Por Néstor Espósito | El juicio oral por el homicidio del joven Fernando Báez Sosa ofrece un insólito abanico de posibilidades de fallo que excede la capacidad de tolerancia de un ciudadano común que desconoce los vericuetos –con frecuencia absurdos- del derecho penal.
Los imputados pueden recibir una condena que va desde la posibilidad de pasar prácticamente el resto de sus vidas en prisión hasta salir del tribunal caminando, en libertad (al menos) condicional. En el medio, hay factores que no necesariamente tienen que ver con lo legal; también con la “opinión publicada” y un inevitable debate sobre si deben juzgarse hechos de esta naturaleza mediante tribunales populares.
Existe un reclamo vehiculizado por los medios de comunicación que expresan a una parte de la sociedad que pretende la pena de prisión o reclusión perpetua para los acusados. ¿Por qué podría producirse ese escenario?
El tribunal debería considerar que el crimen de Fernando Báez Sosa fue un “homicidio agravado”. Pero el término “agravado” no significa que fue un hecho particularmente grave (que lo fue, sin dudas) sino que se dieron una serie de circunstancias que están tipificadas en el Código Penal como “agravantes”. En este caso, la principal sería la “alevosía”, que en términos judiciales comprensibles podría resumirse en “matar sobre seguro”, sin que la víctima tuviera oportunidad de resistir el ataque en su contra y, mucho menos, evitarlo.
Allí comienzan los tecnicismos. ¿Tuvo Báez Sosa oportunidad de resistir la andanada de golpes en su contra? Todo parece indicar que no; que sucumbió al primer golpe y quedó indefenso, a merced de la sucesión posterior de puñetazos y patadas. Listo, ya está, homicidio agravado.
Pero la autopsia no pudo determinar cuál fue el golpe que le causó la muerte. Si hubiera sido el primero, todos los golpes posteriores fueron a un cadáver. Parece macabro, pero patearle la cabeza a un muerto no es un delito o, en todo caso, es un delito imposible: matar a un muerto.
Durante el juicio se debatió si Báez Sosa tenía signos vitales cuando fue asistido. Allí también hay margen para los tecnicismos: si estaba vivo cuando lo asistieron, los peritajes deberían haber determinado qué posibilidades de sobrevida tuvo, de acuerdo con las lesiones que padeció. Sobre eso hizo hincapié la defensa de los acusados, porque si tenía posibilidades de sobrevivir, y acaso una impericia en las maniobras de resucitación lo impidieron, la defensa podría plantear (ya lo insinuó) que los imputados causaron lesiones gravísimas pero no la muerte. O, en todo caso, la muerte por las lesiones pudo haber sido evitada.
Queda claro que no hay posibilidades de que los acusados sean absueltos.
El juicio debe determinar por qué delito serán condenados. Y en esa discusión está cifrada la expectativa social que pide a gritos perpetua como una legítima manifestación de equiparación de conductas (“el que las hace, las paga”). Pero esa equiparación de conductas probablemente no tenga nada que ver con el “fin resocializador de la pena”: que los acusados pasen los próximos 30 o 50 años en la cárcel no reparará el daño que causaron, el destrozo a un proyecto de vida y familia que se fue con Báez Sosa.
Algo habrá que repensar. Es un debate incómodo que nadie parece dispuesto a dar seriamente, con predisposición a escuchar los argumentos del otro sin ideologismos y simplificaciones. Cero expectativas de que ello ocurra.
¿Y si no es perpetua qué otra condena podría caberles a los imputados?
– Ocho a 25 años, por homicidio simple. Por dolo directo (quisieron matar) o por dolo eventual (debieron representarse que pateándole la cabeza a Fernando lo podían matar y así y todo no les importó). Pero sin agravantes.
– Tres a seis años por homicidio preterintencional. Esa figura se aplica “al que, con el propósito de causar un daño en el cuerpo o en la salud, produjere la muerte de alguna persona, cuando el medio empleado no debía razonablemente ocasionar la muerte”. Parece difícil argumentar que una patada en la cabeza no sea un medio que “debía razonablemente ocasionar la muerte”. No obstante, a la hora de los alegatos, todo es posible.
– Dos a seis años por homicidio en riña. El Código establece esa pena “cuando en riña o agresión en que tomaren parte más de dos personas, resultare muerte (…) sin que constare quienes las causaron”. Ya se dijo que no está claro cuál fue el golpe mortal. En ese escenario, “se tendrá por autores a todos los que ejercieron violencia sobre la persona del ofendido”.
Con frecuencia los tribunales orales aplican penas sobre las que no están completamente convencidos porque, en definitiva, habrá otros jueces (menos expuestos públicamente) que revisarán esos argumentos y eventualmente los corregirán con un reducido riesgo de que los escupan por la calle o los linchen mediáticamente. La invocación es: “que se arregle la Casación”, el tribunal revisor que, en este caso, será la Casación bonaerense. Luego vendrá la Suprema Corte provincial y, finalmente, la Corte Federal.
Lo que el tribunal oral de Dolores anunciará a fin de mes será apenas el primero de al menos cuatro pasos que deberá recorrer el expediente en el espinel judicial.
En el derecho penal, nunca un fallo deja ciento por ciento conformes a todas las partes.
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Néstor Espósito: @nestoresposito