Canal Abierto continúa con la publicación de los capítulos del libro
Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]XVIII.[/mks_dropcap]Bien, hermanito, creo que la próxima será la última carta con parte de mi experiencia. La que tal vez más te interese, pero también la más dolorosa para mí al recordarla.
Había dicho que nunca la conté a nadie, y creo saber por qué. Te cuento algo que me lo hizo comprender:
Últimamente, desde hace algunos años, me enganchan a la tele los documentales y reportajes del Canal Historia sobre la guerra civil española. Con algo de masoquismo, porque siempre termino emocionado hasta las lágrimas. Uno de esos reportajes trataba sobre las Brigadas Internacionales, aquellas formadas por voluntarios de otros países europeos y americanos.
Hablan los sobrevivientes de esas brigadas y lo primero que me conmueve son las razones que todos tenían para meterse en esa aventura: hay que frenar el fascismo. Frenarlo, no se puede decir con más claridad. La historia de esas brigadas es cruel. Sin mucha experiencia militar y con un entusiasmo que superaba a los regulares que combatían por la República, se les mandaba luchar en los frentes más jodidos y las bajas en esas Brigadas eran numerosas.
Así, el periodista se encuentra en la casa de un ex brigadista en Estados Unidos y lo recibe una de sus nietas, están en el jardín de la casa.
La mujer cuenta las pocas cosas que sabe de su abuelo. El reportero le pide que lo traiga al jardín y al poco aparece el anciano. Se le ve digno con su bastón, su abrigo y gorra. Permanece mudo, sentado con sus manos apoyadas en el bastón y con la mirada fija en algún horizonte.
Ha venido por cortesía para contigo, pero no le preguntes nada, dice la nieta, porque no va a contestar, nunca habla de eso.
¿Por qué razón?, pregunta el periodista. Responde la mujer: No quiere hablar de ese tiempo, porque él dice que aún siente que ha fracasado…
Y tal vez, en el fondo, yo me siento igual que el viejo brigadista. Quise hacer algo para cambiar las cosas, con entusiasmo, con valor, y fracasé. Fracasaron todos los que se jugaron todo lo que tenían y como dice el tango: … qué grande ha sido nuestro amor, y sin embargo ay!, mirá lo que quedó…
Luego de mi fugaz paso por la política, en los años que siguieron y ya sin el trajín diario de la militancia, me permití reflexionar sobre el pozo que habían dejado las teorías marxistas en la interpretación de la historia. Quizás porque al entrar en la Universidad conocí con más orden y rigor otras escuelas como la tomista y la hegeliana.
Ahora puedo afirmar que he perdido cierta seguridad en considerar que Carlitos Marx se bastaba para un análisis completo de la historia. Si Carlitos le dió la vuelta a Hegel al desechar las ideas como motor de la historia, me pregunto si acaso no eran las ideas las que sostenían nuestras acciones, y que sin ellas, sin el acicate de esa utopía no hubieran sido trascendentes. En fin, no me lo tomes muy en serio… En estos días la seguiré con los recuerdos de los recuerdos.
Besos y abrazos
Gonzalo
Son las siete de la mañana. La China duerme. Están en la habitación 15 del Kentucky Hotel. Estás acostado, desnudo, con las manos entrelazadas debajo de la nuca, examinando tu cuerpo atentamente en el espejo del cielorraso. Diecinueve años y todavía ni un miserable pelo en el pecho, apenas un borrón de pelusa floja y descolorida, sin fibra. Igual que en la cara. Está, la China, durmiendo arrepollada, las nalgas blancas rozándote los muslos. En los parlantes que se encuentran a ambos lados de la cama suena la voz de Julio Iglesias: “Quiero que tú me acompañes mujer/que mi canto amanezca dormido en tu piel…”
El Kentucky Hotel, en Arenales y Agüero, era un refugio de militantes montoneros que por una razón u otra no tenían dónde echarse a dormir. Había noches en que la sala de espera, estrecha y penumbrosa, de sillones viejos y rasgados que apestaban a humedad y transpiración, ganaba la apariencia de un plenario de parejas de militantes clandestinos, un plenario cargado de recato y circunspección, sin voces, sin gestos delatores, apenas un cambio de miradas de curiosidad y reconocimiento. Cautela que se desvanecía al instante cuando llegaba el Pato Fellini con su compañera, Maca, y después de pasar por la recepción echaba al aire un guiño, una sonrisa traviesa y gritaba: “¡Cualquier cosa, yo voy a estar en la 22!”, al tiempo que agitaba la llave de la habitación con una mano y con la otra enarbolaba una bolsa de panadería llena de cuernitos de grasa y bolas de fraile.
Después de darte una ducha tomás una de las sábanas y con parsimonia la plegás hasta transformarla en una larga lonja de tela. ¿Qué estás haciendo?, pregunta la China desde la cama, ojos recién abiertos. Es para el acto de esta semana en el colegio. ¿Acto? Sí, por el veintidós de agosto. Ah, Trelew, no sabía que habían programado actos. No, no se si alguien programó actos: yo voy a hacer un acto.
¿Qué? ¿Qué me decís?
Nada.
Sos el responsable del Sarmiento y harás lo que te venga en gana sin sentirte en la obligación de prestarle explicación a nadie. ¿Entendido? Enrollás la sábana alrededor de tu cintura a la manera de un vendaje. Te ponés el suéter, encima la campera. Paseás por la habitación. Te mirás al espejo largo de la puerta. Perfecto. Un pibe con algo de panza, nomás. Entregás la llave en la recepción y el viejito del turno mañana no percibe nada extraño; saluda, como siempre, con amabilidad. ¿Un compañero de lucha el viejito? Vaya uno a saberlo. A pocos metros del hotel, en el zaguán de un edificio de la calle Arenales, te liberás de la sábana. Otro pliegue y bajo el brazo. La China toma el 12 en la avenida Santa Fe, debe ir a trabajar a la escribanía en la que hace de secretaria. Apurás el paso. En una ferretería comprás dos aerosoles de esmalte sintético Kuwait, el más barato. Uno de pintura negra y otro de pintura roja. Es una mañana fresca y blanca en la que corroborás demasiada ridiculez y engaño y credulidad en tu pasado ridículo. En esa mañana limpia y de corroboraciones tu mamá está de buen humor. Te besa en la mejilla. Habla del nuevo vecino, el del 4º A, un tal Hugo Fregonese, director de cine. La invitó a cenar el viernes. Irá Dalmiro Sáenz.
Claro, al señorito nunca le interesa lo que le digo. ¿Qué traes ahí, mi ángel?
Una sábana. ¿No ves o encima sos ciega?
¿Una sábana? ¿Y para qué quieres tú una sábana? ¿Acaso en las camas que ahora usas con esa judía no tienen sábanas?
¡No me vengas a romper las bolas, gorila, reaccionaria!
Te encerrás en el cuarto de servicio. Te hacés lugar entre las viejas latas de pintura, las bolsas con retazos de telas, los cuadros ajados que tu mamá heredó de sus antepasados, un espejo quebrado, echás al suelo un catre que está apoyado contra la pared sucia y mal pintada. Agarrás el martillo, unos clavos, y en la pared despejada extendés y clavás la sábana a la manera de un tapiz. Tu mamá machaca la puerta a golpes.
¿Qué macana estás haciendo ahí dentro, querido?
¡No me jodas más!
Es una mañana fría pero la transpiración te corre por todo el cuerpo. Fumás, chupás el cigarrillo hasta dejarle negro el filtro. Escribís en la sábana con pintura negra:
1972-22 de agosto-1975
¡Gloria a los mártires de Trelew!
Patria o Muerte.
Y con pintura roja:
UES MONTONEROS
Sabés que el cartel deberá desplegarse automáticamente desde la baranda del segundo piso del colegio. En primer lugar es preciso darle peso y caída. Entre los trastos encontrás dos bulones que sin más ni más sujetás con alambre fino en las esquinas inferiores de la sábana. Abrís la puerta del cuarto de servicio y salís todavía trémulo de la excitación, los ojos desorbitados. Tu mamá ve el cartel.
¡Estás loco, hijito mío, estás totalmente loco! ¿Por qué no habremos nacido todos en París? ¿Por qué, Dios mío?
Cerrás con llave la puerta del cuarto y librándote de los manotazos de tu mamá, que te persigue por el pasillo a los gritos, te encerrás ahora en el tuyo de un portazo. Sui Generis hasta hacer vibrar las paredes. Una mirada al póster de Isadora Duncan, otra al de Chaplin. Te sentás en el borde de la cama frente a la ventana abierta de par en par y prendés otro Parissiennes. Ahora te resta resolver dos problemas básicos: cómo hacer que el cartel se despliegue sin tu ayuda, como si tuviera vida o una mano invisible lo dejara caer y extenderse; luego, cómo concitar la atención de los alumnos, que en ese momento andarán vagando sin sentido por el patio. Fumás y fumás y de tanto fumar, mientras el vecino del segundo piso del edificio al otro lado de la calle Paraguay le grita a su mujer que es una puta sin remedio, que el día menos pensado la va a colgar del balcón, es que te viene la campanada. Encendés otro cigarrillo, una pitada nomás, hasta que la brasa cobra vida; le atás un piolín al filtro y lo dejás pendiendo de un clavo, en el marco de la ventana, a voluntad de los antojos del aire, de sus movimientos suaves y constantes. Medís con un cronómetro el tiempo que demora la brasa hasta transformar en cenizas el tabaco y llegar al filtro: doce minutos. Repetís el experimento dos veces para comprobar que tu cálculo es correcto. Sí. La brasa de cada uno de los cigarrillos tarda doce minutos en alcanzar el filtro. Con un marcador fino, a modo de regla del tiempo, trazás una marca a cada minuto en un cigarrillo entero. Ahora debés inventar una treta que logre convocar la atención de la gente hacia el piso superior cuando el cartel brote de la nada como calamidad del cielo. Vas al baño, sacás del botiquín un tubo de Redoxón, dejás los comprimidos en un estantecito, volvés al cuarto y llenás el envase con la pólvora de ocho petardos y piedritas de colores de una maceta. Con un hilo de algodón cubierto con betún de cera de vela y pólvora fabricás una mecha larga.
De modo que: llegarás al colegio minutos después de las siete con el bolso, subirás entonces sigilosamente por una escalera lateral al segundo piso, al sitio escogido, donde se encuentran los viejos pupitres arrumbados; extenderás el rollo de tela sobre el barandal, apenas asomado al vacío; lo sostendrá el hilo de nailon que amarrarás al herraje de uno de los pupitres; el hilo, tenso, en un punto se encuentra enlazado a la mecha que pasa a través del orificio del cigarrillo que deberás encender cinco minutos antes del comienzo del recreo largo para que su brasa encienda la mecha que derretirá el nailon exactamente a los ocho minutos del inicio del recreo, cuando todos los alumnos se encuentren conversando animadamente en el patio. Salir unos minutos antes del final de la clase para subir de prisa al segundo piso y encender el cigarrillo será fácil porque la profesora viejita y tierna de literatura te trata como si fueras su nieto desde el primer día de clases, cuando le dijiste que tenía el mismo aroma a jazmín y los mismos ojos almendrados de tu abuela.
El momento fue mágico. El cigarrillo cronometrado funcionó con una exactitud incomparable: al promediar el recreo largo la brasa encendió la mecha que cortó el hilo y tras la explosión el cartel se desplegó. Solito, solito. Obra de fantasmas. Todos los que estábamos en el patio dirigimos la mirada a lo alto. Una hazaña difícil de olvidar. Los estudiantes aplaudían y chiflaban. La cabeza del rector daba giros de lechuza buscando al autor del atentado. Los preceptores se lanzaron a los piques escalera arriba. Yo observaba la escena de brazos cruzados, junto al busto de Sarmiento, donde me había ubicado cómodamente para presenciar el espectáculo. Un cigarrillo entre los labios, el pelo engominado.
En la escalinata de mármol de la salida del colegio se había formado una doble fila de celadores a la manera de soldaditos de plomo. Atentos, vigilantes, amenazadores. Quadri, el rector, supervisaba la retirada de los alumnos desde el hall, junto al busto de doña Paula Zoila Albarracín, madre de Sarmiento. Al verme llegar desde el patio con el enorme bolso plegado bajo el brazo, me tomó del antebrazo y me llevó aparte. Sin soltarme, clavándome los dedos, me dijo desde sus dos metros de estatura: “O usted se va de este colegio ya mismo y no vuelve nunca más, o llamo a la policía”. Primero me asaltó el miedo. Pero luego, en tanto caminábamos con Tony y Lennon por Libertad hacia Santa Fe, y les contaba lo que me había dicho Quadri, tomé el hecho con alivio, con un alivio que crecía en razones a cada paso, a medida que íbamos acercándonos a Plaza Libertad. Fuera de mi vida, por fin, Sarmiento, el colegio, el estudio, el rector Quadri, la charlatanería de esos profesores miopes y pacatos, prototipos de la educación bancaria, don Paulo Freire diría.