le preguntó por qué tenía ganas de entrar. Había de todo un poco. Un bazar. La UES era un bazar. Banana andaba por el patio en los recreos, tipo recluso inquieto en un penal, meta preguntar en voz baja a cada alumno que se le cruzaba en el camino: “¿Vos sos de la UES o conocés a alguien de la UES?”. Y bien, llegó. En la primera reunión que tuvimos en la confitería de la calle Arenales, el pibe Banana se puso a hablarnos a Chiche, Lennon, Tony y a mi como si les hablara a cuatro chicas a las que quería seducir con un cuento de hazañas, escapadas de la policía, bombas molotov, cajas volanteras, lucha cuerpo a cuerpo con la infantería. “Este flaco tiene portación de situación cheta”, dijo Tony cagándose de la risa. De allí a que le pusiéramos el apodo de Banana, no hubo muchos pasos. Banana gastaba el tiempo escuchando y después hablando de esas bandas de música de rock extranjero, tipo Deep Purple, Yes; llegaba tarde a todas las reuniones del ámbito, a los operativos, y después se excusaba diciendo que había cogido todo el día con una compañera, la de las trenzas y la minifalda azul del Pellegrini, a veces con la petisa rubia del gamulán gastado del Buenos Aires. Banana se la pasaba exhibiéndose en el mundo de la militancia paqueta, piola, con aires de banda de intelectuales y modernos. Todos de cara rosada y nutrida. Y los otros cuatro reunidos en esa mesa: Chiche, Tony, Lennon y yo, a su lado parecíamos unos viejos amargados, resentidos. Algo fanáticos. La llegada de Banana nos hizo caer en la cuenta de todo lo que no debíamos hacer o decir, y menos con esa sonrisa idiota.
En las marchas de la UES saltaba a la vista el origen de cada militante. Los del Pellegrini y los del Buenos Aires. Su militancia empezaba por la ropa de fajina. Gamulán, botitas de gamuza con suela creppe (nunca se gasta, nada que ver con las botitas de gamuza falsas de los locales del Once), suéter de lana bremer (de pelo de conejo o de Angora, para que se entienda), montgomery, vaqueros Levi`s o Wrangler, remeras Fred Perry o Lacoste, a veces campera verde oliva de combate. Cigarrillos de marca. Ni un Saratoga o Clifton por esa ribera. Con esos compañeros Lennon y yo conocimos el nuevo Parliament, de filtro ahuecado y más largo, que ni boquilla. Con Lennon y Tony muchas veces nos figurábamos afanándoles los pantalones, una campera, por ahí los zapatos, y nos reíamos sin parar.
Por el otro lado, camperas de nylon baratas, zapatillas Pampero o Flecha cuarteadas o zapatos de cuerina comprados en alguna tienda de la calle Pasteur; vaquero Farwest, o, los que querían aparentar elegancia y buen gusto, de Eduardo Sport. En muchos casos ropa que había pasado de los hijos mayores a los menores, con algunos arreglos domésticos. Por caso, las camisas blancas para el colegio. A manga larga, una gomita a la altura del codo para sujetar el largo y dejar a la vista, por debajo del saco o del delantal de la escuela, apenas los bordes del puño.
Chiche iba a las marchas pero hablaba poco y se juntaba poco con nadie.
Cada vez que regresábamos de una marcha, después de haber visto y charlado con esos compañeros y compañeras, le decíamos a Chiche que estábamos militando en el lado equivocado. Porque ir a una marcha con los compañeros del Pellegrini y del Buenos Aires era como irse de picnic. Había de todo. Bizcochitos de grasa, pibas hermosas, mate cocido, gente linda, inteligente, bien vestida. Chiche ponía cara de orto. “Vayansé con esos pequebús, sean felices…”.