Por Bruno Napoli* | El 26 de agosto de 1982, Jorge Luis Borges publicó en el diario Clarín “Juan López y John Ward”, un doloroso poema que reza “hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel. Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen”. Un mes después, el Times de Londres reprodujo el texto, seguido de un silencio solo interrumpido por un puñado de lectores.
En el año de Maradona y su obra, infinita como la lectura de Borges, aun yacían bajo la alfombra de la memoria política los muertos de Malvinas. Fue entonces que los chicos veteranos encontraron, en ese salvaje oxímoron, un exilio interno y un final ingrato, contando dos centenas de suicidios al momento de Diego y su mano artística. Faltaban cuatro años para la primera pensión a un ex combatiente y para que ese fatal número comience a menguar (más nunca extinguirse hasta hoy). Pero el siguiente volumen de la obra maradoniana, editado a los pocos minutos del primero, construyó una memoria que ocultó penas y pesadillas.
Gracias a ellos casi no recordamos que al momento de su edición languidecía una suerte de moneda momentánea con nombre de punto cardinal, y retomaba su camino inexorable el alto costo de vivir en Argentina. Los progenitores de aquel papel efímero habían confundido estabilización monetaria (siempre coyuntural y breve) con plan económico, y todo se fue al demonio otra vez. Pero qué importan esas penas cuando leemos las hazañas de un hombre batallando contra el mundo afuera de su piel, contra demonios internos de una niñez miserable, y entendemos que en ese instante, un cuerpo en acto perpetuo e insolente hizo honor a sus muertos, hizo patria con una traza interminable que no dejamos de interpretar.
En los días posteriores a la obra, ya editada e impresa en la piel colectiva, el autor de Fiorito nos visitó y nos regaló otros olvidos, con imágenes tan epidérmicas que el resto es papel pintado. Luego retornó a su país de origen divino, con forma de bota y seres parecidos a nosotros (pero con mejores cantantes de ópera, por supuesto) y aunque sabemos que su lugar biológico estaba en Argentina, también sabemos que eso fue el registro de algún gobierno, ya no importa. Las cosas empeoraron a su partida, tanto que al finalizar el año hubo punto final para castigar a desaparecedores y asesinos, en medio de navidades calurosas que preanunciaban el desorden. Este país también debe tener un origen divino, pero no es momento de dioses menores. Por ahora sabemos que el hacedor nos legó una obra maravillosa con el cuerpo y nos permitió olvidar los malos augurios que rodearon su impresión.
El otro autor, Borges, fiel a su anarquismo, dijo en una entrevista “la patria es una mala costumbre, pero necesitamos esa costumbre” y su escritura fue más lejos “nadie es la patria, ni siquiera el tiempo cargado de batallas, de espadas y de éxodos”. El texto, titulado “Oda escrita en 1966” y publicado en 1964 por el viejo ácrata, jugaba a la frágil memoria de futuros recuerdos.
La obra de Maradona también, pues nos ofreció olvidos y sentidos distintos en cada lectura posterior, y ya no somos los mismos luego de su creación. Ni siquiera recordamos que hacíamos cuando las editó; solo podemos inventar momentos, pero sabemos que son más heroicos y menos reales que lo sucedido. Borges sostiene en su Oda “nadie es la patria, pero todos debemos ser dignos del antiguo juramento que prestaron aquellos caballeros de ser lo que ignoraban, argentinos, de ser lo que serían por el hecho de haber jurado en esa vieja casa. Somos el porvenir de esos varones, la justificación de aquellos muertos”. Cuando disfrutamos del infinito regateo, corriendo en la desesperación de hacer sucumbir a los propios y destronar a los inventores del juego, no hay interpretación posible de la hazaña. Sentimos por un momento la inmensa orfandad de querer ser patria en cualquier parte, de soñar con la paciencia urdida en un cuerpo que pasó hambre, que se nos parece en el color de piel, y que sin un solo disparo desató la justicia de los caídos.
Preguntado Borges sobre sus patrias, mencionó risueño varias ciudades: Ginebra, Austin (Texas) Buenos Aires… pero agregó que elegía nuestra mala costumbre, pues sabía que moriría en su idioma. Sobre su relación con los ingleses (mención común entre sus malos lectores) dijo con mas ironía que el mayor error del imperio Británico fue inventar el fútbol. El autor ácrata murió en Ginebra, Suiza, ocho días antes de la obra de Maradona. Esa despedida se hace triste con el tiempo, pero también la fecha es parte del olvido que nos regaló la creación de Diego. Un entuerto austral, silenciado con crueldad por sus hacedores estatales, fue rescatado por el zigzagueo extraordinario que honró a los olvidados. Mientras tanto, el momento une con carnadura imposible las islas del sur con el evento inapropiable de su hazaña. Hoy nos aparecen cercanos los símbolos, pero en su momento no lo eran: la frágil memoria de recuerdos futuros hizo su trabajo. El terrible invento del imperio, en la piel de un muchacho que pudo ser Juan López o John Ward, destrabó la palabra, deshizo el olvido, y homenajeó en espejo al irónico Borges apenas unos días después de su partida, seguramente en castellano.
*Nota publicada originalmente en https://colectivodale.org/
[mks_toggle title=»Bruno Nápoli» state=»open»]Historiador, ensayista, archivista (Untref) e investigador en Economía y DDHH. Es docente en el IUPFA y dicta cursos de posgrado sobre Derechos Humanos y delitos económicos. Coordinó la Oficina de DDHH de la Comisión Nacional de Valores, colaboró con la desclasificación de las “Actas de las Juntas Militares” con observación en las decisiones económicas de dicho acervo documental (en el Ministerio de Defensa de la Nación). Trabajó durante más de 15 años en el archivo de Osvaldo Bayer, a quien prologó y editó. Es autor de En nombre de mayo (Milena Caserola) y coautor de La dictadura del capital financiero (Red Editorial – Quadrata – Peña Lillo).[/mks_toggle]