Por Ariel Pennisi (para La Tecl@ Eñe)
La escritura no habla tanto del tiempo, como ella misma es una forma del tiempo. Siempre vacilante, no puede evitar referirse a un momento inaprensible en el que se hallaría sin saber en qué tiempo escribe.
HG
Una vida es más desistencia que cumplimiento, es más imposibilidades que trofeos…
HG
1.
La vacilación puede presentarse etimológicamente como una suerte de meneo o baile que se burla del andar seguro. Alguien podría afirmar que la burla es, a su vez, una de las máscaras de la inseguridad, y así al infinito. La perseverancia parece no ser otra cosa que la vacilación, entre el cuerpo que desiste y el cumplimiento utópico o, sobre todo, inesperado de un recorrido, un cometido o un impulso expuesto a la gracia (y la desgracia) de existir. El pensamiento vacilante es una singularidad, es un caso en que insistencia y desistencia forman parte de un mismo movimiento. En Horacio González, todos los pliegues y girones de su genio ante la literatura, la historia, la política, la sociología, están atravesados por esa forma de vivir el tiempo.
No pocas veces Horacio se declaró ingenuo, o bien ante hechos históricos que su biografía le permitió experimentar, o bien ante pensamientos consolidados. ¿Habrá transformado, con el tiempo, esa ingenuidad en una de las máscaras de su aguda comprensión de nuestra historia y de los comportamientos propiamente humanos? ¿Habrá aprendido, por mor de esa ingenuidad, a desconocer olímpicamente lo que se afirma como última palabra o verdad de cualquier tendencia política o corriente de pensamiento? Hacerse el ingenuo no significa hacerse el zonzo, sino inventar una ingenuidad posible ahí donde el cálculo parece suturar el sentido. Horacio hizo pasar su radicalidad como ingenuidad y nunca dejó de aplicar para consigo mismo la exigencia que esa radicalidad suponía para el resto. Además, quien sospecha por vocación, nunca sospecha de su “yo sospechador”. Horacio, que dedicó un buen tiempo a pensar la conspiración, que sospechó hasta de la sospecha, dijo alguna vez en la Biblioteca hacer lo que hacía como si no estuviera ocupando ese lugar. El conspirador que supo conspirar contra la posibilidad de creerse definitivamente el propio lugar, en este caso, institucional. Rebeldía pacífica, impunidad estratégica, humor político.
No pocas veces, Horacio se sintió humorista. Una vez, en ocasión del desembarco de Miguel del Sel como candidato del PRO (en la provincia de Santa Fe), se animó a decir en una entrevista televisiva que no le preocupaba la elección partidaria del Midachi, sino su humor. Inmediatamente propuso como alternativa a Capusotto. Algún tiempo después, en abril de 2016, fresca la derrota electoral, participó de la presentación del libro Macri lo hizo…, compilado por Ari Lijalad, con participaciones intelectuales partidarias, afines y apenas unos “borders”. Horacio había escrito el epílogo, ¿era uno de los partidarios, de los afines o de los “borders”? Aquella mesa en el marco de una sala repleta de la Feria del Libro, encontró a Horacio sentado curiosamente fuera del perímetro de la mesa (no entraban todas las sillas), con su característica forma de cruzar las piernas expuesta directamente a la mirada del auditorio. Había una silla vacía que, una vez comenzada la presentación, ocupó el comediante y conductor mediático Dady Brieva. La exposición del ex Midachi –que incluyó la confesión de no haber leído el libro– consistió en una arenga festejada por el público presente, que alternaba aplausos con el cántico resucitado: «vamos a volver». Brieva evocó la imagen de la resistencia y remató con un chiste que consistía en afirmar que fuera de la resistencia peronista la única resistencia conocida era la de la tabla de planchar. La última intervención (el epílogo del encuentro) fue la de Horacio. Cuestionó el modo en que se estaba usando en la mesa la noción de resistencia… Llamó a pensar distintas formas de la resistencia, empezando por la resistencia “contra uno mismo”. Llevó la palabra resistencia de paseo por la historia moderna y se atrevió a depositarla en el inconsciente mismo: “tal vez el más resistente es quien no se sabe resistente”. Pero el clímax de su intervención tuvo lugar justo en el momento en que Horacio no pudo con su honestidad intelectual (porque la honestidad es tal cuando no se puede con ella, cuando desborda cualquier actitud bienintencionada): «sabés Dady, a vos un poco te resisto», le dijo desde ese afuera de la mesa ante el silencio repentino de un público que parecía sólo saber ser fervoroso. Es que, si el problema de Miguel Del Sel no era tanto su elección partidaria como su humor, qué decir de su compañero Midachi… ¿Eso significa que da igual la elección política? Está claro que no y el propio Horacio es testimonio de ello. El punto es que no se trataba tanto de la elección partidaria, como de la apuesta política, la matriz sensible, en este caso, el humor. Y en ese registro, tal vez solo en ese, las diferencias entre Del Sel y Brieva no habilitaban a este último a arrogarse un lugar en la saga de los resistentes.
No pocas veces Horacio hizo notar que la palabra propia es tarea de una vida, que no aprendemos a hablar en las instituciones educativas, sino que nos forjamos una forma de decir entre el apuro de las certezas que impúdicamente dejamos salir de nuestra boca y todas las veces que nos desdecimos. “Desdecirse es una acción fundamental del habla”, sostuvo en su gran libro sobre el peronismo; ¿una frase, una más, pasible de ser ejecutada contra sí misma? En La crisálida se refirió a Lévi-Strauss como alguien capaz de desmentir en un mismo estudio o proceso de pensamiento “lo que dice querer decir”, leyendo las “generosas vacilaciones” de Tristes trópicos ¿Nunca es tarde para sacarse de encima el traje del saber, la seguridad al pronunciarse, las elocuencias que cotizan o incluso de la grandilocuencia que alimenta un regodeo? En un seminario sobre La fenomenología del espíritu dictado por un especialista que no dejaba de consultar la versión del alemán, valorable en su saber experto, pero dislocado ante preguntas simples que surgían inconscientes (¿aventuradas?, ¿ingenuas?), ante su repregunta se le ocurrió a un participante –o, mejor, le ocurrió– contestarle que no estaba seguro de lo que decía. Incluso, casi sin darse cuenta, redobló la apuesta y le dijo: “a veces no sé lo que digo”. Si hubiera una teoría gonzaliana del habla, nos alertaría que, en realidad, nunca sabemos lo que decimos, pero que, al mismo tiempo, no sabemos que no sabemos lo que decimos, y así. El problema de saber o no el saber de lo que se dice nos empuja nuevamente a la vacilación, momento en que todo tiende a suspenderse, justamente, por llegar a semejante conclusión casi sin vacilar. Tal vez, la vacilación aparece como el método que se hace cargo de semejante recursividad al infinito.
No pocas veces, percibimos que al tomar la palabra Horacio no sabía exactamente cómo concluirían sus pensamientos. Su oralidad, así expuesta al vértigo, se pareció a una ética de no saber lo que sigue. ¿Eso significa darse la oportunidad de volver sobre los pasos dados, contradecirse, incluir voces polémicas y hasta ajenas en el propio discurso? Generosidad inmanente. La voz baja, huidiza, siempre por perderse, y el humor que asecha sin agresividad, o con la malicia mejor disfrazada que se conozca (y por ello más maliciosa), dan el gradiente de un discurso abierto. El vacilante no se exige transgresiones evidentes porque funciona como una máquina de la disgresión, no le importan los antagonismos puntiagudos porque sus energías se deciden en la composición de matices, no le preocupa la pedagogía porque confía en las afecciones de un pensamiento tenso y paradojal. María Pía López, en ocasión de la entrega del Honoris Causa a Horacio González en la Universidad Nacional de La Plata lo definió como “un pensamiento singular y a una escritura capaz de orillar todos los matices”.
2.
La vacilación, entonces, no es la cara negativa del saber o de la seguridad de un discurso. Es más bien la voz afirmativa que, si lo necesita, desestima la autoridad per se del saber, desde el prestigioso decir académico, hasta el convencimiento gozoso y sobreactuado del opinador o del periodista. El punto es que, si no hay forma de saber ese saber, o de certificar la certeza del decir autorizado, no adviene un abismo relativista, sino la posibilidad de una ética. La vacilación, entonces, no es una falta ni una virtud de pillos, sino una ética.
Horacio fue capaz de transformar sus bibliotecas, las clases de sus maestros, las conversaciones mundanas y sus observaciones y vivencias en el campo popular en los materiales de una suerte de embarcación por la que se deja transportar, a veces flotando corrientes desconocidas y otras sosteniendo anclajes tan conocidos como incómodos. Su escritura trastoca jerarquías hasta en –o sólo en– los más mínimos detalles. Por ejemplo, una frase entre guiones decide la orientación de un supuesto argumento en juego en el cuerpo general del texto, o las notas al pie casi superan en extensión al texto principal… ¡Y los paréntesis! En algún punto, el vacilante se siente él mismo entre paréntesis como en su hábitat más frecuente. Cada “sin embargo” –y no son pocos– es una bifurcación aventurera. “Sin embargo” es el nombre sintáctico de una bocanada de aire fresco en el arte de las aseveraciones, literalmente una forma de hacer a un lado el lenguaje como embargo. Un ejercicio de lectura de las interminables capas textuales de Horacio bien podría plantearse como un rastreo de “peros” y “sin embargo”. Acaso la superposición de mapas así obtenidos nos darían las coordenadas de un pensamiento de anchuras.
Escribió Horacio en un libro en que la vacilación aparece como una forma de militancia: “Las vidas pueden ser el ámbito de toda clase de extrañezas que se van conjugando en planos de desordenada superposición. De ellos podemos extraer precisas migajas que nos permiten hablar de un trayecto coherente. Pero en algún momento –cansados de fingir coherencia–, decidiremos abrir la portilla.” [1] A veces somos solemnes y de tanto vencer en el intento de sostenernos, terminamos vencidos en una suerte de cierre sin restos. Si el cansancio de la coherencia define, en parte, una vida, la vacilación como operación del pensamiento, como afectividad abierta y política de la generosidad es un gesto de entre-abertura que confunde deliberadamente lo interno y lo externo, las razones propias y los rozones con lo ajeno, las trascendentales convicciones y las determinaciones prácticas que hacen dudar una vez más. La vacilación como hospitalidad radical hace entrar, si no por la portilla, al menos por la ventana, la coherencia de Horacio. En todo caso, digamos que asume también el riesgo de la coherencia.
Dialéctica de la vacilación, “toda responsabilidad debe mantener una zona inexplorada en la que ocurra lo irresponsable, lo inexplicable, para darle inicio a todo.” Horacio González es un tipo de hegeliano, más bien distraído… Merleau-Ponty, maestro de León Rozitchner (quien respetó y quiso mucho a Horacio) y autor que, según Horacio, incomodó a Carlos Astrada, se propuso un desvío de la dialéctica, incluso de la supuesta inversión de la dialéctica hegeliana encarnada por Marx; prefirió asegurar la irracionalidad de la materia, antes que insistir en el principio racional que reconciliaría lo real al Espíritu. Merleau-Ponty parece entrever en la dialéctica marxista un nivel no asimilable por la racionalidad de la conciencia: “Cuando Marx dice que ha puesto de pie a la dialéctica o que su dialéctica es ‘lo contrario’ de la de Hegel, no puede tratarse sólo de una simple permuta del papel que juegan el espíritu y la ‘materia’ de la historia, como si la ‘materia’ de la historia recibiera tal cual las funciones que Hegel asignaba al espíritu. Es forzoso que la dialéctica al volverse material se entorpezca”.[2] El desconocimiento de sí mismo como materia para conocernos, en tanto bichos, en tanto actores históricos, en tanto singularidades. Horacio prefirió la torpeza de la singularidad, al deber ser ideológico o a la necesidad histórica.
Horacio Gonzáles fue un intempestivo, nos acompañan sus palabras, sus intervenciones que se multiplican aun, pues nunca nos alcanzó el tiempo para escuchar todo lo que dijo, escribió, insinuó. Esas palabras que volvieron al lenguaje un lugar amable y, al mismo tiempo, profundamente incómodo, siguen afectándonos como “pensamiento en acto” (así lo definió hoy en una de las despedidas en la explanada de la Biblioteca Guillermo David). Horacio una vez confesó no haber imaginado la derrota política hasta que Ezeiza lo encontró cuerpo a tierra sin poder descifrar el aire que se respiraba entonces. Pero el realismo brutal de los fierros nunca desmintió su ingenuidad, más bien lo alentó a perfeccionarla hasta convertirla en un arma. Se volvió humorista y escéptico, como Macedonio Fernández y Pirrón. Y como ellos, no hizo escuela en sentido estricto, dejó un legado, una especie de maestría para tratar con la provisoriedad, abstenerse de juicios últimos y habitar el vértigo de un pensamiento vacilante. Como lo hace una existencia generosa.
Buenos Aires, 23 de junio de 2o21.
Referencias:
[1] Horacio González, Perón. Reflejos de una vida; ed. Colihue, 2008, Buenos Aires.
[2] Maurice Merleau-Ponty, Las aventuras de la dialéctica, Leviatán, Buenos Aires, 1957 (traducción de León Rozitchner).
[mks_toggle title=»*Ariel Pennisi» state=»open»]Ensayista, Docente en la Universidad Nacional de José C. Paz y la Universidad Nacional de Avellaneda, codirector de Red Editorial, integra el Instituto de Estudios y Formación de la CTA Autónoma y el instituto de Pensamiento y Políticas Públicas, publicó El Anarca. Filosofía y política en Max Stirner y Filosofía para perros perdidos (ambos con Adrián Cangi), Papa Negra y Globalización. Sacralización del mercado, entre otros. Conduce y coproduce “Pensando la Cosa” en Canal Abierto.[/mks_toggle]