Por Carlos Saglul | Demasiada influencia mística nos llevó a pensar que “mal” y “bien” son categorías distantes que andan casi siempre por el mundo en cuerpos distintos. De un lado están los malos. Del otro, ordenaditos los buenos, donde por supuesto nos colocamos nosotros y nuestros amigos. Cuando el mundo se divide de forma binaria, no tardan en aparecer los inquisidores. Y los buenos ya no son tan buenos.
El director de La Política Online, Ignacio Fidanza, insospechado de simpatías de izquierda, se asombró de que la gente haya soportado resignada hasta ahora los efectos de una devaluación de más del 50 por ciento. “Una enormidad que se absorbió con templanza budista”, subrayó.
¿Templanza budista? Dejar sin comer a un niño es violencia. Despedir, asesinar a un viejo al no permitirle acceder a su medicación, dejar a los niños sin vacunas, a los enfermos de sida sin drogas, es violencia. También lo es privar de subsidios a los discapacitados, obligar al exilio por razones económicas a los científicos, negar el derecho a la educación, censurar, encarcelar gente sin pruebas suficientes, obligar al cierre a miles de pequeñas empresas.
Pasaron varios “segundo semestre”. Ya las promesas del oficialismo no venden. Sin conducciones opositoras claras no hay que descartar que la sombra de la desesperación oscurezca el panorama. ¿Dónde va a parar la violencia contenida del que perdió todo, o la del que aún no perdió el trabajo pero vive en la incertidumbre de no poder siquiera planificar su futuro?
Un carnicero que es asaltado persigue con su camioneta al asaltante que va en moto, lo aplasta contra una columna y junto a sus vecinos lo golpean hasta matarlo. Sometido a juicio es sobreseído por un jurado popular que, obviamente, entiende que la propiedad está por sobre la vida. Un chofer del servicio nocturno de colectivos, compañero de otro al que asaltaron, esgrimiendo un fierro, confiesa que le gustaría “hacer puré el cerebro de esos chorros y tirarlo a la basura”.
En un peaje, un prefecto discute con otro automovilista, saca la reglamentaria y lo asesina. Un policía deja a fuerza de golpes en estado vegetativo a un pibe que confundió con un ladrón. Cuando la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, lanzó la “doctrina Chocobar”, sabía lo que hacía. Fue larga la lista de muertos que precedieron esa decisión oficial. La más emblemática es la del chiquito de 12 años fusilado por un policía drogado. El policía, pese al crimen, estuvo en libertad y seguía trabajando hasta que lo agarraron cuando robaba. Se quedó con la cartera de una mujer y eso sí fue su perdición. Destruir a una familia obrera matando a un pibe puede pasar, pero ir contra la propiedad privada, jamás. Ese es el credo que el Estado y los medios le meten en la cabeza.
Cuando se realiza una marcha de 500 mil personas para protestar por el ajuste, aquella mano de obra que ya no es desocupada arroja bombas molotov contra un edificio de Gendarmería. ¿Es la vuelta del RAM, ese oscuro grupo terrorista supuestamente mapuche, o una puesta paraestatal que pretende justificar violencia represiva?
Un comerciante acusa en la tele a senegaleses por la falta de trabajo y defiende que la policía los persiga y apalee. Las largas colas en los hospitales tienen a quienes entretienen la espera insultando a “los bolivianos y paraguayos que se vienen a atender acá”, y a los médicos que hacen paro. Lo mismo pasa con los maestros de las escuelas públicas. En el sur están los mapuches “que no permiten que lleguen las inversiones”. Los colombianos te roban lo que aportás en impuestos viniendo a estudiar acá. Éste también es el discurso Cambiemista. El fascismo prende en la angustia económica como el fuego en madera seca.
Nadie como la prensa canalla para viabilizar el ajuste criminalizando a las víctimas. Justo cuando se deja sin sus pensiones a miles de discapacitados, Jorge Lanata titula su columna “Los que tienen coronita: Un millón de personas cobran pensión no contributiva por invalidez laboral”. Dice que hay 20 mil autos con obleas truchas de discapacitados. Aunque no tenga nada que ver, se saca el gusto contra el gremio de prensa, como si tener buenos convenios fuera un acto criminal, y se escandaliza porque los trabajadores de la TV Pública “cobran más cuando trabajan en exteriores”.
El conductor Baby Etchecopar insulta a las mujeres que reciben planes sociales. Propone darles un martillazo en la cabeza a las que “no son comestibles”, y aclara: “me cago en los derechos humanos porque acá son para los chorros”. No es inofensivo este discurso, especialmente en el marco de un gobierno que justifica el fusilamiento por la espalda de presuntos delincuentes. El ideario fascista de Etchecopar prende más de lo que se piensa.
Jean Paul Sartre decía que “la cólera que genera la opresión al no estallar, gira en redondo y daña a los propios oprimidos (…). Al levantar el cuchillo contra su hermano, cree destruir de una vez por todas la imagen desatada de envilecimiento (…). Así, ellos mismos aceleran la deshumanización que rechazan”.
Este salvaje plan de ajuste necesita una represión creciente, justificada en defender lo propio (el único camino, lo “bueno”, conocido) de lo extraño (populismo, el mal, la corrupción, los de afuera), que se materializa en migrantes, desocupados sin iniciativa, maestros haraganes, médicos que no van a trabajar, periodistas ideologizados, mapuches terroristas y sindicalistas corruptos. Preservar esta pesadilla donde un diez por ciento se enriquece empobreciendo al resto de la sociedad necesita de un orden caníbal donde las víctimas se devoran entre sí y la cosecha de fascistas nunca se acaba.