Canal Abierto continúa con la publicación de los capítulos del libro
Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]XXIII. [/mks_dropcap]Cerrito y Córdoba, semáforo en rojo, los pies jugando al equilibrista en el borde del cordón de la vereda; las manos, crispadas, metidas hasta el fondo de los bolsillos del blazer azul; la cara, presumo, muy pálida y blanda. El ánimo hundido en el barro. Exceso de días de caminata, plazas, colectivos, trenes, llamado a la mensajería, caminata, plazas, colectivos, trenes, llamado a la mensajería. Pero había que seguir y cruzar Córdoba y hacer tiempo y buscar algo de serenidad en las placitas del Obelisco y después echarse a caminar con lentitud hacia Constitución y comer dos panchos en el carrito de General Hornos para soportar la noche.
Cuando lo vi al otro lado de la avenida, esperando a cruzar hacia mi lado, creí que estaba enloqueciendo. Me acordé de esas tonterías del oasis en el medio del desierto. Es que no podía ser él. Después se lo dije al Oveja: encontrarte así, de puta casualidad, en este momento, de verdad, es como encontrarse un oasis en el medio del desierto. Tomamos una cerveza en la confitería de la Jockey Club. No hay mejor salida que tomarse una cerveza y comer maní en una mesa de la calle en cualquier bar de la 9 de Julio, changuito; cuando le digo esto a mis cumpas de Tucumán, me cagan a puteadas. Hasta ahí nomás las sonrisas. Porque el diálogo se puso negro. Le conté lo que había ocurrido en la casa de la China. Me contó que su compañera, dirigente de la UES de Tucumán, estaba presa. Nunca lo había visto triste, de hombros caídos, los trazos de la cara siempre risueña ahora secos, tensos. Había regresado al país unos meses antes, clandestino. Pero mejor te voy a contar en casa, changuito. ¿En tu casa? Sí, ¿o tenés dónde dormir? No. Vos, changuito, esperá acá que yo tomo un taxi en la otra cuadra, le digo al taxista adónde tenemos que ir y te paso a buscar. Minutos después para el taxi con el Oveja y una bolsa sobre los muslos en la que lleva una docena de empanadas y una botella de vino tinto. Subo y a las dos cuadras me hago el dormido, y hasta creo que por momentos duermo. Un edificio de alguna calle del centro de la ciudad. Ascensor arriba, ascensor abajo y arriba y al medio y abajo. Departamento de un ambiente, cortinas y persianas cerradas. Limpieza total. Da la impresión de que allí no vive nadie. El azar había transformado mi día en una fiesta. El Oveja, un lugar donde dormir y bañarse, empanadas, vino. Cada uno se tiró en su cama sin sacarse la ropa. El Oveja puso su pistola sobre la mesa de luz que separaba las camas. Al lado de la pistola, la pastilla de cianuro. Se quedó mirándome, el tronco apoyado en el antebrazo, como esperando algo. Dejá tu arma ahí, mejor. No traje. ¿No? ¿Y dónde la dejás? En el armario del club vasco, es seguro. De un bolsillo de su bolso sacó un revólver chico y me lo dio. Lo dejé en la mesa de luz. ¿Y la pastilla? No tengo, no uso, nunca me la dieron. Todo esto es una mierda, changuito, pero tomá, dejála cerca. Puse la pastilla en la mesa de luz, pegadita al revólver. No hubo silencio y oscuridad que me ayudaran a dormir. En algún momento de la noche acerqué la llama del carusita a la mesa y ahí estaba mi revólver de esa noche, estaba mi cápsula de cianuro de esa noche. Al otro lado del velador, la pistola del Oveja y la cápsula de cianuro del Oveja. El también estaba despierto. Las tres de la mañana. Hicimos mate cocido y nos quedamos recostados en la cama, casi sin mirarnos, charlando, fumando Particulares. Me contó a las risas que una noche estaba en una reunión con Firmenich y otros de la organización y el campana los alertó, se aproximaba lentamente un patrullero por la calle, y ahí salieron todos a las corridas por los techos y a Firmenich, que andaba panzón, lo tuvo que ayudar a sortear un muro de un metro de altura. De los compañeros que estaban desapareciendo me dijo que en Tucumán los estaban apelotonando en comisarías de pueblos chicos y en algunos cuarteles del Ejército. De dónde los estaban juntando en la capital federal, la menor idea. Se acabó la joda, changuito, estos milicos están cebados y no tienen límite.
Pasé tres o cuatro noches en el departamento. Y así nos echábamos a dormir. El en su cama y yo en la mía. Uno cerca del otro. Cada uno con su arma y su pastilla al alcance de la mano. Los dos con la mirada en el techo, sin dormir, haciendo de cuenta que lo hacíamos, figurándonos en otra noche, en otro lugar, hasta que el cansancio nos desmoronaba y de pronto despertábamos asustados, echándole ojos a la pastillita y rozando con la mano la culata del arma.
Creo que fue el Nabo, un tipo por completo desagradable, ladino y presuntuoso, compañero de la hermana de la China, el que pese a todo me avisó que la habían liberado, que en pocos días más partiría a los Estados Unidos, y preparó la cita en la pizzería Los Cocos, en la esquina de Córdoba y Bustamante. Si querés despedirte, ahí va a estar ella este viernes a las siete de la tarde. Se lo comenté al Oveja. No vas a ir, changuito. Sí, necesito verla, saber qué le pasó, despedirme. No, no podés ir, te lo prohíbo. No creo que ella sea capaz de hacerme una cama con los milicos. Nunca se sabe. Yo confío en ella, la quiero, la extraño, es mi compañera. Estábamos en el departamento, vino tinto, salamín, queso Mar del Plata y rebanadas de pan Felipe. Bueno, entonces voy a ir con vos y que nadie se llegue a enterar de esta burrada que vamos a hacer.
Hermanito, estoy llegando al final de mis recuerdos. Como podrás ver, he resuelto ahorrarte tiempo y entonces escamotear muchos fragmentos.
Una tarde, después del golpe, yo estaba en el banco y en la caja. El banco había cerrado unos minutos antes porque recuerdo que estaba contando el dinero para cerrar la caja y se me acerca Angelito Lagunas, el trosko y me dice que se lo han llevado a Carlitos. Cuándo? Cómo? Quién? Que pasó?. El gerente ha esperado unos minutos y se lo ha dicho a alguno. Unos años después, ese gerente finalmente cuenta la historia de esa tarde: se presentan dos tipos que le dicen que son militares, se encierran en su oficina y le piden los legajos de Carlitos y el mío. Le piden que llame a Carlitos a la gerencia.
Se lo llevan por la puerta unos instantes antes de que cierre la sucursal. Nadie se da cuenta de nada.
En ese momento no sé lo que relata el gerente años después, pero me quedo como tonto. Angelito me dice que vayamos a avisar a Lily que era la pareja de Carlitos y que trabajaba a unos metros del banco. La hacemos bajar, Lily se derrumba. Le pedimos que avise a la familia de Carlitos en Gualeguaychú. Y nos ponemos a ver que se puede hacer.
La sucursal estaba a pocos metros de la Sastrería Militar y tenía cuenta en el banco. Al día siguiente Angelito y Edgar paran a un coronel retirado cuando entra al banco y le cuentan lo que pasó. Conoce a Carlitos y promete averiguar lo que pueda. Unos días después nos dice que lo olvidemos, que no se puede hacer nada.
Y ahora viene cuando uno se pregunta: ¿Cuándo fue que se jodió la política, Zabalita? No lo sé, pero así fue. Recuerdo una noche que vino a cenar a casa el Gato. Y otra que vino la hermanita de Carlitos que quería venirse a vivir a Buenos Aires.
Cuando me decido a dejar todo y ponerme a estudiar es el año 77. Voy a la UCA y paso completamente de la política.
Como sigo en el banco, compro entradas para el Mundial, los tres partidos de Argentina y para la final.
El día que juega Argentina-Italia me caso por la iglesia y unas semanas después voy a ver la final Argentina-Holanda con nuestro hermano Pato. Gritamos y festejamos junto a Videla-Massera-Agosti y otras noventa mil personas.
A la vuelta con Pato en el subte saltamos cantando: el que no salta es un holandés…
En fin.
Besos y abrazos de tu hermano mayor.
Llegamos en colectivo a la esquina de Gallo y Córdoba, a una cuadra de la pizzería, quince minutos antes de la cita; él en un asiento a un metro de la puerta delantera, yo de pie junto a la puerta trasera. Un anochecer muy frío y ventoso. El Oveja caminaba unos metros adelante; con esa campera de gamuza de cuello mao, un libro en la mano y los anteojos de armazón negro tenía el aspecto de un porteño de ley, bohemio y noctámbulo. Yo llevaba el revólver y la pastilla que él me había dado en un gesto de generosidad revolucionaria. Lo seguía, estudiaba cada uno de sus movimientos, movía los ojos hacia donde él miraba, me detenía en una vidriera cuando él lo hacía. Me quedé, como lo habíamos acordado, haciendo tiempo en una parada de colectivos mientras él hacía un relevamiento de la zona y de la pizzería. A los pocos minutos pasó caminando frente a la parada y me pidió fuego. Señal de que todo estaba en orden. Entré a Los Cocos por la puerta de la ochava; él lo hizo por una puerta lateral y buscó una mesa cercana al baño, en un rincón desde el que podía abarcar todo el salón con la vista.
La China no era la China. Había extraviado el color de sus ojos en otra parte. Estaba desparramada, los brazos apoyados sobre la mesa, el cuerpo encorvado. Le quise tomar las manos y ella las fue retirando poco a poco. Le molestaba mirarme a los ojos, a cada instante desviaba la vista hacia alguna de las puertas de la pizzería. De pronto tuve miedo, mucho miedo. No estaba con la China, estaba con una piba aterrorizada, con una piba a la que le habían destruido la mejor parte de su interior. La que está siempre a la vista, en la cara, de la que hablan siempre los ojos. Me hablaba como si fuera la primera vez que me viera. Sus primeras palabras fueron: me hicieron cosas horribles, y escondió la cara hacia un lado, el mentón casi pegado al hombro. No podía ni siquiera tomarle la mano y ponernos a llorar juntos. Me voy a Estados Unidos. ¿Qué, cuándo, y nosotros? Quiero irme, mi familia quiere irse. La pasé muy mal. ¿Y nosotros? En este mes pasaron muchas cosas, Hernán. No me digas Hernán, yo me llamo Javier. ¿Qué? No importa, seguí. Me ayudó mucho y siempre estuvo a mi lado mi compañero anterior, ya te había hablado de él. Sí, sí, entonces vos te vas con él a Estados Unidos y yo me quedo acá, triste, haciendo ya no sé qué de mi puta vida. Bueno, me tengo que ir. Nos besamos en la mejilla, nos abrazamos. Suerte, le dije. Suerte para vos, dijo ella. No volví a verla. Traté de hacerle llegar una carta a través de una muy amiga y muy compañera de ella, Pecas.
Pecas: hermosa y amable y divertida compañera. Días después de mi encuentro con la China comí pizza y faina con ella en un lugar hecho de fórmica, todo fórmica blanca y caños de metal inoxidable, en Marcelo T. de Alvear y Pueyrredón. Pizza barata, recalentada y de molde. Me escuchó y soportó mis lágrimas un par de horas. Le dije que había conseguido hablar con la psicoanalista de la China, una mujer muy gamba que incluso nos había dejado dormir una noche en su casa, y bueno, ella me había dicho que la China se iba al día siguiente en un buque de carga desde la Dársena Norte. Al mediodía. Quiero ir, pero me siento inseguro si voy solo. ¿Podés acompañarme? Pecas era un bálsamo, tenía el don de hacerte reír de cualquier cosa cuando lo que andás necesitando es reírte de vos, de todo lo que está ocurriendo, de cualquier cosa. Además yo no tenía la menor idea de lo que era una dársena y menos aún en qué dirección estaba el norte.
La dársena norte estaba en algún lugar pegado al río que no recuerdo. Tuvimos que saltar cadenas, caminar un par de cuadras por calles mal empedradas, seducirlos a los de la prefectura, somos familiares de los que viajan, nos olvidamos los documentos, y éramos pibes lindos, simpáticos, amables, ocurrentes, pasionales, argentinos. Por sobre todas las cosas, argentinos. Nos trepamos a una especie de grúa y desde ahí vimos el desfile. Tres Ford Falcon llegan hasta al muelle, ahí nomás de la escalerilla de embarco. Puertas que abren con urgencia, canas y milicos de civil y en el medio de ellos la China, la madre de la China, eso alcanzamos a ver, la procesión de la China y su familia hacia donde nunca se sabe. Minutos después el sonido grave de la sirena del buque, dos, tres veces, y entonces la mole que comienza a despegarse del muelle y a alejarse, como a los pasitos, echando humo por una de sus chimeneas. Siempre la recuerdo subiendo la escalerilla, a los tropezones, la cabeza gacha, el lomo medio caído.
En esos días el Oveja se fue de viaje. A regañadientes aceptó que le devolviera la cápsula de cianuro. Mirá si la pierdo, che, mirá si la confundo con una pastilla de mentol. Una vez más solo, a la deriva, un vagabundo del Dharma en aprietos.