Por Hernán López Echagüe | Caá Catí, o “monte de olor pesado”, ciudad correntina en el norte de la provincia, es un paraje de raro encanto. Amalgama de construcciones inmemoriales y fresnos, chivatas, lapachos y palmas yatay embanderando las calzadas de piedra. Ciudad circundada por esteros y lagunas que comenzó a cobrar vida en el año 1707, en torno a un fortín que fue edificado con la intención de contener y someter a las tribus aborígenes de la región. Cuentan que los pobladores de Caá Catí tenían el don del arrojo y la intrepidez; que allí el general Paz emplazó su campamento y, en Lomas de Ibahay, en 1846, arrinconó a las tropas de Urquiza, que debió buscar amparo en el sur de la provincia. Pero en la evocación de los lugareños ocupan un espacio singular, de naturaleza casi mística, las andanzas por esos pagos del comandante Andresito, guaraní que por años, al mando de fuerzas propias, nativas, combatió junto a Artigas, al que adoptó como padre. Comandante Andrés Guacurarí y Artigas, el Andresito, Guacurarí, “rebelde indómito”, al decir de la etimología de su apellido. Se sabe que nació el 30 de noviembre de 1778 a la vera del río Uruguay, aunque historiador alguno ha logrado precisar el sitio; quizá Santo Tomé, en Corrientes, acaso Sao Borja, en Río Grande do Sul. El destino que le tocó en suerte es todavía un misterio. En 1819 fue capturado por militares portugueses y de inmediato conducido a una cárcel de Porto Alegre; luego, a un calabozo de la Isla Das Cobras, pavorosa catacumba del Brasil que había logrado notoriedad por las torturas que allí padecían los detenidos, en particular esclavos. Dos años más tarde, gracias a la intervención del embajador español en Río de Janeiro, Casa Flores, los portugueses aceptaron liberar a todos los prisioneros artiguistas; los embarcaron, rumbo a Montevideo, en el bergantín inglés “Francia”. Pero Andresito no estaba entre ellos, razón por la cual Casa Flores pidió explicaciones. Antes de subir a bordo del “Francia”, le dijeron, había sido arrestado nuevamente por causar un altercado callejero en el puerto de Río de Janeiro. Argumento vago e incierto que trae a la memoria las razones que solían esgrimir los militares de la última dictadura para explicar la imprevista evaporación de personas. Porque nunca más se supo de él.
“Me quitarán la vida por justiciero y perseguidor de la inequidad, pero no por traicionero. Ea, pues, paisanos míos, levantad el sagrado grito de la libertad, destruid la tiranía y gustad el deleite néctar que os ofrezco con las venas del corazón que lo traigo deshecho por vuestro amor”.
El respeto y la veneración que excita en el norte del litoral argentino la vida de Andresito, designado Comandante General, Capitán de Blandengues y Gobernador de la Provincia de las Misiones por Artigas, en 1815, es notable. Se refieren a él con naturalidad, como si hubiese muerto poco tiempo atrás.
“La muerte será una gloria”, decía Andresito, “el morir libres y no vivir esclavos”. Axioma que contiene mil acepciones y abrevia la historia, levanta puentes, construye lazos férreos y expresivos entre épocas y luchas que a primera vista pueden parecer encontradas o carentes de vínculos ostensibles. Esa caprichosa cuestión de la dignidad.