Medianoche de un día de verano, acaso mil novecientos noventa y siete. Bar La Academia, Callao casi esquina Corrientes. La Academia de aquellos años, es decir, café, ginebra, cerveza, billar y pool. Y bohemia, por ahí algunos raptos de revolución en la barra, y mucho tabaco y humareda. En una de las mesas de madera rancia con restos de barniz, hay un tipo joven, treinta y pico, flaco, pelo medio largo, acompañado de una chica. El tipo da un salto y se me acerca. “¿Vos sos el del libro sobre Duhalde?”. Sí. “¡Yo soy Federico Andahazi!”. ¿El del libro sobre el descubrimiento del clítoris y el quilombo con la Fortabat? “¡Sí, sí!”. Se puso a saltar en una pata. “¡Sentate, sentate, tomemos algo!”. No sé, tengo una partida de billar con un amigo que me está esperando en el salón. “¡Dale, unos minutos nomás!”. Tomamos ginebra. Hablaba de todo con efusividad. Literatura, fútbol, política, cine. Tenía el aire de tipo inteligente y rebelde. Estaba indignado con los hipócritas de la Iglesia y de la derecha que lo acusaban de haber escrito un libro blasfemo, perverso y hasta diabólico, como “El anatomista”. También con los de La Nación y Clarín. Hablaba con repugnancia sobre el conservadurismo de la sociedad. Un tipo muy agradable. No volví a verlo por años. Intercambiamos algunos correos electrónicos muy formales.
Noche de un día del verano del dos mil dos, dos mil tres. Por alguna razón que ya no recuerdo, porque llevábamos años sin vernos desde aquel encuentro fortuito en La Academia, me invita a comer un asado en su casa de Almagro. Encuentro de parejas: él y su novia; Laura y yo. Casa enorme con garaje repleto de motos de toda época que se había puesto a coleccionar y cuya historia y origen se me puso a contar mientras acariciaba a cada una; jardín enorme con parrilla y mollejas y entraña y carré de cerdo y chorizos bombón y vino tinto de viñedo de noble linaje. Le cuento que acabo de renunciar a los servicios de Schavelzon, el agente literario que hasta esa noche nos reunía en su catálogo. “¿Qué? ¡Estás loco!”. No, pasa que él pide a las editoriales anticipos de plata millonarios para mis libros, y se los rechazan y al final yo no publico y entonces no gano un peso; prefiero representarme a mí mismo. “Creo que estás metiendo la pata”. Además me pide que escriba sobre temas políticos que ya me rompieron las bolas. “Pero él sabe de negocios, sabe cómo vender el libro, sabe qué cosas se leen. Por eso me dice que lo mío es escribir sobre, no sé, el Renacimiento y esa época”.
En fin. Qué melancólica la ocurrencia de Andahazi. Convertirse en el Narciso Ibáñez Menta del pensamiento. Haberse convertido en uno de esos perritos de felpa del auto que se la pasan asintiendo con el balanceo de su cabeza. Lo que hace Andahazi continuamente en el auto que maneja, con patética perversidad, Luis Majul en la tele.
Con todo, este intelectual, un par de días atrás, nos ha dejado una reflexión digna de atención, propia del escritor, psicólogo, periodista, comentarista, intelectual y coleccionista de motos que es. Y lo hizo, desde luego, en el auto de Majul: «El Dipy es un problema para el kirchnerismo».
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