(Este breve artículo estaba planeado como intervención –que finalmente no pude realizar por enigmáticas razones técnicas– en las jornadas de Estéticas Contemporáneas de Nuestramérica, organizadas por la Maestría de Estéticas Contemporáneas Latinoamericanas de la Universidad Nacional de Avellaneda, el día 29 de octubre de 2020)
Por Eduardo Grüner* (para Revista Ignorantes) | Se nos pide decir algo sobre nuestra lengua. Sobre el “idioma de los argentinos”. En un día como hoy, vistos los acontecimientos de esta mañana, no me parecería poco pertinente alguna reflexión sobre la hoy bien argentina palabra Desalojo.
En efecto: en la misma mañana, es sabido, se ha producido el muy violento desalojo del predio de Guernica, donde un grupo de familias en estado de desesperación, y en plena crisis de la pandemia, procuraba resistir en sus precarios refugios al embate implacable de las fuerzas armadas del Capital, para el cual el único “refugio” admisible, por supuesto, es el de la sacrosanta propiedad privada –en este caso, ni siquiera nítidamente acreditada.
Por otra parte, cortas horas después de iniciado el operativo se conoció la resolución judicial que ordenaba desalojar el campo “ocupado” de la familia Etchevehere en Entre Ríos, habrá que ver si procediendo con el mismo nivel de violencia (aunque nos permitimos dudarlo), mientras que no se conoció ninguna orden de desalojo de los countries “truchos” que hace tiempo se vienen denunciando.
Es altamente simbólico (o quizá habría que decir sintomático) que casi simultáneamente ese significante afectara materialmente a los dos extremos del espectro socioeconómico nacional. No se trata de democracia lingüística alguna: se trata de que el mismo significante, con significado aparentemente inequívoco (Des-alojar = privar a alguien de su alojamiento) puede tener una significación muy diferente para quien tiene dónde volver a re-alojarse cómodamente, y para quien no.
En todo caso, es una palmaria demostración más de una ya canónica tesis de Mijail Bajtín, para quien la lengua, lejos de ser una “superestructura”, es a veces un escenario privilegiado del conflicto social, en el cual los diferentes “acentos” de clase pugnan por hacer escuchar sus efectos de sentido asimismo diferenciales.
Y es que la lengua, pese a lo que haya dicho Saussure, no es un mero código internamente equilibrado de significantes y significados. Es un organismo vivo, en movimiento, con múltiples y profundas capas geológicas de sentido sedimentadas por una historia en buena medida invisible, que está permanentemente arrojando excesos de significación que no siempre pueden ser armónicamente recuperables por el “código”, y que se pliegan sobre la historia material, la de los cuerpos, para obligarnos a volver a hablar, cada vez, como si recién estuviéramos aprendiendo los rudimentos de la gramática o la sintaxis.
Digamos, por ejemplo: los descendientes de los europeos que habitamos este país (este entero continente) hemos heredado, en cierto sentido, la condición histórica de ocupantes ilegales de tierras ajenas. No lo quisimos así, y no es nuestra culpa. Pero esa “inocencia” no nos exime de hacernos cargo del cúmulo de contradicciones, de “malestares” de nuestra cultura, que nos atraviesan y que no tienen solución material posible en las condiciones actualmente dadas.
Algo semejante sucede con nuestra lengua, para el caso el castellano rioplatense, que es una de las hablas posibles de la “gran lengua de Cervantes”. También ella es una herencia. Y con toda razón nos rebelamos contra el saqueo de esa nuestra propiedad pública a manos de la ocupación de ese territorio simbólico por parte de las otras lenguas, las globalmente dominantes. Por solo tomar las ilustraciones más triviales, protestamos por el hecho de que, teniendo la expresión “entrega a domicilio”, se nos haga decir delivery. O teniendo “Liquidación”, digamos sale; o en lugar de “descuento”, off. Y ahora, con la vida “zoomificada”, que ya no encendemos y apagamos los micrófonos: los muteamos y desmuteamos. Y aquí no es solo cuestión de la “extranjerización”, sino del acortamiento, la reducción y la simplificación de la riqueza léxica.
Está muy bien esa defensa. Es la legítima defensa por la cual exigimos el desalojo de las palabras ocupantes de nuestro predio lingüístico. Pero siempre que sepamos que estamos defendiendo, también nosotros, una lengua imperial. Claro que –y esto hace toda la diferencia– es la lengua de un imperio ya hace mucho “desalojado”, liquidado, acabado, desaparecido y reemplazado por otros. Lo que estamos defendiendo, pues, son los despojos, o los restos, heredados de esa lengua en retirada. Con lo cual, irónicamente, es una posición no tan distinta a la de las lenguas originarias que fueron “ocupadas” por nuestros antepasados.
Es a partir, entonces, de esas ruinas (para decirlo “benjaminianamente”) que buscamos reinventar “nuestra” lengua castellana-rioplatense. Lo hacemos, lo hemos hecho, sobre todo a través de nuestros escritores y poetas (de Borges, o de Cortázar, o, no sé, de Leónidas Lamborghini). Pero no terminamos de conseguir hacerlo, y cada vez menos, en nuestras lenguas políticas, cada vez más empobrecidas, vacías, irrelevantes. En este terreno cuesta mucho asumir la reconstrucción de una lengua propia, autónoma, que haga escuchar su radical diferencia, demandando, decíamos, el desalojo de las lenguas ocupantes, ya sean las del Capital mundializado como las de los discursos dominantes en nuestra política vernácula.
Como sea, hoy, en esta fecha, hay una palabra, un nombre propio, que deberíamos reconstruir en este instante de peligro: “Guernica”. Que es también un nombre heredado de otra capa geológica de la historia: el título de una famosa pintura de Picasso, desde ya, pero detrás de ella el de un acto de barbarie asesina. Y cómo olvidar la anécdota de aquellos turistas alemanes en el museo, maravillados ante el cuadro, que reconocen al propio Picasso entre el público y le preguntan con admiración: “Maestro, ¿usted hizo eso?”. A lo cual Picasso responde: “No. Lo hicieron ustedes”. Ellos supieron, en ese entonces, lo que designaba esa palabra. Nosotros, ahora, también.
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Ensayista, sociólogo, crítico cultural. Fue vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y docente de esa facultad y de Filosofía y Letras. Dicta un seminario troncal de la Maestría en Estéticas Contemporáneas Latinoamericanas (UNDAV). Es autor de El ensayo: un género culpable (1996), El fin de las pequeñas historias (2002) y La oscuridad y las luces (2010), entre otros. Fue Premio Nacional de Ensayo Político (2010). Publicó numerosos artículos y ensayos en libros y revistas locales e internacionales.
En Red Editorial publicó ensayos en los libros: Pasiones políticas (varios, 2013), Siete sentencias sobre el séptimo ángel (Michel Foucault, 2017) y Biocapitalismo (Toni Negri, 2013), y prepara un volumen sobre antropología y filosofía para la colección “Contemporáneos”.
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Foto: Agustina Byrne | @okagustinabyrne