Fatídica coyuntura
Las últimas elecciones en Brasil, que le dieron la victoria a un militar militarista escondido hasta entonces bajo la investidura de un diputado pianta votos, desdibujaron la sonrisa bienpensante que provocaban sus dichos y pusieron en estado de alerta a las almas progresistas: ¡cuál será el próximo Bolsonaro! De hecho, cuando los tiburones huelen la sangre rondan seguros de sí mismos y, ante el miedo a la delincuencia común de una parte de la población y el pánico moral de la otra –siempre según una distribución más o menos binaria, más o menos zonza– se imponen cristalinos en el mar coyuntural: la resolución ministerial de Patricia Bullrich, las declaraciones xenófobas de Miguel Pichetto y el raid mediático de Sergio Berni aparecen como intentos locales más o menos creíbles de capitalizar el efecto Bolsonaro. Por el momento la figura de Alfredo Olmedo parece forzada por algunos medios y el imaginario mimético. Por el momento, Argentina no es Brasil.
¿Por qué la coyuntura habría de leerse solamente a partir de los datos y las herramientas que ella misma provee con sospechosa facilidad? De hecho, la coyuntura es parte de un presente ancho que alberga otros posibles y conecta con genealogías no siempre explicitadas por la coyuntura misma. ¿Rebrote fascista? ¿Retroceso de la democracia? ¿Peligro inminente para las minorías y los activismos? ¿Otra vez la seguridad interior en el centro de la escena política y social? El sentido común punitivista exuda frases como “estamos hartos”; mientras el sentido común progresista se fastidia: “¡qué retroceso!”. Ambos coinciden en la ilusión de que “el problema” debería ya haberse resuelto: delincuencia controlada para unos, punitivismo desmentido para otros.
La encerrona impide pensar más allá de lo estrictamente coyuntural y los flujos anímicos capturados por la inmediatez con que se presentan hechos, dichos e imágenes, nos confinan a la repetición de lo mismo que nos congela en la mueca disconforme. Habría, al menos, dos registros que revisar para ampliar el terreno de reflexión y desarmar las batallas imaginarias en favor de una discusión material. Por un lado, la propensión antropológica del animal humano a encontrar un refugio absoluto o una solución definitiva ante lo amenazante, y, por otro, la génesis de la demonización de la delincuencia común en nuestro país.
Seguridad imposible
Según una etimología el término “seguridad” (securitas) concierne al cuidado y, en particular, a la posibilidad de andar sin más cuidados que los provistos por la propia situación vital; eso significaría andar seguro. Así, el desamparo del cual nunca nos libramos se vuelve menos amenazante cuando habitamos una situación de seguridad, en tanto alguna forma de cuidado nos resguarda de los peligros. Sin embargo, el problema más específicamente humano no es el del refugio, sino el del peligro generado por las propias formas de resguardo que nos damos. La antropología filosófica de Paolo Virno, entre Y así sucesivamente, al infinito[1] y La idea de mundo[2], puede contribuir a forjarnos un lente con angulares capaces de ampliar nuestra lectura y ensanchar el presente. En las sociedades modernas (léase hobbesianas), la noción de seguridad está orientada a dar cuenta de la potencial agresividad entre las personas y a la resolución del desacuerdo de las partes individuadas por intervención de un tercero, depositario en última instancia de la legitimidad y de la capacidad de hacer cumplir sus designios mediante el monopolio de la violencia. En la matriz hobbesiana la actividad pulsional propia del “estado de naturaleza” se contiene y retira gracias a un pacto de obediencia que progresivamente se naturaliza como “estado civil”. Ese tipo de esquematismo no sólo implica un modo de funcionamiento de las instituciones, sino un aparato de lectura, una interpretación tanto de la agresividad y el desacuerdo entre personas, como del desajuste entre el animal humano y el mundo.
Paolo Virno propone una lectura según la cual el animal humano vive entre artefactos que funcionan como pseudo estados de naturaleza, es decir, que no se resuelve el naturalismo, el supuesto estado primitivo sin ley mediante un salto civilizatorio lo suficientemente razonable como para hacer deponer a cada quien su costado agresivo y su excedente pulsional a cambio de un tipo de seguridad caracterizada por las garantías de una última instancia incuestionable que, en este caso, sería el Estado. Para Virno, la inclinación del animal humano a inventarse refugios y herramientas para lidiar con los peligros proviene de su constitución como animal abierto al mundo, carente de un ambiente definitivo, de presa y depredador y de sentido prefijado. Por eso no se puede identificar una instancia primera de peligro ante la cual el gesto securitario reaccionaría, como tampoco en el origen era la tranquilidad. Escarbamos en un sentido y en otro, mas no encontraremos otra cosa que ambivalencia. La fuente de esa indecisión antropológica es siempre la relación entre inadecuación ambiental y excedente pulsional. La forma de ser de este animal humano arrojado a un mundo que le pone en frente un signo de pregunta, lo impulsa a la búsqueda permanente de refugio no siempre en un sentido defensivo, sino también inventivo, como cuando logra configurar pseudoambientes afines a su potencia expansiva, formas de habitar colaborativas que conjuran de hecho la agresividad potencial, espacios de acogimiento al distinto o al extranjero (como mandaba la philia en el Mundo Antiguo).
El Estado moderno fue creado como un gran Ministerio del Interior tendiente a anular una de las caras de la ambivalencia. De ahí su mayor violencia. Es una instancia que se pretende exenta de ambivalencia, que alucina con una solución definitiva –¿está de más recordar la “solución final” que se dio el siglo XX?–, que recorre el imaginario del ciudadano común como proponiéndole a éste pertenecer al lado “bueno” de la solución. [mks_highlight color=»#F7FE2E»] La peligrosidad inherente a la institución policial, al monopolio de la violencia, pasa tanto por la legitimación de la eliminación potencial de una parte de la sociedad, como por la dificultad de generar dentro de esa lógica una instancia capaz de controlar a quien controla. [/mks_highlight] Virno insiste en que el problema pasa por [mks_highlight color=»#F7FE2E»] construir los mecanismos que expresen la ambivalencia políticamente en lugar de liquidarla policialmente. [/mks_highlight] Se trata de la articulación compleja de dos niveles, el de la ambivalencia antropológica y el de la ambivalencia propia de un determinado dispositivo de cuidado mutuo, un riesgo de segundo grado; al mismo tiempo, se trata de la generación de reglas prestas a someterse a la misma ley que disponen para el conjunto. La unidad de medida para cada caso debe ser ella misma ambivalente. [mks_highlight color=»#F7FE2E»] El control absoluto, la sociedad policial, que pretende aplastar la ambivalencia nos expone al “retorno de lo reprimido”, un retorno ciego e impasible. [/mks_highlight] El principal problema ante los peligros supuestos por los modos que generamos para atender peligros, es decir, el problema ante peligros de “segundo grado”, pasa por respuestas también de segundo grado: el control a los que controlan es, de hecho, una gimnasia antes que una solución definitiva, es una práctica política consciente de la inexistencia de soluciones definitivas, vertida sobre los riesgos inherentes a los regímenes de poder, en este caso, poder policial.
La propaganda que vende una respuesta definitiva desconoce la posibilidad de que la respuesta entrañe nuevos peligros, ya que la dinámica de la peligrosidad, el refugio y los riesgos propios del refugio son, juntos, simultáneamente, la unidad de medida de la experiencia que socialmente hacemos del miedo, la angustia y la seguridad. Pensar uno de los términos excluyendo el resto resulta una canallada que sesga cualquier planteo. La misma indeterminación que recorre la búsqueda permanente de refugio por parte del animal humano –dada por la ausencia de ambiente predeterminado– deriva tanto en la invención de la casa, el hogar, la calidez comunitaria, como en el armado de murallas, fortalezas, policías o cables electrificados en las viviendas. Se descuida el pasaje de la prevención de la agresividad a la agresividad de lo preventivo. Si además sometemos este razonamiento a un tiempo histórico en que las metrópolis expresan una combinación irresoluble de hostilidad y diversidad de prácticas, la complejidad se vuelve atrofia.
El desafío pasa por volver a preguntarse a qué llamamos seguridad. Necesitamos preguntas a la altura de la complejidad antropológica tan agudamente descripta por Virno y de sus formas de encarnarse históricamente (con la conciencia de que las formas históricas repercuten sobre el andamiaje antropológico).
La pregunta por “más seguridad” está mal formulada, es sesgada e inútil; parte de una noción cristalizada. El problema pasa por las formas de cuidado colectivo que nos damos en relación a determinadas maneras de vivir. ¿Qué mediaciones y criterios comunes de cuidado a la altura de la autoconstitución del Demos? [mks_highlight color=»#F7FE2E»] La seguridad en sí, la seguridad absoluta, la seguridad como objetivo es imposible y, de hecho, ni siquiera es deseable. [/mks_highlight] Sus costos se cuentan por miles entre muertos, pérdida de libertades, parálisis social, etc.
La seguridad o el cuidado mutuo es un problema político, un problema de democracia, de colectivos capaces de conjurar sin autoritarismo sus zonas reactivas de agresividad, de procesar democráticamente sus tensiones inherentes.
Si volvemos a mirar con nuevos lentes tal vez logremos divisar en el horizonte otra cosa que el monopolio de la violencia, el estado de excepción o la institucionalización del miedo; porque en última instancia, la tensión irreductible de la ambivalencia, incluso la sintomatología de la agresividad no nos invitan a la licuación del conflicto por el Bien de la sociedad, sino a dejarnos transformar como Demos en nombre de lo más potente para todos y cada quien. No se trataría del Bien, sino de una multiplicidad en acto de formas de Bien Común.
Gobierno policial
Ante la pregunta: [mks_highlight color=»#F7FE2E»] ¿qué es más peligroso para una sociedad como la nuestra: un ladrón dispuesto a matar entre la espada y la pared o un policía habilitado a matar por la espalda? [/mks_highlight] La resolución ministerial surgida de la cartera de Patricia Bullrich, que continúa el protocolo de seguridad de comienzos del mandato Macri[3], sus permanentes declaraciones públicas y la utilización adoctrinadora del caso Chocobar[4], toman partido por asumir el peor de los riesgos, el de una instancia de control que no es a su vez controlada, el de la facilitación de un gatillo ya demasiado fácil. Pero el anticuario en materia de seguridad que el gobierno de Cambiemos explicita, la impudicia de un presidente poco avezado para las ideas y de una ministra fascistoide, conectan curiosamente con un síntoma bien contemporáneo: la propensión tendencial a eliminar instancias de mediación. Ya sea por un fastidio ciego que toma los flujos anímicos o por ruptura con la instancia de representación, en ambos casos denotando un cambio histórico de velocidades, [mks_highlight color=»#F7FE2E»] se propaga un deseo de eliminación que toma por objeto al que incurre en un delito común, a los manifestantes más combativos y últimamente a los migrantes. No pasa lo mismo cuando se trata de delitos económicos que producen daños a gran escala a esa misma sociedad tan hipersensible al pungueo, ni con la policía cuando se descubre su parte en la organización del crimen. [/mks_highlight] Los grandes evasores, los que legalizan la fuga de capitales, los mentores y encubridores de crímenes de Estado (como los recientes casos de Rafael Nahuel y Santiago Maldonado) no merecen la misma atención. ¿Tendrá que ver esto con el hecho de que son identificados como la parte “controlante”, con el lado respetable de la sociedad en conflicto o directamente como un faro aspiracional?
El punitivismo actual es el nombre del reencuentro entre el monopolio de la violencia que de derecho se inventaron las sociedades modernas con la concentración de la fuerza de hecho propia de un estado de excepción permanente. Un estado de excepción que funciona en las personas, que las exceptúa cuando se trata de la autogestión del miedo y de la “seguridad”. Los procedimientos, los tiempos que las instituciones se toman para procesar hechos considerados delictivos, las garantías mínimas inscriptas en la Constitución y en los tratados internacionales aparecen como una pérdida de tiempo, como un capricho a la izquierda de la realidad.
En la precaria “doctrina Bullrich” se expresa el deseo de una parte de la sociedad de eliminar esas mediaciones “molestas” y dejar actuar a las fuerzas de seguridad a la velocidad de un linchamiento.
Finalmente, [mks_highlight color=»#F7FE2E»] el linchador y el policía son parientes separados por épocas distintas, pero vueltos a reunir en los fundamentos de la nueva vieja doctrina de seguridad interior [/mks_highlight]. De hecho, el de Cambiemos es un gobierno de un solo ministerio, el Ministerio del Interior. Pero la compensación de los progresismos con su bondadoso Ministerio de Desarrollo Social sigue sin atender el problema de fondo de la ambivalencia, sin hacerse cargo de la conflictividad como un proceso constitutivo y constituyente de lo social.
Está en juego la diferencia entre política y policía. A la política concierne el elemento indeterminado, la conflictividad irreductible que, sin embargo, tiene lugar en escenarios comunes; sobre todo, se trata de la polémica acerca del lugar común mismo y de la posibilidad por parte de los sin espalda de erigirse como actores, es decir, seres activos que toman parte en las decisiones sobre lo común. La policía, según la definición de Rancière en un gran libro[5] es un régimen antagónico a la política: “la policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea…”. Lo policial define un modo de gobierno y en casos tan grotescos como el gobierno de Cambiemos no piensa en términos de la conflictividad inherente a un tejido social complejo, sino que presume un orden, un Bien y una ley previos e identifica como conflictivos a quienes se desvían o no se ajustan a esa imagen. Es decir, no hay conflicto sino conflictivos. Esa inclinación, por su parte, resultaría especular con una mirada que no se hiciera cargo de la conflictividad, confiando la organización de lo social al “bienestar”. Se trata de la visión progresista que asocia pobreza a delito o, en su reverso, bienestar general a sociedad sin delito. En su horizonte de sentido también se disipa la ambivalencia como emergente permanente de procesos conflictivos, antagonismos y nuevas relaciones entre deseo y descontento.
Pasado y presente
El discurso que pretende “renovar” la imagen de la policía a medida que nos alejamos cronológicamente de la dictadura de la desaparición de personas, insiste en una autoevidencia: hay policías buenos y malos. Pero cuando un principio puede aplicarse a casi todo lo existente se deshace en su propia estupidez. El instinto antipolicial de los ’80 no se explica sólo por la cercanía temporal a la dictadura ni por los edictos policiales que eran entonces moneda corriente; se trataba de un signo de salud colectiva, de un aprendizaje forzoso no sobre cuán “mala” fue la policía en dictadura, sino sobre cuán cruenta puede llegar a ser la institución policial cada vez que las circunstancias lo dispongan. Porque si la existencia misma de la institución policial revela la posibilidad permanente de un estado autoritario, el “exceso” policial constituye un exceso de segundo grado, un redundante autoritarismo de hecho.
Por otra parte, el hecho de que una parte importante de la sociedad asocie a las fuerzas de seguridad con los crímenes cometidos por estas durante la dictadura, no es un problema de imagen, como también insiste en insinuar el gobierno de Cambiemos. Tampoco se trata de un capricho de los organismos de Derechos Humanos. Las continuidades son evidentes, tan evidentes como las diferencias genéricas entre democracia y dictadura. La formación castrense endogámica de las fuerzas, su autopercepción tan separada y aislada de la concepción civil y democrática de la seguridad, sus prácticas de dominación territorial, la estadística espeluznante de gatillo fácil, fusilamientos sumarios, torturas, su complicidad o responsabilidad completa en la organización del delito a mediana y gran escala, su labor como mano de obra para el espionaje ilegal y el abuso de autoridad constante. ¿Es una cuestión de mala imagen? ¿El paso del tiempo debería ablandar nuestra mirada? Patricia Bullrich, que en algún momento habrá de rendir cuentas como encubridora o, al menos, como operadora en ocasión de crímenes de Estado como los que terminaron con las vidas de Maldonado y Nahuel, propone una especie de campaña de “reconciliación” con las fuerzas de seguridad, ubicándose en las antípodas de la genealogía aún terriblemente viva que señala su carácter antidemocrático.
La forma en que la mayoría de los políticos, medios de comunicación y formatos de sondeo se refieren a la “inseguridad” contraviene la necesaria operación historiadora que nos debemos colectivamente. Proponen un estúpido teatro de buenos y malos, de honestos contribuyentes y peligrosos malvivientes, de policías “atados de manos” nada menos que por las leyes y de jueces cooptados ideológicamente por las garantías que esas mismas leyes sostienen, por los derechos humanos o por el marxismo internacional…
Es necesario darnos la posibilidad de patear el tablero, romper ese teatro en mil pedazos para generarnos condiciones de un análisis material que comprenda una genealogía, un estado de los actores e instrumentos reales de medición. Por ejemplo, en Avellaneda, la policía local, bastante novedosa en su formación y en el marco político en que se inscribe, construyó herramientas propias para detectar cuál era la mayor causa de muerte en situaciones delictivas, para concluir que se trataba de robos de automóviles… es decir, hechos relacionados con el negocio de los desarmaderos, manejado nada menos que por las comisarías provinciales. La experiencia continuó hasta desmontar en gran medida ese negocio para volver a medir tras un tiempo prudencial y verificar que el índice de homicidios había bajado.
El teatro de la inseguridad desconoce la conflictividad, complejidad y dimensión antropológica de ese territorio difuso que solemos llamar “seguridad”. Al mismo tiempo, deja fuera de agenda una cuestión central señalada insistentemente por Gregorio Kaminsky, como es el desafío de transformar radicalmente la formación de la policía desarmándola en un doble sentido: reduciendo la necesidad de uso de armas mortales y desmontando su matriz perceptiva. No se trata de una cuestión de “capacitación” (puras banalidades técnicas fáciles de resolver), sino de [mks_highlight color=»#F7FE2E»] apostar a la formación de otras subjetividades. Dotar a los agentes de policía de gramáticas afines a la complejidad de la vida civil, ubicarlos plenamente en la vida social con herramientas de lectura y comprensión de las situaciones en las que les toca intervenir [/mks_highlight]. Decía Kaminsky en una entrevista: “imaginando una situación ideal en el marco del Estado de derecho tal como está planteado, el policía tendría que funcionar como un trabajador social con capacidad de portar armas y con formación en criminología. El trabajador social está en la práctica más cerca del policía que del antropólogo, sus preguntas están ligadas al dolor social…”.[6]
Despolitizar la sociedad
Cuando se instó a los porteños a abandonar la ciudad, se pretendió instalar un teatro antiguo: la política pasa puertas adentro, en el palacio, con todas las reverencias del caso, con la obscenidad de las pantallas mostrando adentro un batallón de mozos y mozas con bandejones de plata y afuera batallones de fuerzas de seguridad de todos los colores y calibres… Mientras tanto, la ciudadanía, según sus posibilidades económicas, dedicada al turismo inducido, al encierro forzado o a la pasividad de la tribuna. La protesta, la manifestación, la disidencia, la construcción de otros espacios de enunciación, es decir, lo político, es confinado al lugar de la peligrosidad… más de veintidós mil efectivos.
Por su parte, el presidente, comparó a quienes tiraron piedras al micro en el que viajaban los jugadores de Boca hacia el estadio de River con quienes tiran piedras en una manifestación en el Congreso o en Plaza de Mayo. [mks_highlight color=»#F7FE2E»] Nuevamente la despolitización de la mirada, esta vez por vías de la homologación entre una protesta política y un acto vandálico de una hinchada de fútbol. En este caso, con el cinismo agregado por la relación del propio Macri con la barra brava de Boca, [/mks_highlight] el caso omiso de la Prefectura ante las advertencias sobre la situación del micro [7] –¿otra cosa por la que tendrá que responder Bullrich?– y todo el circo previo en torno a si debía jugarse el partido con hinchada visitante.
Pero más allá de una coyuntura que adquiere ribetes burlescos, nuestra historia reciente deja ver el rol de las fuerzas de seguridad cada vez que alguna forma de insumisión se hace presente y la agitación por parte de políticos y empresarios de un miedo inmediato, con caras visibles, bien identificables, estereotipos y blancos fáciles. En este caso, más allá de las movilizaciones feministas, el aparente control de la situación de descontento hace pensar que el gobierno actúa preventivamente. Por otra parte, la peligrosa movilización de prejuicios que lleva adelante el gobierno de Cambiemos junto a sus cómplices mediáticos (socios de negocios y negociados), ya sea criminalizando a las vidas cuando se politizan, u orientando las discusiones públicas al terreno de la “inseguridad”, tiene historia propia en términos de legislación, formas de actuar de las fuerzas y –como dice Bruno Napoli– una pedagogía de la crueldad que resulta eficaz cuando el Estado se vuelve su principal promotor. Si algo tiene este gobierno del frondizismo, más allá del paso de Alsogaray por ese gobierno, habrá que buscarlo en el plan CONINTES… para seguir líneas discursivas, legislativas, administrativas y políticas que atravesaron dictadura y democracia y hoy resuenan con el espesor de lo acumulado.
Inconclusión
¿Por qué la “seguridad” interna de las organizaciones que se manifiestan políticamente funciona tanto mejor que los operativos policiales? En principio, y de acuerdo a lo que venimos sosteniendo, el punto de partida es político y no policial, [mks_highlight color=»#F7FE2E»] porque se trata del cuidado común y no de la “seguridad” de una suerte de sociedad “en general” que vive tomada por el miedo [/mks_highlight], porque las organizaciones sociales y políticas en tanto ejercen una democracia en acto incorporan el disenso y la diferencia productivamente, en lugar de obrar por prejuicio o interés de clase, en definitiva, porque en su ejercicio de aparición ponen en juego una forma de reconocimiento universal, que por principio no deja a nadie afuera. Los procesos igualitarios entrañan formas políticas de cuidado, la policía (en su sentido amplio) no tiene lugar.
La pobreza de experiencia de nuestra época es correlativa de las formas privadas de tratar con lo amenazante, así como de los rebrotes racistas y clasistas, pero también la actividad exterminadora de los Estados, que en lugar de procesar peligros propios de un mundo colmado de peligrosos refugios, ubica la amenaza en las fuerzas autónomas, las vidas criminalizadas y las disidencias. No hay amenazas existenciales en su ojo de hierro, sino personas peligrosas, malas vidas y fuerzas disolventes. Un imaginario privatista, replegado, devuelve las vidas a una condición ensimismada respecto de los otros y la expone a formas más cerradas de servidumbre (estatal, mercantil, laboral, securitaria…). No es neutra la privación de espacios comunes de autonomía en el procesamiento de los riesgos, en tanto devuelve a cada quien a su propio temor, a una relación insondable y privada (en todo su sentido) con su potencialidad existencial: afectiva, intelectual y de cuidado mutuo…
Notas:
[1] Paolo Virno, Y así sucesivamente, al infinito. Lógica y antropología. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2013. (edición preparada y prologada por Ariel Pennisi y Adrián Cangi)
[2] Paolo Virno, La idea de mundo. Intelecto público y uso de la vida. La Marca, Buenos Aires, 2017. (traducción y preparación de la edición por Ariel Pennisi)
[3] http://contrahegemoniaweb.com.ar/protocolo-de-seguirdad-genesis-y-actualidad-de-la-obsesion-conservadora/
[4] https://www.perfil.com/noticias/actualidad/populismo-amarillo.phtml
[5] Jacques Rancière. El desacuerdo. Política y filosofía, Nueva Visión, Buenos Aires, 2010.
[6] https://lateclaenerevista.com/entrevista-gregorio-kaminsky-ariel-pennisi-adrian-cangi/
[7] https://442.perfil.com/2018-12-04-657251-river-boca-desmienten-a-bullrich-por-el-operativo/
[mks_icon icon=»fa-play-circle-o» color=»#ff1900″ type=»fa»] Ver entrevista a Ariel Pennisi y Bilma Acuña, de Madres en Lucha Contra el Consumo de Paco: El paradigma Bullrich y el imperio de la brutalidad
[mks_toggle title=»El autor» state=»open»]Ariel Pennisi es ensayista, editor y docente universitario. Es compilador de Linchamientos. La policía que llevamos dentro (junto a Adrián Cangi) y autor de otros títulos. Publicó numerosos artículos en libros, revistas y portales. Conduce y produce en Canal Abierto el programa de conversaciones de próxima aparición «Pensando la cosa» y del ciclo «Coordenadas para una historia argentina del agite» en FM La Tribu.[/mks_toggle]