En esta nueva entrega de la sección Funes el memorioso, Hernán López Echagüe arrima un discurso pronunciado por Julio Anguita González (*) en la ciudad de Cáceres, España, el 23 de febrero de 1999.
Hubo un hombre llamado Galileo Galilei dedicado al estudio, a horas encerrado, viendo astros, sacando las conclusiones de su observación, que descubrió que la tierra no estaba en el centro del universo, que se movía, y por tanto era el Sol el que ocupaba el centro y en torno al cual los planetas y entre ellos la Tierra, giraban.
Aquel descubrimiento se enfrentó a la verdad institucionalizada. El Vaticano, la Iglesia, las creencias populares del momento, y la insistencia en el mantenimiento de lo que había descubierto le costó ir a juicio. Y, frente al acusado, ¿cómo podía él pensar que se había equivocado Aristóteles? ¿Cómo podía pensar él que las sagradas escrituras mentían? ¿Cómo podía atreverse él, un ingenuo sabio, a pensar que había descubierto algo que fuese en contra de lo que el magisterio de la Santa Madre Iglesia venía diciendo hacía siglos?
Y, sobre todo, ¿es que acaso el pueblo no aclamaba contra aquel que se atrevía a poner en duda la centralidad del planeta tierra? Las presiones son tremendas. Tiene casi que abjurar. Pero en un momento, en la rebeldía última, y musitando casi con una sonrisa, a lo Saramago, suave pero firme, dice en el italiano natal “Eppur si muove”, y sin embargo se mueve. Porque los cálculos matemáticos, porque las observaciones, porque el ejercicio de la razón, porque lo que sus ojos estaban viendo noche tras noche le estaban demostrando que era la Tierra la que se movía.
Pues bien, estamos hoy en la España de 1999, en la Europa de 1999, y en el mundo, en un momento en el que, en otras ocasiones de la historia, las sociedades han tenido que escoger un camino u otro: o seguir en la resignación, o plantar cara, la rebeldía que acaba de decir Manolo Cañada. La resignación es un producto que, como cualquier droga, duerme a la gente. Duerme su conciencia. La resignación es como la morfina, la cocaína o la heroína. La resignación es producto de muchas causas: yo voy a enumerar unas cuantas.
La resignación es hija de ese discurso totalizador, cual si fuese una nueva religión: no hay más verdad que la competitividad. No hay más santos ni más poderes que los mercados. La economía tiene que crecer constantemente: no importa que se contaminen las aguas, que se contaminen los ríos, los mares, o los aires. Competitividad, crecimiento sostenido, y los mercados: eso es lo único que importa. Su poder no puede ser contestado, y además, nos demuestra la existencia de las propias sociedades que esto es lo que produce bienestar.
Y no importa que las personas de la calle vean que ese bienestar no le ha llegado al hijo o a la hija que tiene que ir a la empresa de trabajo temporal, que le cobra el 40% de la nómina por colocarlo en una empresa. No importa que la persona que todavía tiene una pensión que no llega al salario mínimo interprofesional, y está casi a la mitad, 69,000 y pico de pesetas, la mitad de eso, a veces no llega. No importa el paro de aquel que entró en los 45 años. No importa que la mujer, madre y esposa, pero que además tiene que trabajar, no cobra lo mismo, igual que el hombre, haciendo la misma tarea, violando artículos enteros de la carta fundacional de las Naciones Unidas, y la Declaración Universal de Derechos Humanos, y texto de la constitución española. No importa, porque le están diciendo que no hay más bien que la competitividad, lo bien que vivimos, lo bien que vamos, los datos, las cifras…
No importa que la gente vea, o quiera ver, en su entorno y en su alrededor hechos que están contradiciendo ese mensaje. Porque para que no se vea, o para que sea menos hiriente, hay sucedáneos. Ahí tenéis la televisión: fútbol, mucho fútbol. Más fútbol que en épocas anteriores de la historia de España.
Ahí tenéis concursos degradantes, que no alimentan la razón, el estudio, el análisis. Ahí tenéis la vida de los personajes populares, que se diseccionan y se abren para que atisbemos como si fuéramos aves carroñeras, y olvidando el entorno que tenemos, entremos en lo que ocurre en sus alcobas. Ahí está toda una literatura de evasión, para que la gente no vea. No vea, y por tanto confunda su existencia real con la existencia que le ponen en las pantallas, o en los informativos. Para que ocurra como aquello que tantas veces digo de la viejecita que a finales del siglo XIX estaba vendiendo cerillas en la puerta de la ópera de Madrid, en un mes de Enero, a las dos de la madrugada, atenida de frio, y envuelta en una toquilla, vendiendo cerillas para poder subsistir, y cuando entraban hombres y mujeres envueltos en armiños, en capas con lujo y con joya, decía «Que bien vivimos en Madrid». Un caso de alienación, un caso de suplantación, un caso de drogadicción.
La imagen, lo bien que vivimos, las historias de alcoba, las revistas del corazón, las frivolidades que hacen olvidar lo que ocurre diariamente, o si se ve, se eleva a otra categoría, como si no fuese lo real.
Resignación además, porque el discurso oficial, que baja desde muchos sitios: baja desde los poderes públicos, baja desde las sentencias de los tribunales, desde las cátedras, desde las clases de EGB donde los maestros de escuela va inyectando ya unas determinadas ideas. Baja desde la televisión y de los medios de comunicación, el discurso de que no hay otra salida: esto es lo único posible, y si no, fijaros: estamos mal, pero peor estaban en el Muro de Berlín. Y cuando ya se acude a hablar del Muro de Berlín es porque ya no se tienen razones, y hay que decir «mira que mal fueron aquellos», porque es la única justificación.
Resignación porque los pueblos, cuando tienen problemas, no son rebeldes. El que tiene que comer todos los días, no puede permitirse el lujo de perder, por un acto de rebeldía, un puesto de trabajo. La rebeldía siempre ha surgido de aquellos que comían todos los días. De aquí la gran culpabilidad de muchos intelectuales españoles, que comiendo todos los días, bien del pesebre, bien de su trabajo, no han sido capaces de decir «Basta» a esta situación de degradación.
De ahí una resignación que nace de la evidencia diaria. Del paro, que es cierto. De ese paro que dicen que se reduce porque la estadística dice que cuando una persona trabaja dos horas a la semana, ya no está parado. Una disminución estadística, de los empleos a tiempo parcial, de las horas extraordinarias que se imponen, pero que no se cobran, de la angustia si mañana poder trabajar: eso es resignación.
Resignación que cae sobre un pueblo que se da cuenta, además, o no se da cuenta porque no le gusta o no quiere verlo, o no dejan verlo, que estamos yendo hacia atrás, que estamos llegando a cotas propias del siglo XIX, que aquella seguridad social para todos, que el tema del subsidio de desempleo va bajando continuamente, en contra de la Declaración Universal de los Derechos Humanos o de la propia Constitución.
Resignación que surge de la culpabilidad del propio parado. Uno de los éxitos entre comillas del sistema americano es conseguir que el pobre, el miserable, se sienta culpable de su situación. Es la filosofía calvinista, hija del protestantismo. Tú eres culpable de tu situación. No has sido capaz de triunfar, esa es la filosofía de la sociedad americana. Y si no has triunfado es porque tú eres el responsable: esta sociedad da oportunidades a todo el mundo, si tu no has podido hacerlo así, tú eres el culpable, y entonces el oprimido, el pobrecito, el esclavo, se echa él la responsabilidad de su situación. Es perfecto el dominio del poder. Un dominio del poder que ya no se basa en la fuerza, en la coacción, en la utilización de la guardia civil o del ejército: se basa en un dominio mucho más terrible, más duro: el dominio de la mente. Ese opio que cae desde los aparatos del televisor, ese opio que cae desde las sentencias de los tribunales, desde los discursos políticos que va empapando la mentalidad de la gente, y va diciendo “calla, calla, calla, porque si no callas puede ser peor”.
Esa es la resignación que se produce como consecuencia de sentirse ese parado que él es el autor de su situación, y por tanto aquel compañero que ha sido acusado de que cobró una vez, indebidamente, el seguro de desempleo, ah, miserable, tú eres el culpable. No importa que los ladrones de alto copete sean exhibidos como figuras brillantes a enseñarle a los hijos como ejemplo a seguir, pero el miserable que ha estafado solamente un mes del seguro de desempleo es el culpable de todo lo que está ocurriendo.
Eso es resignación. Resignación que surge de los medios de comunicación, y no se me enfaden las cámaras, no va con vosotros, pero va contra los que tienen el poder en vuestras empresas. Pero va con aquellos que optan por decirle al pueblo una parte de la verdad. Resignación que consiste en dar un credo único, decir todos amen a la competitividad, a la moneda única, estamos mejor que nunca, amén, amén, amén. Es el coro como una letanía que va uniformando el pensamiento, que va haciendo seres totalmente iguales, como describía lo que podía ser el futuro Orwell en 1984.
Esa resignación por tanto es hija de una economía, de un sistema político, que confunde muchas cosas. Una información que está haciendo surgir en nuestros universitarios, en nuestros institutos, en nuestras academias, en las escuelas básicas la cultura del si o no, propia del ordenador. La vida está llena de colores, de tonos, y por tanto el lenguaje es lenguaje más vivo cuanto más cosas hay que ser descritas. Si o no, blanco o negro, derechas o izquierdas. Conteste usted como el ordenador: afirmativo, negativo, afirmativo, negativo.
Se busca ya, no al ser humano pensante, capaz de la reflexión, de la duda o de la inquietud: se buscan esclavos sin pensamiento. Y por eso no se quiere la historia. Y por eso se desdeña la memoria. Porque los seres humanos somos hijos de la memoria. Yo soy lo que soy porque viví con mis padres, mis recuerdos, mi historia, mis vivencias. Yo soy la actualización de todo un pasado que está vivo. Si me quitan la memoria soy un zombi, un muerto viviente. Y queremos pueblos de muertos vivientes, que se estimulen por el último partido del Barça-Madrid, que se estimulen por la última historia de tal o cual conde, o de tal o cual señora, que digan en los corrillos, incluso en los parlamentos y en los lugares donde habría de debatirse de los problemas, se cuenten chistes de la vida privada, para olvidar la tremenda realidad. Escapismo, droga: igual que la heroína, igual que la cocaína. Droga, escapismo. Sedar el pensamiento, aniquilar el espíritu crítico. Y por tanto fomentar la resignación.
Y frivolidad, mucha frivolidad. Y por tanto la política entendida como compraventa de votos, no importa. ¿Qué es lo que quiere el pueblo? Al pueblo -al cual convenientemente se le va a decir lo que quiere, a través de determinados medios- ¿Más fútbol? Pues más fútbol. Pero es que yo pienso que no: es que tú tienes que decir lo que le gusta al pueblo. Al cual yo mediante medios de comunicación, finísimo, le voy diciendo que es lo que le convierte, pero yo represento un proyecto, yo quiero explicar un proyecto, yo quiero dirigirme a mi pueblo, del cual formo parte, para decirle el punto de vista de nuestra organización: no, no, no, lo que conviene es que ganes votos. Eso no está bien dicho. Tienes que ser respetable, tienes que hablar y decir lo políticamente correcto, el buen tono. Como el chico de la burguesía del siglo XIX: niño, eso no se hace, eso no se dice, tú lo haces bajo cuerda, porque todo debe permanecer como si aquí no ocurriera nada.
Es decir, la cultura de la hipocresía, ¡crear una sociedad hipócrita! Que miente a sabiendas. Que sabe que está diciendo algo que nadie cree, pero lo importante no es decirlo: lo importante es que hay que hacerlo pero que no se diga.
Y ese cáncer va avanzando, degradando, corrompiendo y aniquilando las fuerzas para combatir.
Y ese es un camino, sin duda, dulce. Es la muerte lenta, como se consume un brasero. Como van muriendo aquellos que beben la cicuta, muerte que le dieron al gran Sócrates: se va durmiendo lentamente todo el organismo, y muere uno con una sonrisa en los labios, ¡pero muere!
Y el otro camino es lo que ha dicho Manolo: rebeldía. Pero la rebeldía no es un gesto altisonante. No es un grito, no es un insulto. No es una pedrada, no es una mala contestación: es mucho más profundo.
La rebeldía es un grito de la inteligencia y la voluntad que dice, y lo voy a decir en Román Paladino: ¡No me da la gana de decirle que si a esta actual situación! ¿Por qué? ¡¡Porque no quiero!! Y me niego a decirle que si, porque entiendo que pueda haber otra situación, y por tanto no asumo esta podredumbre, y no participo de ella, y lucho contra ella.
Y esta actitud es una actitud intelectual. Y cuando digo intelectual no quiero hablar de universitarios: de la mente de cualquier ser humano. Es un posicionamiento que nace de la mente y del corazón, del fuego de querer cambiar. Esta es la rebeldía fundamental: lo otro son voces, son chillidos, son insultos, son graznidos: dale caña al circo romano. No, no, la rebeldía no es ni más ni menos que el posicionamiento con otros valores y la decisión de hacerles frente.
Rebeldía para decir que no aceptamos que la competitividad y el mercado sean los que rijan los destinos de las sociedades, que entendemos que hay una Declaración Universal de Derechos Humanos que tiene que cumplirse. Y que eso significa sociedad de pleno empleo, donde el hombre y la mujer sean exactamente iguales, donde no haya marginados, y que costará mucho tiempo y mucho sacrificio, pero es hermoso luchar, ¡incluso morir por eso! Porque morir tenemos que morir: muramos por lo menos luchando por un ideal noble, y no consumiéndonos como un brasero.
Y significa, esa rebeldía fundacional en cuanto a entidad humana, significa defender con esa suave ironía, con esa tranquilidad que el maestro Saramago hace, porque es una gloria verlo contestar a los periodistas con esa suave ironía, con esa tremenda dureza de fondo pero flexibilidad en el lenguaje, significa defender que hay valores que deben ser mantenidos: el hermoso valor de la igualdad. Como decía uno: la sangre es roja, y todos la tenemos roja; no hay sangre azul. Y además, como decía otro, todos los corazones, salvo alguna excepción, están en la izquierda.
Por tanto esa igualdad, igualdad que hace que los seres humanos nazcan de la misma manera. Una igualdad esencial, no igualitarismo, y por tanto dignidad de la persona por ser lo que es: Persona.
Y junto a la igualdad, la libertad. Pero hablar de libertad es algo muy grande. Porque libertad es asumir que se tiene la conciencia libre; que no es lo mismo que libertad de conciencia. La conciencia libre significa que yo puedo decidir si tengo todos los elementos para formular mi decisión. Estoy bien informado, estoy bien formado, me alimento todos los días, tengo un techo donde guarecerme, tengo una ropa que ponerme, y una vez que tengo todas mis necesidades más elementales satisfechas, yo puedo empezar a pensar para ser un hombre libre. Porque si yo tengo que buscar el trabajo, trampeando como sea, poniéndome en la cola del paro, vendiéndome por cuatro perlas porque tengo que comer, los míos y yo, yo no soy un hombre libre, aunque mañana me permitan votar en las urnas: yo voy movido por mi hambre, por mi necesidad de tener que venderme en cada momento para el trabajo.
Y junto a la libertad, en sentido espléndido de la palabra, la justicia. Y no hablo de tribunales de justicia: hablo de eso tan sencillo de dar a cada uno lo suyo. Que impere el derecho, que no haya distinciones, que todo el mundo sea medido por igual rasero: por el rasero de la Ley. La justicia que consista además en que se conforma una sociedad; la ley es la que puede hacer posible que conviva la gente en sociedad, mientras que la ley sea justa y se aplique con justicia a todos igual.
Solidaridad: es un mensaje que nos puede hermanar a todos. A todos aquellos que hablaban del internacionalismo proletario, que sigue estando vigente. A aquellos que hablan de la hermandad de los seres humanos y porque hacen referencia a sus creencias basadas en la teología de liberación. A otros que hablan desde otros supuestos de liberación humana, a otras propuestas de liberación, de acuerdo: solidaridad, que consiste en afirmar, tranquila y serenamente, que no merece la pena luchar por banderas, que la única bandera es la bandera del planeta Tierra, y la humanidad es una sola raza, una sola y única raza, y que merece la pena luchar por ella.
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Y esto es importante: informado, no porque se le den muchas noticias. Hay diferencia entre la noticia y la información. La noticia es una mercancía que se da para que se consuma; la información es un dato que se da para que la gente piense y a partir de ahí extraiga sus consecuencias. Y desde la izquierda hablar de austeridad. A mí particularmente me gusta esta palabra.
Hablar de austeridad fue la palabra que vertebró un discurso de Enrico Berlinguer, aquel secretario general del partido comunista italiano que murió en la tribuna, hablando precisamente de austeridad. La austeridad en el sentido romano, mediterráneo. Austeridad no es miseria: austeridad significa vivir dignamente, normalmente. No malgastar los recursos naturales. Poseer uno cosas y no que las cosas lo posean a uno. No ir constantemente atentando contra la naturaleza en un consumismo feroz. Austeridad significa tiempo libre para discutir y dialogar con los demás, para jugar, para hacer posible el amor entre seres que se conocen, para convivir en la calle, en la plaza, en el ágora griega. Austeridad que significa que la mejor manera de vivir es tener relaciones con otro en el plano de igualdad sintiéndose hombres y mujeres libres en una sociedad democrática. Austeridad que hace que nos miren a todos como seres humanos y no por nuestra capacidad de consumo: yo me niego como ser humano a que digan que soy un español que consume tantas salchichas o tantos coches al año: eso no es austeridad, eso es medir al ser humano por otro talante.
Austeridad que significa, con otra palabra, sobriedad: hablar de cosas concretas, hablar de cosas que son importantes, incluso cuando se utiliza el lenguaje para crear belleza, para hacer pensar como nuestro premio Nobel. Se utiliza el lenguaje desde la sobriedad, porque las palabras, cayendo en cascada, uniéndose, recreándose constantemente, hacen pensar, hacen conseguir nuevas ideas: humanizan. Esa es la austeridad y esa es la sobriedad. Y a partir de ahí es cuando comienza el discurso y la propuesta: la sociedad de pleno empleo, el desarrollo sostenible, el reparto del trabajo, es decir, el recurso rojo, verde, violeta, el discurso de la paz. ¡Paz!
Y la paz no es la ausencia de guerra, la paz por ejemplo es que el día nueve estemos llenando Rota, porque quieren transformar la base militar en una superbase, violando el punto tercero de lo que acordó el pueblo español en referéndum en 1986. La paz significa que mañana 1200 hombres y aviones españoles, que cuestan un dinero, no puedan entrar en la antigua Yugoslavia, porque no han sido consultadas las cortes generales, y porque se ha violado nuevamente el artículo 62 de la Constitución.
Significa, por tanto, hablar de paz, paz como justicia, como entendimiento entre seres iguales, que son capaces de razonar. Y bien: los mecanismos son los de siempre, la movilización. ¿Qué es movilizar?
Desde la izquierda, siempre, movilizar no ha sido solo llenar las calles de gente, que también: movilizar ha sido concienciar. Nosotros existimos, los que queremos pensar por nuestra cuenta, para perturbar a los demás. Si hay aquí algún creyente, me dirijo a él o a ella para recordarle la frase que hoy explicaba yo en la universidad cuando una persona, un compañero que era representante, al parecer, de la teología de la liberación, me preguntaba, y le recordaba yo un pasaje del evangelio: (de mi época pasada soy conocedor). Y decía: mirad, una de las cosas que figura en el evangelio es cuando le preguntan a Jesús de Galilea: «¿Tú que has venido aquí, a traer la paz?» y decía: «Yo no, he venido aquí a traer la guerra». ¿Y qué quería decir? He venido a concienciar, a perturbar.
Nosotros no queremos gente dormida, drogada. Queremos gente que inquieta. Venimos a perturbar, a agitar cerebros, a mover conciencias, existimos en la medida en que movilicemos el pensamiento. Como decía en aquella iglesia, en aquel bar, en Naranjo de Córdoba: Levántate y Piensa, es lo más revolucionario que he visto en mi vida, porque la rebeldía empieza aquí, en la cabeza que dice ¡No sirvo!, ¡no me da la gana!, ¡no quiero asumir estos valores!». Movilización que significa, por tanto, ese esfuerzo por pensar y por hacer pensar.
En los grandes revolucionarios de la historia, la característica fundamental es que hicieron pensar. La revolución la hicieron la gente, las masas, los colectivos, pero el valor de ellos es el pensamiento que pusieron en marcha: es el concepto de la movilización, en torno a lo concreto. Y con las alianzas de todo el pueblo.
Por eso hacemos llamamientos: queremos unidad. Pero no para repartirse sillones: para hacer programas de transformación. ¿Qué hacemos en el pueblo? ¿Qué hacemos en la comunidad autónoma? ¿Qué hacemos en España? ¿Qué hacemos en Europa? Alianzas. Alianzas entre gentes que coinciden, básicamente, parece ser por lo menos teóricamente, en que quieren cambiar el mundo. Pongámonos de acuerdo en qué podemos cambiar ahora, pero cambiar un sillón por otro… eso ya no es correcto, eso lo hacen los otros, desde tiempo inmemorial.
Y por último la cultura. La palabra cultura viene de cultivo: cultivarse. Hacerse ser humano cada día más. La cultura no es saber muchas cosas: la cultura es captar todo aquello que la humanidad ha ido produciendo y que nos mueve, desde el arte hasta el estremecimiento por degustar la belleza, a entender cómo la humanidad ha ido superando determinados problemas. Un hombre culto no es un hombre que esté rodeado de libros, que también puede ser; un hombre culto es un hombre que mira al mundo con mirada independiente y libre. Un hombre culto puede ser un campesino de nuestras tierras. Cuando rebina, palabra que utilizan en mi tierra, está pensando, pero sabe calcular las cosas, piensa como quiere, es un hombre que tiene un tipo de cultura. Y ese hombre que a lo mejor no sabe leer, le puede dar la mano a otro culto de la universidad, que sabe más cosas, pero está en la onda de la cultura, porque ambos confluyen desde su sentido de hombres libres con capacidad para pensar.
Y en fin, en el acto de hoy, donde ahora va a tomar la palabra el maestro Saramago, y dicho con todo cariño, en el sentido de ejercicio de sencillez y de hondura, la voz de Izquierda Unida esta noche no ha hablado de programas, ni Manolo ni yo. Hemos hablado, y os lo confieso, de lo que nos mueve a nosotros. A él, a mí, a José, y a los demás compañeros y compañeras. No sé lo que ocurrirá en los próximos meses o en los próximos años, pero la decisión de mantener este discurso es firme por nuestra parte: la vamos a seguir manteniendo, no lo pensamos cambiar.
*Julio Anguita González (Fuengirola, 21 de noviembre de 1941-Córdoba, 16 de mayo de 2020) fue un maestro y político español. A lo largo de su carrera ostentó distintos puestos: fue alcalde de Córdoba entre 1979 y 1986, secretario general del Partido Comunista de España (PCE) y coordinador general de Izquierda Unida (IU).