Están furiosos. Padres y un buen puñado de dirigentes y periodistas. Gritan, vociferan que la enseñanza es un valor humano y trascendental al que no se lo puede someter a interrupciones de ninguna naturaleza. Que en la sabiduría que niñas, niños y adolescentes presuntamente absorben en la escuela y en el colegio, reside o depende el futuro de la patria. Siempre esta esa treta de echar mano de una palabra tan equívoca como patria para maquillar pensamientos hipócritas y reaccionarios. Triste paternidad y maternidad. Al decir de ellos, sobrevuela el apocalipsis. Pero al escucharlos pareciera que en la escuela y en el colegio ellos no lograron aprehender ni pizca de sentido común. Actúan a la manera de autómatas.
Por momentos da la impresión de que a buena parte de esos padres y madres la educación, la enseñanza, y, por sobre todas las cosas, esa cosa a la que llaman patria, les importa un bledo. Que, en el fondo, los mueve apenas la imposibilidad de depositar a sus hijos en cualquier aula con pizarrón para que no molesten en casa. Desentenderse, cada día, a lo largo de unas cinco o seis horas, de sus hijos. A los que dicen amar. Pero poco y nada hacen por ellos y los otros.
Al verlos y escucharlos por televisión durante alguna de esas protestas callejeras, es notorio que esos padres sufren la presencia continua de sus hijos en sus hogares, el qué hacer con estos chicos de los que no pueden librarse por horas. Tristes y patéticos esos padres que no saben qué hacer con sus hijos en casa.