Canal Abierto continúa con la publicación de los capítulos del libro
Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]XXIV. [/mks_dropcap]Caminata, plazas, pancho, colectivos, trenes, llamado a la mensajería. Caminata, plazas, pancho completo, colectivos, trenes, llamado a la mensajería y un buen día mensaje importante. Dice la chica del teléfono intentando darle a su voz un tono algo así como apremiante: “El señor Sánchez dejó dicho que lo espera sin falta en el local de Cabildo a las seis de la tarde. Sin falta”. Bueno, gracias. “Sin falta, dijo el señor Sánchez”. Pues al local de Cabildo voy.
Tucho será el responsable de la operación, todos tenemos que respetar sus órdenes. No será tan difícil tomar la escuela técnica de la avenida Independencia a las diez de la mañana. Ocupa media manzana, nomás. Tucho hace un plano en una hoja de cuaderno. Sala de profesores, aulas, patios, dirección, cocina, secretarías, plan de evasión y cosas más. Flechas cortadas, entrecruzadas, líneas de puntos. Señala a uno y le dice: vos vas a ser campana en esta esquina. Vos, en la otra, ¿ven? Vos esto y vos aquello y vos, me dice, vas a cuidar el portón de entrada, sobre Independencia, hay una casilla de un portero, acá (círculo rojo), ¿ves?, tenés que inmovilizar al tipo, que no hable, que se quede quieto, ¿viste?, y tenés que custodiar la puerta de entrada, ¿viste? El arma te la vamos a dar en la entrada de la escuela.
Pocos minutos antes de las diez de la mañana me encuentro con Tucho y le digo que falta un campana, el de Independencia y Dean Funes. Lo hacemos igual. ¿Estás loco? Mejor levantarlo. Se hace. Es el campana de la esquina de la escuela, a media cuadra de la escuela. Se hace igual.
En el portón de la escuela estaba el Polaco con un bolso entre las manos. Te lo abría en la cara, como si fuera contrabandista de perfumes, para que vos eligieras alguna de las armas que había, y había unas seis o siete pero no tiempo para elegir. Agarré un revólver corto, ni idea de calibre, pero era chico y liviano. El Polaco trancó con una barra de hierro la puerta del portón de acero, se puso a correr hacia el fondo y comenzó la operación. Había que subir dos escalones para llegar a la casilla del portero. Era un tipo joven que en ese momento estaba con su mujer, un cuartito de dos por dos, una silla, una mesita chueca y un teléfono negro, rajado. ¿Te puedo ayudar en algo?, dijo el tipo. Por lo visto no tenía idea de lo que estaba ocurriendo. Si es para consultar sobre inscripciones y planes de estudio tenés que ir a la oficina que está al final de esta callecita. Muy amable y simpático, el tipo. Pensé en una salida elegante. Decirle, por ejemplo: gracias, no vengo a inscribirme ni nada de eso. Somos montoneros y vamos a tomar el colegio por cinco, diez minutos. Nada especial, volantear, contarles a los estudiantes lo que está pasando en el país. ¿Por qué no nos quedamos los tres acá y te fijás que están dando en el trece?
No me creyó cuando saqué el revólver chiquito. Guardá eso, pibe. Le apunté a cualquier parte y le dije que éramos montoneros, que se dejase de joder, al piso, al piso, mirá que les doy, boludo, eso, las manos en la nuca, todo está bien, quédense así los dos hasta que les diga. Ojo en el portón, ojo en los tipos. Desde el fondo me venía el eco de una arenga, de algún discurso, y aplausos, muchos aplausos. El campana del otro lado del portón, en la vereda, se puso a gritar: “¡La cana, viene la cana!”. Patadas en el portón, el grito de un cana: “¡Salgan, abran la puerta, somos de la policía federal!”. El portero se para, la mujer se queda echada en el piso. Dale, pibe, está la policía, dale … Ahora la policía estaba tratando de derribar el portón con un auto. Apunté al portón y disparé. Bueno, disparar es un decir porque de ese revolvercito no salió nada. Ni bala, ni ruido, ni humo. Volé, volé, y no es un modo de decir: salí de la casilla del portero a puro flote, no sentía que mis pies tocaran nada, los brazos abiertos de par en par, revólver en la mano, y a los gritos: “¡La cana, a rajar, la cana…!”. Estampida de estudiantes y del grupo de compañeros. Con el Polaco llegamos al punto de escape, el fondo abandonado de la escuela. Había que subir por unos montículos de escombros, trepar al muro y saltar. Acaso tres metros. Me calcé el arma en la cintura; lo mismo hizo él. Nos sentamos sobre el muro y saltamos a la vereda. De alguna parte apareció en la calle un Ford Falcon a los pasos, tipos que miraban hacia una y otra vereda. El Polaco me miró, miró hacia el Falcon, se sacó el arma de la cintura y la puso debajo de una baldosa, junto a un árbol. Metros más adelante los del Falcon frenaron a mi lado y sin salir del auto uno de los tipos se sacó los anteojos negros y mientras mordía una de las patillas me preguntó si había visto gente rara, sospechosa, jóvenes corriendo por ahí.
No, para nada, si no se lo diría, señor.
Gracias, pibe. Y no dejés de estudiar.
La Chacha llevaba una escopeta recortada en la cartera, yo un revólver en la cintura y el tercer compañero, desarmado, tenía a su cargo el reparto de los volantes entre los pasajeros mientras secuestrábamos el colectivo 39 durante dos, tres paradas. Subimos en Castillo y Ravignani a las ocho de la noche de un viernes. El colectivo estaba repleto de gente. La Chacha se plantó en el medio, el otro compañero en el fondo y yo me quedé cerca del chofer, nervioso, asustado, atento a los gestos de la Chacha. Segundos que me resultaron horas hasta que ella se puso a toser como tuberculosa mientras me hacía la señal de que no había percibido canas de civil entre el pasaje. Entonces me coloqué a un lado del chofer, incliné el cuerpo hacia él y le dije que éramos de la organización Montoneros y hasta que le indicara lo contrario debía cerrar las dos puertas del colectivo y que ni se le ocurriera detenerse en alguna parada. Era un tipo de cincuenta y pocos años, el pellejo de la cara curtido. Sin sacar las manos del volante me miró con aire de malevo. No me hinchés las pelotas, pibe, andá a estudiar y dejate de jugar al guerrilero porque los van a hacer moco y yo estoy laburando. Compañero, le pido por favor que colabore. ¿Compañero? No me jodas más porque voy a parar el colectivo y te voy a cagar a trompadas, dale, bajate ya. La Chacha me miraba con impaciencia, sin comprender qué estaba pasando. Me alcé apenas el suéter y le hice ver la culata del revólver al tipo. ¡Ah! ¿Qué traés ahí, la pistolita de agua? El miedo pudo más. Saqué el revólver, se lo metí entre las costillas y de inmediato, sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, de lo que estaba pasando, me sorprendí gritándole como un energúmeno: ¡La puta que te parió, viejo de mierda, cerrá ya las puertas y no las abras ni pares esta mierda de colectivo hasta que yo te lo diga porque si no te hago cagar! ¿Está claro? Bueno, bueno, calma, tranquilo, pibe. El compañero del fondo empezó a distribuir los volantes: un informe de lo que sabíamos que estaba ocurriendo en el país y que todos los medios de comunicación dejaban en el tintero: secuestros, desapariciones, asesinatos disfrazados de presuntos enfrentamientos, torturas en comisarías y cuarteles de las fuerzas armadas. Datos precisos, nombres, apellidos, fechas y circunstancias. Decenas de casos. Y en las últimas líneas convocábamos al pueblo a sumarse a la resistencia, porque el futuro de la patria estaba en juego y el país en manos de dictadores asesinos que iban a destruir la economía y entregar nuestros bienes a cambio de un plato de lentejas. ¡Patria o Muerte! ¡Venceremos!
Las ocho cuadras más largas de mi vida.
La Chacha era mi jefa, mi responsable y hacía semanas mi compañera.
Todo fue así: caí en el grupo que comandaba ella en agosto de 1976. Su compañero, La Rusa, había desaparecido en julio. La China ya caminaba por las calles de Nueva York con su primera pareja, un compañero al que le decían, creo, El esmirrio. Chacha era una piba de cuerpo, ojos, boca y voz hermosos. Las primeras veces que la vi andaba siempre metida en un vestido negro, algo ajustado, hasta las rodillas, un color que la hacía más atractiva. Nunca sabré si lo hacía por luto o por coquetería. Al fin de cada reunión nos íbamos juntos con la excusa de que queríamos hablar un poco sobre la coyuntura. Pero hablábamos de nosotros. Y moqueábamos como dos buenas amigas sentadas en el banco de granito de cualquier plaza. No eran mal de amores. Era tristeza y desconcierto de lo más profundo. No era común que tu compañero o compañera te besara desde el estribo del colectivo una mañana y horas más tarde, de golpe, la nada, absolutamente la nada. El popular, gracioso y folclórico se lo tragó la tierra. Los militares habían pasado del dicho al hecho, a la ejecución directa del hecho.
La organización nos dio plata para que pasáramos la noche en algún hotel con otro compañero que tampoco tuviera dónde dormir. Cada cita era una verdadera sorpresa. A las diez de la noche en la parada del 12 de Austria y Santa Fe; ella va estar con una campera roja y una revista Para Ti en la mano. De ahí van al Kentucky. A veces me tocaba con la Gallega y nos cagábamos de risa toda la noche recordando los primeros encuentros de los pibes del Sarmiento con las pibas del Lenguas Vivas. A veces era una compañera acribillada de esquemas, protocolos de seguridad, dignidad ideológica y una religiosa verticalidad. No podías abrir la boca porque cualquier palabrita que pudieras decir era información pura y directa de mi vida que ella no debía conocer. Que a callar, a dormir y chau.
Fue en la noche del 21 de septiembre. También me acuerdo bien de ese día porque a la tarde me habían mandado a una cita con un compañero que iba a ser muy fácil reconocer: bajito, pelo rubio y una curita en la mano izquierda. Avenida Santa Fe, flores y carrozas por todas partes, flores y guirnaldas extendidas de un poste a otro. Bajé del colectivo en Paraná y me puse a caminar hacia la esquina y entonces lo vi: el pibe bajito, de pelo rubio, no más de dieciséis, diecisiete años, y una curita en su mano izquierda. Pero no una curita pegada a la piel. No, no, no. Entre los dedos de la mano izquierda tenía un extremo de la curita, del sobrecito de la absurda curita, y la movía al viento como si estuviera saludando a su novia desde el andén mientras el tren se aleja. Pasé delante de él y seguí de largo. Me quedé unos segundos contemplándolo desde la otra vereda. Con una perspicacia de esa naturaleza no íbamos a llegar muy lejos.
Pero regresemos a la noche del 21 de septiembre de 1976. Mientras me acercaba caminando medio apático a la esquina de la cita me pareció reconocer la figura de la compañera con la que iba a pasar esa noche en el Kentucky. Era la Chacha. La jefa, la mandamás, la responsable de mi vida. Me dijo que había perdido el contacto con la compañera que vivía con ella. Seguía con el vestido negro. Antes de ir al hotel fuimos a comer empanadas al horno de barro en un boliche tucumano de Bustamante y Santa Fe. Tomamos vino patero.
Habitación 22. Lloramos un poco más, los dos sentados en el borde de la cama. Que la Rusa y la China, que la Rusa y la China. No había mucho mas qué decir. No era fácil hablar de política, de lo que hacíamos, de lo que en realidad pensábamos, de lo que estaba pasando. Sabíamos que no sería otra cosa que hablar de la derrota, de la maldita derrota, de la espantosa derrota, de la sanguinaria derrota, de la degradante derrota. Pero aún derrotado siempre se puede dar otro paso y otro más. Con más fervor incluso. Seguíamos. A paso firme. ¿Desapareció Chulo? ¡Puta que lo parió! Unos minutos de duelo y a caminar, compañeros.
Dejamos encendidas las luces de los veladores de pantalla verde del cuarto. Yo duermo arriba de la sábana y vos en la otra mitad, abajo, dijo la Chacha. Sí, claro. Era una noche calurosa. Cosas de la vida: han pasado minutos desde el momento en que nos dejamos caer en la cama como dos espectros y mi mano izquierda roza sin ningún propósito la mano derecha de ella. Un sencillo roce. Nos tomamos de la mano, al principio con timidez, después con fuerza, casi con desesperación. Nos mirábamos en el espejo del cielo raso sin decir palabra. Todo sucedió en silencio. Le tomé la mano y se la besé. O quizá fue ella la que tomó la mía y la besó. Fue sexo de la melancolía, sexo mudo y penitente. La penuria y el sexo, la visión del abismo y el sexo no se llevan bien.