En estos días ha vuelto a caer en un arresto de melancolía. Se puso a escribir y a hablar sobre el Ejército, a memorar el favor de los militares, ese tiempo de bonanza social en que las bandas de la dictadura aniquilaban metódicamente todo cuerpo que soltara voces inconvenientes. Joaquín Morales Solá, columnista de La Nación, y fiel escriba del diario Clarín en tiempos de la dictadura.
Quizá convenga traer a la memoria un hecho que he referido en mi libro El enigma del general (Editorial Sudamericana, diciembre de 1991, págs. 191, 192). Cuento allí el asado que, en marzo de 1976, compartieron Leo Gleizer, Renée Salas y Morales Solá, entre otros periodistas, con el general genocida Antonio Domingo Bussi. El almuerzo se llevó a cabo en los salones del Regimiento de Infantería 19, en San Miguel de Tucumán, a contados metros de un Centro Clandestino de Detención. Al cabo del almuerzo, el general obsequió a cada uno de los periodistas presentes un pergamino en el que agradecía “su colaboración en la lucha contra la subversión”. Relato en mi libro: “Sin ocultar el contento, Morales Solá tomó el suyo y acto continuo buscó el abrazo del general. Gleizer y Salas lo imitaron”.
A mediados de 1992 recibí un llamado telefónico de Morales Solá. Estaba dolido, angustiado. Me dijo: “Mirá, eso que contás en el libro fue así, pero se trató de un pecado de juventud. Si hay una reedición, ¿no podrías suprimir ese párrafo?”.
No.