Redacción Canal Abierto | A pocos días de presentarse por octava vez el proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE), en el Congreso hay tres iniciativas que ingresaron silenciosamente el año pasado para elaborar una ley de adopción de embriones.
No es casual que éstas hayan sido presentadas por Claudio Poggi, Ada Itúrrez de Cappellini y Silvia Giacoppo, senadores que votaron en contra de la despenalización del aborto el pasado 8 de agosto.
El texto de consenso se encuentra en su fase final y podría tener un dictamen breve. Lo que se busca es modificar artículos del Código Civil que refieren a los mecanismos de adopción y habilitar la figura de “personas por nacer” como adoptables.
Acortar los plazos es otro objetivo. A los 45 días el embrión podría ser adoptado. Para que la Justicia lo reconozca como tal, la mujer que lo gesta deberá haber tomado “la decisión libre e informada de que la persona por nacer sea entregada en adopción al momento de su nacimiento”.
Para Poggi, ésta es “una respuesta y atención concreta a la grave situación -dada por las circunstancias de cada caso particular- que vive una mujer que cursa un embarazo no deseado y busca salida legal a esa situación”. Enunciación que, por supuesto, descarte a la interrupción voluntaria del embarazo como salida legal viable.
El texto presentado por el senador puntano tiene, además, una redacción curiosa. Sostiene que “para el supuesto en que la mujer fuese de estado civil casada, se requerirá también la decisión libre e informada de su cónyuge. Si el padre biológico de la persona por nacer manifiesta en sede administrativa o judicial, hasta el momento de producirse el nacimiento, su expresa voluntad de reconocerla, la misma dejará sin efecto la voluntad de la madre de que tal persona por nacer sea entregada en adopción al producirse su nacimiento”, haciendo énfasis más en la situación de la mujer como propiedad de su esposo y de sus decisiones que en las obligaciones y derechos paternos, más allá del matrimonio.
La redacción del proyecto de Poggi también da por tierra con los planteos de la ciencia. En los debates sobre la IVE, el investigador del Conicet Alberto Kornblihtt explicaba: “Un embrión en gestación no es un ser humano, es un embrión. Un embrión no podría llegar a término fuera del útero materno. No es correcto decir que un embrión es una persona porque no es una persona desde el punto de vista biológico y social”.
Por su parte, la santiagueña Ada del Valle Iturrez de Cappellini, que además es la presidenta de la comisión de Legislación General, presentó un borrador en el que –según ella- se busca “garantizar la elección de la mujer de no ejercer la responsabilidad parental, permitiéndole manifestar dicha voluntad durante cualquier etapa del embarazo”. Por supuesto que la elección de no ser una simple incubadora no fue considerada por la senadora como un derecho que el Estado pueda garantizar.
Incubadoras
La realidad que sucede puertas adentro de la Cámara alta nacional no parece tan lejana de la historia distópica -pensada y escrita por Margaret Atwood- de un mundo donde las mujeres han sido reducidas a poco más que un útero con piernas.
En El cuento de la criada, Atwood describe una sociedad patriarcal y religiosamente fanática que, fronteras afuera, tampoco parece estar tan lejos. La semana pasada, la decisión del Senado de Alabama de establecer la prohibición absoluta del aborto en el estado e imponer penas de hasta 99 años a los médicos que lo practiquen sacudió a la política estadounidense y al movimiento feminista.
Con el voto de 25 congresistas varones y ninguna mujer, se convirtió en el octavo estado del país en restringir el derecho al aborto en los Estados Unidos en lo que va de 2019.
El arte de legislar para no decidir es algo que ya se ha visto. En la Rumania de los ’80, el secretario General del Partido Comunista, Nicolae Ceaucescu, promulgó el Decreto 770 por el cual el aborto volvía a ser ilegal y se prohibían todo tipo de anticonceptivos. El objetivo era el aumento de la población rumana. Así, se impuso a las mujeres “el deber patriótico” de tener al menos cuatro hijos. “Quienes no asumen el deber de tener hijos son desertores de la nación. El embrión humano es propiedad de toda la sociedad”, decía el decreto.
Las milicias del régimen se encargaban de vigilar los embarazos para evitar abortos clandestinos y, si se daban, de identificar y castigar a las infractoras. Por esta política nacieron dos millones de niños en el país. Muchas familias eran tan pobres que no podían mantenerlos por lo que muchos de ellos terminaron abandonados en orfanatos o en la calle.
En 1989, cuando cayó el régimen, Rumanía contaba con la tasa de mortalidad infantil más alta de Europa. A veces, la realidad supera cualquier ficción.