Que los árboles ya no son árboles. Esas cosas de tronco grueso y copa frondosa que dan sombra, y color, y brazos para colgar una hamaca con soga. No, mi caro, de modo alguno. Ahora los árboles que valen la pena son otros. Flacos, altos, con un casquito verde en la cima. Como soldadito yanqui. Eucaliptus y pinos. El humus de la celulosa. Y a los viejos, a los árboles de años, esos que estaban y están donde debían y deben estar, los derriban y arrancan y queman. Campos y más campos de cultivo de soja. Y venenos de toda naturaleza. ¿Me sigue? Pero los que viven de ese comercio dicen que lo hacen por la grandeza del país. Y ni hablemos de las pobres vacas. Ya no tienen dónde mierda vivir. Esas plantitas del demonio las están expulsando cada día. En todo aspecto. Porque para que comamos, encima a precio de rey, en el país dejan no más que la mitad de las vacas. La otra mitad la exportan, como se suele llamar al me cago en todos, por sobre todas las cosas en los que trabajaron de sol a sol para que yo pueda reírme todo el tiempo. Y a la sombra. En fin, me fastidian las personas que todavía no han caído en la cuenta de que hace décadas estamos sometidos a un modelo de desarrollo perverso, sostenido en la destrucción del medio ambiente, la entrega alegre de tierras, aguas y riquezas; la precarización del empleo, el latifundismo derivado de los monocultivos y otros pequeños detalles. Estado de curiosa prosperidad donde la vida es ingrávida. Espero sus palabras.