Sujeto, verbo, predicado. Sujeto, verbo, predicado. Parece sencillo pero de modo alguno lo es. En especial cuando el que se aventura en el arte de la escritura, o, al menos, en el arte de la comunicación, es una persona iletrada, que ha vivido, y continúa viviendo, metida hasta los huesos, una vida que abomba y estupidiza de tanta riqueza y privilegios. Y, si algo faltaba, formada en el Cardenal Newman, colegio bilingüe administrado por curas irlandeses ortodoxos y arcaicos que a cambio de una enseñanza oscurantista exige, en estos días, unos cincuenta mil pesos mensuales. Desde luego, a ese precio todos los alumnos se gradúan. Y reciben medallas. No por haber demostrado cierta sabiduría o entendimiento de lo que ocurre más allá de los portones del colegio. No. Reciben las medallas porque han pagado, mes a mes, y muy bien, por un título, por una estadía de años sometidos a un continuo ahuecamiento de la cabeza, es decir, del habla, de la gesticulación, del sentido común. Por haber aprendido a vagar por la vida a salvo de toda reflexión, de toda incertidumbre, de todo sufrimiento real. A salvo de todo obstáculo.
Más sencillo hubiese sido, ingeniero, haber escrito sin vueltas, a lo largo de cientos de páginas: “Yo no fui. Yo no fui. Yo no fui. Yo no fui, yo no fui, yo no fui, yo no fui…”