Canal Abierto continúa con la publicación de los capítulos del libro
Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]XIX.[/mks_dropcap]Era medianoche y cosa más de un domingo de septiembre de 1975 cuando Chiche se puso a golpear la puerta. Mamá se acercó al hall a las puteadas, con un cuchillo de cocina en una mano y un vaso Dúrax lleno de vino blanco Peñaflor en la otra. Puso un ojo en la mirilla. Al otro lado de la puerta vio a un pibe de cara lisa y pelo liso que le resultó familiar. Llevaba al hombro un bolso de lona azul, tipo marinero, abultado. El pibe dijo: “Soy Chiche, señora”. Mamá echó un resoplido y gritó hacia mi cuarto: “¡Ay, mi ángel! ¿No habíamos quedado en que este jovencito peronista no iba a volver a nuestro hogar para contaminarnos con sus ideas?”. Abrió la puerta con disgusto.
En el bolso marinero Chiche traía una caja pesada, rectangular, envuelta en papel de regalo, con un enchufe que le colgaba a un lado.
Cuidado, es una bomba, tratala bien. ¿Una bomba? ¿Para qué? Mañana a la noche, a las doce en punto, tenés que estar en la puerta del colegio con el caño. Van a participar Lennon y Tony, aparte de los campanas. Yo les voy a abrir desde adentro. ¿Pero qué carajo vamos a hacer? Quadri está hecho un hijo de puta, me echó, te echó, y ahora parece que anda entregando a la cana lista de pibes militantes. ¿Cómo mierda vas a entrar? Eso no importa. A las doce en punto, ¿está claro? Llevá una media de mujer para desfigurarte la cara. Chiche sabía manejar el arte de la seducción a través de gestos abruptos.
Sospecho que ya lo he contado, pero a veces la reiteración cumple con la cortesía de echar por tierra toda interpretación equívoca de un hecho: fue bomba y bomba incendiaria, y dos o tres litros de ácido sulfúrico que echamos sobre los registros de los alumnos para borrar de raíz toda información. A la mañana siguiente, muy temprano, sin haber dormido ni minuto, estábamos con Tony echados en el pasto de una de las plazoletas que rodean al obelisco, comiendo medialunas de grasa calientes, todavía sin haber caído en la cuenta de lo que habíamos hecho horas atrás. En aquella época al obelisco le habían puesto un cinturón de palabras en desfile continuo, un carrusel de noticias. Policiales, accidentes, hazañas del gobierno. Invención de López Rega, se me hace, que al principio había puesto a rodar: “El silencio es salud” todo el santo día. Y en una de esas leemos: “Atentado al colegio Sarmiento. Ya estarían identificados los autores”. Qué decir. Susto, gran susto. Y una buena fumada de satisfacción. Nos quedamos en silencio, chiflados los ojos en la calesita de noticias del cinturón del obelisco, la punta crocante de la medialuna en la mano. Las noticias iban y volvían en el cinturón del obelisco con una cadencia enfermiza, en una procesión de nunca acabar. Pavadas como accidentes de tránsito, palabras de algún ministro y una y otra vez: “Atentado al colegio Sarmiento. Ya estarían identificados los autores”. Tiré el resto de la medialuna al pasto, me levanté de un salto y sin decirle palabra a Tony me puse a caminar con celeridad y miedo por Corrientes hacia casa. Mamá dormía. Del armario de mi cuarto saqué las tres molotov que tenía almacenadas, un puñado de volantes y metí todo en la bolsa de las compras y bajé por la escalera los dos pisos con sumo cuidado y de pronto estaba en la calle, tan temprano, sacudido, sin saber qué cuernos hacer con mi carga. El cansancio y el sueño ganaron la partida. Fui hasta la plaza de la esquina y a un lado del monumento a Rodríguez Peña me desprendí de todo.
Cuando días más tarde mis superiores se enteraron de que un pordiosero de la plaza Rodríguez Peña había muerto porque se había mandado al buche una de las molotov con la ilusión de que fuese una botella de vino espeso y milagroso, me sancionaron. Una vez más. Una crueldad. En la casa del Catalán, a pasos del cementerio de la Recoleta, tuve que armar veinte cajas volanteras.
Sábado seis de diciembre de 1975, seis de la tarde, una galería de la calle Florida, a pocos metros de Corrientes. Día y lugar magníficos. Las familias de clase media vagan por las calles del centro con una sonrisa idiota en la cara. La tremenda clase media, que hace tiempo ha puesto a dormir la visión y toda percepción de su propio desaguadero de inmundicias; que tiene a la pobreza como pecado mortal y menosprecia al pobre por encima de todas las cosas. Están de compras, se avecinan las fiestas y los paquetes engalanados de papeles con imágenes coloridas de campanitas, estrellas, trineos y guirnaldas sirven para proporcionarle una tajada de contento a otro simulacro de bienestar. Andan de la mano, risueños, cargando bolsas y bolsas de regalos. A nadie parece preocuparle un rábano que el país esté en manos de una viuda chiflada y un ejército de paramilitares que bajo las órdenes de la viuda chiflada en los últimos meses han asesinado a muchos de nuestros compañeros. El Barbeta, por caso, al que han detenido en San Miguel de Tucumán en la primera semana de octubre y de cuya suerte aún no sabemos nada.
En buena parte de la avenida Corrientes, desde Leandro N. Alem hasta Medrano, a la misma hora, cada dos, tres cuadras, encima de un buzón, del capó de un auto, sobre una cabina telefónica, estallarán cajas que lanzarán al aire volantes de Montoneros en los que se denuncian los crímenes que está cometiendo el gobierno a través de la Triple A y se llama a la población a sumarse a la resistencia contra el gobierno entreguista y represor.
Eché tres gotas de ácido sulfúrico en la abertura de uno de los cantos de la caja de zapatos y salí de la galería al trote. El mecanismo funcionó a la perfección. Mientras me alejaba hacia la boca del subte de la estación Florida, por donde tenía prevista la retirada, oí la explosión y los gritos que venían de la galería. Apuré el paso, dejé caer el frasquito de Paratropina en el que había puesto el ácido y salté de a dos los escalones hacia el andén, metí el cospel en el molinete y mientras lo cruzaba oí el retumbo del tren subterráneo que se acercaba. Todo había resultado como lo había planificado. El tren se detuvo, las puertas se abrieron. Cuando estaba a poco de meter un pie en el vagón, tres, cuatro policías irrumpieron a las corridas en el andén, con itakas y pistolas y a los gritos: “¡Quieto, carajo! ¡Si te movés un centímetro te hacemos mierda!”.
Los detenidos en la comisaría 1ª, calle Tucumán al cuatrocientos, éramos cuatro. Nos llevaron a un patio y nos obligaron a permanecer de pié, uno en cada rincón, las manos esposadas a la espalda, con la amenaza de que si sacábamos la vista de la pared nos iban a reventar como sapos. Un policía se plantó en el centro del patio, se me hace que en una silla, con una itaka entre las manos. Sería ya de madrugada cuando el subinspector Koblac, el que me había arrestado en el andén del subte, se me aproximó por detrás y me dijo al oído: “Pendejito, tenés visitas”. Por un momento supuse que el control había actuado con rapidez y la organización había enviado a un abogado. Koblac me tomó del antebrazo y me guió hasta un cuartucho en el que no había más que una silla y dos tipos jóvenes, de pantalón vaquero y camisa de manga corta. Fumaban y charlaban a medio sentar en una mesa de madera agrietada. Koblac cerró la puerta y allí se quedó, de brazos cruzados, erguido, con aire de suficiencia. Sentáte, pibe. Me ataron las pantorrillas a las patas de la silla y el tronco al respaldo. El tipo bueno de la pareja de malos chasqueó los dedos, se me acercó, me agarró el pelo y me dijo en voz baja: “Dale, pendejo, largá, largá todo lo que sabés porque si no el boludo de mi compañero, que es un animal, se va a calentar”. ¡No sé de qué me hablan, porque no hice nada, estaba por tomar el subte! El tipo malo de la pareja de malos se puso a mis espaldas y mientras el subinspector Koblac miraba la escena sin descruzar los brazos, apoyado en la puerta cerrada, me pateó un riñón, sí señor, un riñón, el de la derecha, porque sentí que el riñón iba a explotar a pedazos por el ombligo. Caí al suelo junto con la silla, que ya formaba parte de mi cuerpo. El tipo malo de la pareja de malos me tomó por debajo de las axilas y me alzó con la silla adherida al cuerpo y me puso, si puede decirse así, derecho, de nuevito sentado. Al cabo de un silencio odioso me reventó los tímpanos con un feroz golpe de palmas abiertas en las orejas. Y sí, no pude evitarlo. Lloré y lloré y lloré y supliqué, supliqué, supliqué y ahogado en mocos juré que no sabía nada de nada y que estaba esperando la llegada del subte cuando la policía me arrinconó contra una pared del andén, a los golpes, a las puteadas. Veo que no nos entendemos, pendejito zurdo de mierda. Andanada de sopapos. ¿Te parece ensuciarnos las manos con este sorete? La pareja de malos por momentos a medias buenos se puso a deliberar entre dientes. Algo le dijeron a Koblac y de inmediato, acompañados por el subinspector, me sacaron de la comisaría, me metieron en un auto y me cubrieron la cabeza con un trapo que olía a nafta.
Vamos a pasear un poco, pendejo.
Ahorro los pormenores. Es que el relato de los pormenores apenas serviría para añadirle a estas hilachas de memoria un relumbre de martirio personal que no está en mi ánimo meterle, porque al final de cuentas aquí estoy, vivito, coleando y contándolo, quiero decir que mis pormenores han sido tanto pero tanto menores de cara a los pormayores, muy pormayores, que se han llevado para siempre a tantos miles. Lo que sí diré es que noches más tarde me metieron en una celda de la alcaidía de los tribunales del centro de la ciudad. Lo que sí diré es que cuando referí al juez Nino Tulio García Moritán lo que me había ocurrido durante los dos, tres días de cerrazón, días en los que sentí que había extraviado una parte de mí mismo, y me paré y empecé a sacarme la ropa para mostrarle las llagas y los moretones en el cuerpo, el juez García Moritán frunció los labios, abrió grandes los ojos y encogió los hombros a la qué carajo me importa lo que estás diciendo, pibe, y le ordenó al guardia que me vistiera de nuevo y me inmovilizara con las esposas. Esa noche, en el calabozo de la alcaidía, en el subsuelo de los tribunales, caí en la cuenta de que haber dicho y hecho lo que había dicho y hecho en el despacho del secretario del juez, no había sido muy cuerdo de mi parte. La pareja de malos no había quedado muy satisfecha con mis declaraciones. En alguna hora del anochecer me llevaron a un calabozo del edificio de Coordinación Federal, en la calle Moreno. Era voz de cada día entre la militancia que en coordina te hacían destripaban. No fue mi caso. Unas horas encerrado en un calabozo de dos por dos en el que cada pared tenía algún ruego o misión de esperanza o puteada a la policía escrito con la uña o con sangre. Después, en la madrugada, posar de todas las maneras posibles para un fotógrafo que llevaba una pistola en la cintura y dejar estampadas la huella de manos y dedos en muchos papeles. Me dejaron salir a las cinco de la mañana. No había nadie en la calle. No tenía un peso para tomar un colectivo. Calculé que hasta Callao y Paraguay habría unas veinte cuadras. El bocinazo y la frenada. Mi viejo y su mujer. Una situación fantástica. Me subí en la parte trasera del wolksvagen. Mi viejo, en menos de quince segundos, me dijo: idiota, pelotudo, después de lo que te pasó cuando saliste a pintar por ese tirano fascista me prometiste que ibas a dejar esta boludez de la revolución, y tengo que venir a buscarte a esta hora, porque yo trabajo, dejate de joder porque no sirve para nada, yo conozco a un comodoro muy piola, si le contás algo seguro que te protege.
El reencuentro con la China, ay, el reencuentro con la China, con sus ojos de gata, ahora llenos de entrega y admiración. Ya no era un pibe, era el hombre que había salido de la cárcel, que había estado cara a cara con el enemigo, y no habían conseguido doblegarme. Un héroe, señores.