El timbre sonaba sin pausa. El señor Mercado retuvo la respiración, caminó con sigilo hacia la puerta y espió a través de la mirilla. Su presunción no había sido desacertada. Eran ellos, una vez más eran ellos, esa gente rara con aires de rata de albañal que cada semana no hacía otra cosa que importunarlo con sus timbrazos, con sus golpes en la puerta, siempre implorando por cuestiones extravagantes. ¿No tenían cosa mejor que hacer? ¿No trabajaban? ¿No cuidaban de su familia? Permaneció mudo y quieto pegado a la puerta. Un timbrazo más. Segundos después alcanzó a escuchar: “Me parece que este hijo de puta no está”. Y pasos que se alejaban.
Volvió a desplomarse sobre el sofá de pana verde, las manos anudadas en la nuca, de cara al televisor.
En la televisión había una publicidad de timbres inteligentes que sólo sonaban cuando los tocaba alguien que el dueño de casa había admitido en el control parental del timbre, timbre extraordinario que lograba identificar huellas dactilares, fluidos y color de piel, vaho del aliento, estado de ánimo del tocador del timbre. El señor Mercado tomó nota de la publicidad. Llamó de inmediato a su secretario y le extendió el papelito en el que había apuntado la dirección y el número de teléfono de la empresa.
(*) Robo inapropiado del título de la gran novela de Juan José Saer