Redacción Canal Abierto | Esta mañana, durante la inauguración del Metrobus en Florencio Varela, las miradas debían centrarse en lo que era la primera aparición pública del Presidente Mauricio Macri junto a la gobernadora María Eugenia Vidal tras el cachetazo electoral del 11 de agosto.
Sin embargo, los posibles gestos y palabras de los dos principales líderes cambiemitas -enfrentados en una interna al rojo vivo- pasaron a un segundo plano tras el trágico derrumbe en las obras de ampliación del aeropuerto de Ezeiza que terminó con un obrero muerto y trece heridos.
Aunque con breves menciones, ambos mandatarios enviaron sus condolencias a los familiares de las víctimas. Inmediatamente después continuaron con el acto de campaña al son del “sí, se puede”. A sus espaldas, Guillermo Dietrich dibujaba una sonrisa exagerada, incómoda.
Es que, si bien la justicia aún no dio a conocer avances concretos en cuanto a las responsabilidades penales, no cabe duda que la carga política del siniestro ya recae sobre las espaldas del ministro de Transporte.
Lo cierto es que, según un informe elaborado por la Superintendencia de Riesgos de Trabajo, en el período de enero a diciembre de 2017 registró 580.328 incidentes y 743 muertes notificadas por las empresas. Si bien los últimos datos de 2018 resultaron algo por debajo de esa cifra, los especialistas explican la merma producto de la fuerte parálisis del aparato productivo (el uso de la capacidad instalada se ubicó en 58,7% en julio de este año).
De todas formas, la cifra oficial no contempla casos de trabajadores en la informalidad o “en negro”, por lo que se cree que las cifras serían mucho más altas. Según estiman organizaciones gremiales como la Asociación Trabajadores del Estado, alrededor de 7.000 trabajadores mueren al año en Argentina por accidentes o enfermedades adquiridas en el ámbito laboral. Estas últimas, invisibilizadas por el sistema estadístico, representarían hasta un 80% del total.
En algunos casos es común que por la reducción de gastos, los edificios viejos –por ejemplo- no tenga un correcto mantenimiento, o bien que la iluminación y la falta de reposición de lámparas puedan llegar a afectar la visión de quienes trabajan.
En este sentido, un caso paradigmático es el que afecta a los cientos de miles de usuarios y trabajadores que utilizan cada día el subte porteño. Un mes atrás Metrovías reconoció la existencia de operarios de la línea B afectados por asbesto, componente mineral cancerígeno que mata a 250 mil personas por año en el mundo. Este veneno subterráneo -presente también en un sinfín de edificios públicos- llegó en 2011, cuando Mauricio Macri –entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad– adquirió sin licitación previa al Metro de Madrid 36 vagones que estaban fuera de circulación en España. La noticia pasó desapercibida para la mayoría de los medios, pese al potencial riesgo y el escándalo político que representa.
Con mayor o menos resonancia comunicacional o espectacularidad, los casos se suceden día a día. Como el fallecimiento de José Eduardo González -el 27 de octubre de 2018- luego de que una caldera explotara en el ingenio La Florida de la provincia de Tucumán. El hecho nunca terminó por esclarecerse, pero las sospechas rondaron en torno a una sobrecarga en los turnos laborales que devino en un error humano.
En las últimas horas, en lo que respecta a la tragedia de Ezeiza, todos los indicios apuntan al apuro que habría impreso el Ejecutivo nacional para terminar la obra. Según indicaron varios trabajadores, el objetivo macrista era la inauguración de la nueva terminal la semana próxima (algo que, sin dudas, no ocurrirá). El propio Dietrich, 15 días atrás, se había fotografiado en el lugar en lo que catalogó como el “asado de fin de obra”.
Tras el derrumbe, no sólo el sindicato de la construcción UOCRA salió a advertir sobre las falencias en seguridad e higiene de la construcción. Incluso trascendió que el propio Ministerio de Trabajo bonaerense había planteado la “falta de capacitación de personal, la no entrega de normas de procedimiento, de brigada de emergencia en caso de accidente, de instalaciones básicas como frentes de obra, de sectores de obra hall, de sanitarios en cantidad”.
En definitiva, son numerosas las variables que en las últimas horas salieron a la luz respecto de la tragedia en cuestión, y que no hacen más que reflejar el desinterés general de priorizar la salud de los laburantes por sobre las ganancias empresarias. Quizás el mayor exponente de ello sea la degradación a secretaria de la cartera laboral nacional, encargada de regular y controlar el bienestar de los trabajadores.
Un dato clave del asunto es que los índices sobre la letalidad de los accidentes y enfermedades laborales crecieron tras la modificación de la ley de ART, uno de los tantos requerimientos empresario para “bajar los costos”.
Una alternativa
En 2012, el entonces diputado nacional por Unidad Popular, Víctor De Gennaro, presentó el proyecto de la Ley de Prevención de Riesgos y Reparación de Daños en la Salud Laboral.
La iniciativa -que finalmente no logró sortear el lobby de las ART en el Congreso Nacional- buscaba erradicar el negocio que las empresas aseguradoras y el Estado hacen a costa de la vida los trabajadores, instrumentando un sistema solidario que contemplaba la generación de un Banco Nacional mantenido con el aporte destinado a las ART, que posibilitaría que cualquier trabajador de cualquier ámbito esté cubierto ante emergencias o enfermedades, y que se haría cargo de la reparación de los daños y perjuicios.
El proyecto proponía un cambio de paradigma hacia un sistema gestionado con participación de los trabajadores, que además serían protagonistas en el diseño y control de las acciones de prevención, que aseguraría la reparación integral y automática de los daños, entre otras previsiones.
En enero de 2017, a tono con los reclamos empresarios, el gobierno de Mauricio Macri modificó por decreto la vigente Ley de riesgos del trabajo. Así, los trabajadores que sufran accidentes estarán obligados a pasar por una comisión médica -que suele fijar reparaciones insuficientes- antes de recurrir a la Justicia, trabando sus posibilidades de reclamo y defensa. El Gobierno utilizó un DNU pese a que había una ley debatiéndose en el Congreso. De esa manera la precarización implica menos costos empresarios, y más riesgos laborales.