Por Carlos Saglul | Carteles pegados por toda la ciudad de Buenos Aires tienen el mismo interrogante anónimo: “¿Le negarías a alguien el derecho a comer?”. El afiche que forma parte de una campaña en favor del Ingreso Básico Universal, aunque parezca contradictorio, es una muestra más del amplio retroceso cultural que hemos sufrido como sociedad.
En un país que produce alimentos para 400 millones de personas discutimos -aún sin éxito para los más pobres- si todos merecen comer. Hace siglos existieron democracias que sobrevivían sobre las espaldas del trabajo esclavo. Hombres y mujeres sin derecho a la ciudadanía, cuya humanidad no era reconocida. No obstante, eran alimentados. Se cuidaba su salud porque si morían, su dueño se descapitalizaba. No hemos “evolucionado” tanto cuanto creemos.
La mitad de la Argentina es pobre, según los datos oficiales. No se trata de discutir si todos tenemos derecho a salud, educación, al goce. ¿Con un plato de comida alcanza? ¿Un poquito de caridad es suficiente para sentirnos “derechos y humanos”? La Argentina retrocede a pasos agigantados. Como en una máquina del tiempo, el neoliberalismo la arrastra a aquellas épocas en que los laburantes aún no habían metido sus pies en la fuente de Plaza de Mayo. No había nacido todavía ese tiempo maldito que la derecha no deja de maldecir como la mayor desgracia del país. Años en que nadie podía ser privado de educación, salud, vacaciones pagas, leyes laborales. Una vida que merecía ser llamada como tal, donde los pibes aún los de origen obrero, tenían un futuro universitario y trabajo digno en lugar de nacer endeudados con el Fondo Monetario Internacional y sobrevivir así hasta la muerte, como si fuera lo más natural.
En su Carta a la Junta Militar Rodolfo Walsh no solo denunció violaciones a los derechos humanos con desapariciones, torturas. Se refirió a otras que aún persisten mediante el saqueo del país y sus riquezas. La exclusión de miles de argentinos cada vez más acorralados por la pobreza por un sistema que sigue vigente como una máquina de triturar humanidades detrás de las máscaras de esta democracia formal.
“Argentina exporta como nunca”, dicen. El mundo reclama alimentos, energía. En el Palacio el presidente afirma que el drama del país “es que no para de crecer”. Un par de días después, el ministro Martín Guzmán, que pasó a la historia por haberle puesto el candado Legislativo a la mayor estafa de la historia nacional, la deuda con el FMI, presentó su renuncia por Twitter en medio de una corrida cambiaria. Asume para reemplazarlo una ministra a la que no se le cae la cara de vergüenza al ratificar un tarifazo a favor de las compañías privadas que se quedaron con la distribución de energía. Insiste en una segmentación que considera que una familia tipo de dos integrantes, cada uno de los cuales gana unos mangos arriba de 150 mil pesos, forma parte del segmento de más altos ingresos de la sociedad. Cómo denunció alguien en las redes, “nos meten un tarifazo porque no tienen bolas para cobrarle a los más ricos que fugan todo y no pagan impuestos”
En el Palacio no duermen pensando señales para “tranquilizar a los mercados”, es decir los ricos. Los precios crecen y crecen. Los sueldos desaparecen. Los funcionarios hicieron fila para repudiar las declaraciones del ministro de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Rosenkrantz, que adelantándose a alguna “peligrosa nostalgia peronista” advirtió que una necesidad no implica, como decía Eva Perón “un derecho” si no hay fondos para solventarlo. Para la aristocracia judicial al servicio de la defensa de la propiedad privada, no es el Estado quien paga el gasto social sino ellos, los ricos. Y el Gobierno, por más que lo niegue en el discurso, en la práctica parece aceptarlo. El problema de la Argentina no es su pobreza, es la distribución de la riqueza.
De acuerdo al propio Fondo Monetario Internacional, la casi totalidad de los países desarrollados y más de la mitad de los emergentes aplicaron medidas para separar los precios internos de los crecientes precios internacionales. En Argentina se pagan menos retenciones que con Mauricio Macri. Según Cristina Kirchner, entre 2019 y 2021 las empresas alimentarias crecieron un 400%. Techint, que ganó la construcción del gasoducto Kirchner, la mayor obra pública Argentina, no pondrá una fábrica de caños en la Argentina, como sugirió la ex mandataria en su discurso. Quizá alentada a pesar de todo por esa sugerencia, la compañía cuyos mejores negocios los hizo prendida de la teta del Estado, anunció que abre otra fábrica de caños sin costura, solo que en Estados Unidos.
El ataque judicial contra las organizaciones sociales con arrestos y allanamientos fue precedido por hechos de espionaje. ¿Qué diferencia hay entre estos actos de inteligencia interna y los que sufrieron los familiares de las víctimas del ARA San Juan, naturalizadas por la Justicia en el último sobreseimiento del ex presidente Mauricio Macri? La represión siempre invoca la seguridad del Estado.
No hay peor ajuste que una devaluación brusca. No solo significará, de verificarse, una mayor concentración de la riqueza. Licuara los pocos votos que le quedan al Frente de Todos. Del otro lado, la derecha ya no miente. Como Carlos Menem, promete “cirugía mayor sin anestesia”. La misma inteligencia que se realizó entre los gremios se anticipa ahora a las organizaciones sociales, que se sabe serán la punta del conflicto si nada quiebra el devenir de esta historia que se repite. Otra vez, el microclima del Palacio, donde los reclamos populares parecen no contar. La desesperación de la calle como contracara. La soledad de quienes, tantas veces debieron derramar su sangre para ser escuchados. Los que a veces parecieron vencidos pero en el momento menos pensando, supieron volver a ser el rugido de la historia, la calle que irrumpe en el Palacio, que algunos pensaron les era ajeno.