Por Ariel Pennisi*
Antecedentes
En 2016, asumió el gobierno de Mauricio Macri con el desembarco de CEOs que pasaban a operar de los dos lados del mostrador y el armado de un protocolo de seguridad a cargo de Patricia Bullrich, propio de un gobierno que se proponía confrontar con la movilización social. Decíamos que se trató de una contrarrevolución por una revolución que no tuvimos, ya que el último gobierno de Cristina Fernández, tras un breve período de reparación del daño neoliberal y conquistas en términos de derechos, lejos estuvo de transformar las condiciones de vida de la clase trabajadora y los sectores empobrecidos (basta revisar el porcentaje de trabajadores y jubilados que cobraban salarios mínimos y el porcentaje de informalidad y precarización laboral, entre otros datos). Durante el macrismo, la articulación entre movimientos sociales y organizaciones políticas (sindicales, partidarias, de Derechos Humanos) resultó una resistencia efectiva en dos momentos clave: el intento de beneficiar con el “2×1” a los genocidas de la última dictadura, y la propuesta de reforma laboral. El final del gobierno de Macri estuvo signado, tanto por al fracaso de su plan económico (que desencadenó una espiral inflacionaria todavía presente, mientras endeudó al país de manera brutal e irresponsable), como por su pérdida de crédito social, incluyendo la derrota en la calle (valga la movilización de diciembre de 2017 como ejemplo).
El armado del Frente de Todos como dispositivo electoral expresó una potencia multitudinaria que debía jugar su destino entre la organización de experiencias de diverso tipo (con cierto grado de horizontalidad) y la andadura institucional tras una victoria en las elecciones que, por cierto, era previsible. Pero ese proceso se encontró de inmediato con el embudo propio de un tipo de construcción política impotente. La elección a dedo de un político de la rosca como candidato presidencial (convirtiendo la política entera en una forma de la rosca), el reparto de lugares en la gestión según criterios de acumulación de poder sectorial, antes que de eficacia política integral, entre otros rasgos, marcaron a fuego un gobierno maltrecho.
El Frente de Todos terminó funcionando como un tapón para la movilización social, como renegando de una base de sustentación que le hubiera permitido la audacia necesaria para disputar el sentido de políticas populares: declarar el default en el que Macri había dejado a la Argentina, avanzar en un programa para resolver el déficit habitacional (con leyes de tierras y alquileres), reorientar el perfil productivo del país con sustitución de importaciones y financiamiento de sectores dinámicos generadores de empleo de calidad o emprendimientos adecuados a los deseos de la población, retirar definitivamente todo subsidio a sectores corporativos que carecen de dinamismo, promover un ingreso universal para comenzar a terminar con la pobreza (financiado por las grandes rentas de la Argentina), impulsar una reforma judicial transparente y democrática, entre tantas otras posibilidades que no se visitaron. Fue paradójicamente imprudente el exceso de prudencia. El caso de Vicentin fue el colmo y signó el destino de un gobierno que iba a pagar costos políticos por cosas que ni siquiera llevó adelante.
La pandemia impuso unas condiciones no deseadas y el gobierno del Frente de Todos, en colaboración con gestiones de otros signos políticos y con diversas instituciones públicas, logró una gestión sanitaria satisfactoria no exenta de polémicas legítimas y desbarranques. Pero, justamente, en ese contexto se desperdició la posibilidad de una intervención pública más amplia y creativa que no redujera toda la estrategia del gobierno al aspecto sanitario. Justo en un momento en que el mercado no podía brindar respuestas, correspondía al Estado –convocando a otros actores, pues hace rato que con el Estado no alcanza– contribuir con un tipo de dinamización de la economía que reperfilara la situación productiva del país. Incluso, al asumir la tarea de garantizar alimentación y medicamentos, se ahorró la audacia necesaria para, crear empresas públicas en esos rubros que, además, funcionaran como empresas testigo (hubiera sido el caso, por ejemplo, de Vicentín).
La sustitución de la política por la “rosca” y el internismo, al tiempo que la deriva del planteo inicial excesivamente prudente, hacia una propuesta inflacionaria terminaron por desbaratar las posibilidades de continuidad del gobierno. Como si fuera poco, tras el reemplazo forzado del ministro de economía, el FdT llevó como candidato presidencial al ministro de economía de la inflación desmesurada, determinando el último acto de una derrota de larga data, derrota antes de la derrota que, claro, no se reduce a un evento electoral. Aunque no se puede ubicar como única causa de la victoria de Milei al fracaso del Frente de Todos, ya que distintos factores de poder y un largo hastío de la sociedad asociado a las condiciones de vida del capitalismo actual resultaron determinantes.
El escenario actual
Hace tiempo que venimos marcando el corrimiento de un escenario político en el cual lo único radicalizado es la derecha. Hoy no quedan dudas. Con el beneplácito de las urnas y la licencia propia de todo gobierno en su inicio de mandato, el ajuste es más explosivo y la brutalidad explícita. Pero es necesario reflexionar sobre la relación entre la victoria electoral y la espalda con que cuenta el gobierno para deteriorar el nivel de vida de las mayorías.
Al menos, un comentario. El gobierno obtuvo el 56% de los votos producto de una ingeniería electoral que obliga a elegir entre dos opciones, contra un candidato asociado a una inflación inadmisible; mientras que en la primera vuelta había obtenido alrededor del 30% de los votos en un escenario de tercios. Ocurre que, a diferencia de gobiernos con raigambre popular –aun los malos, los muy malos e incluso traicioneros– que se suelen valer especialmente de su fortaleza electoral, para gobiernos que responden a sectores poco afectos a la democracia, el voto popular representa un plus inestimable, dado que cuentan, de entrada, con apoyo del poder económico, mediático y judicial. Sin mencionar a sectores de la política que obscenamente se ofrecen al mejor postor y toleran graciosamente la humillación permanente (de radicales a peronistas, de “republicanos” a conservadores sin más).
En ese sentido, experimentamos la tercera etapa del neoliberalismo institucionalizado en condiciones de democracia. Menem necesitó traicionar el mandato popular para implementar su reformismo privatizador y dejar al país sin industria, ni trenes, con desempleo y pobreza en niveles inéditos y con la bomba financiera de la convertibilidad. Macri asumió con una propuesta abiertamente neoliberal, matizada por su consigna “pobreza cero” y apoyado en un antiperonismo endurecido y en el hartazgo estético y socioeconómico de buena parte de la clase media. Milei representa el mal mayor que se monta sobre una espiral del mal menor sostenida repetidamente desde el campo popular, sobre todo por su militancia más superestructural y su dirigencia. El descontento frente a la impotencia estatal para contrapesar la desigualdad intrínseca de un capitalismo que se funde con las nuevas tecnologías digitales, la ausencia de herramientas para canalizar políticamente la bronca en un sentido rupturista (con los parámetros de este capitalismo contemporáneo), cierto pensamiento mágico agitado por gurúes financieros y, sobre todo, por la necesidad de buena parte de la población que vive al límite, encontró en Milei la respuesta institucional que, a su vez, grita y patalea contra las instituciones públicas.
¿Qué es Milei? No es, precisamente, un outsider. Se trata de un personaje mediocre, con la lengua lo suficientemente floja y la falta de escrúpulos necesaria como para movilizar la peor versión de la sociedad, a través de la televisión y las redes sociales convertidas en verdaderas cloacas virtuales y sumideros de noticias falsas. Se sostiene en medios de comunicación adictos, actores vinculados a fondos buitre, el empresariado que otrora supo construir complicidad con la dictadura de la desaparición de personas, lo más rancio de la política tradicional, capitales al asecho para llevar adelante el extractivismo más salvaje y cierta internacionalización de las derechas libres de vergüenza. Milei es el adaptado por excelencia, es lo que el poder que caracteriza a este momento pide. Con ribetes de argentino fanfarrón, lleno de complejos físicos, sexuales, intelectuales, mentiroso y desprovisto de códigos afectivos, institucionales y sociales, se parece más a un arquetipo viviente que a un outsider por descubrir. Su mundo es un mundo de puro funcionamiento, donde los lazos, los ecosistemas, en definitiva, los cuerpos y sus tramas, son un problema y, en el límite, resultarían prescindibles. El mandato es el puro funcionamiento, que cierren unas cuentas para las que no cuentan las personas comunes. La hipocresía consiste en que, de todos modos, en sus propios términos, las cuentas no cierran y el desastre venidero afectará a las personas comunes y no al grupo de facinerosos que se enriquece a su costa.
Enfrente tiene una oposición dispersa y enlodada en sus propias miserias. Entre los arrastrados y los que se oponen discursiva o parlamentariamente, pero no logran construir una alterativa, el estado de la oposición es un activo para el gobierno. Finalmente, el panorama de intereses favorables de frágil confluencia y de oposición frágil sin confluencia, se completa con puras fantasmagorías, significantes salpicados por el aparato de Estado a través de redes sociales y medios virtuales: comunistas, comunistas y más comunistas… Fantasmas que en algún momento caerán como cayó el mismísimo muro de Berlín hace algunas décadas. Como condimento lateral, este momento deja ver hasta qué punto quienes se quejaban por los modales del “populismo” y se publicitaban como guardianes de las instituciones de la república mentían descaradamente. Les molestaba lo que alguna vez el hoy procesado González Fraga quiso plantear como lección, pero vale como confesión de los de su clase: las personas comunes viven “por encima de sus posibilidades”, arengaba minutos antes de la debacle macrista.
Como muestran los informes de organismos, monitores, observatorios de nuestras organizaciones, la estrategia represiva se encuentra en su pico más alto y, creemos, se corresponde con el privilegio del que gozan las rentas más importantes de la Argentina: renta agraria, renta financiera, renta hidrocarburífera y energética, renta pesquera, renta inmobiliaria… Mientras tanto, la economía conducida por un trader, digamos, en criollo, un timbero, expone al país a un soplido en cualquier parte del planeta, al humor torcido de un grupo de apostadores. De hecho, la designación de un ex CEO de casas de apuestas virtuales (Juan Bautista Ordoñez) en la Secretaria de Niñez, Adolescencia y Familia, en el ministerio de Capital Humano, es solo la frutilla del postre.
Aparentemente, el gobierno cuenta con dos desenlaces que considera a su favor: por un lado, el sostenimiento del esquema actual a como dé lugar, basado en endeudamiento, ingreso de capitales a cualquier costo, incluso una nueva relación “carnal” con Estados Unidos, con nuevas bases militares y todo lo que la subordinación por parte de nuestro país pueda conceder; por otro lado, existe la posibilidad de un quiebre de las condiciones actuales, dada la insostenibilidad de la pseudo-convertibilidad sin dólares, agravada por los exigentes vencimientos de deuda de 2025 y por la inestabilidad engendrada por el carry trade, situación que el gobierno podría utilizar como puntapié inicial de un proceso de dolarización como opción al caos que ellos mismos estarían generando. Con qué dólares, aún no lo sabemos. Sólo los sabemos oscuramente capaces de cualquier cosa.
En el fondo, modelo existencial que intentan consolidar es un modelo de obediencia. ¿Qué significa? Que este gobierno hizo descender el piso de las condiciones de vida de las mayorías y pretende “estabilizar” esa situación. Y que el sector de la sociedad dispuesto a aceptarlo sin chistar, consolida la obediencia. Si este sector resulta mayoritario en la opinión pública y en las urnas, ante quienes estén dispuestos a resistir y desobedecer, hay gobernabilidad. ¿Por dónde pasa la obediencia? Se trata de la aceptación por una parte importante de la sociedad de un costo de vida excesivo respecto de sus ingresos, la naturalización de infraestructuras deterioradas, de escasas oportunidades de progreso, de condiciones laborales precarias, en definitiva, trabajar más de lo deseable para ganar menos de lo necesario, cuando no, directamente penar por falta de trabajo y, ahora, por falta también de apoyo estatal a quienes el presidente cínicamente llamó “los caídos”. Es menester aclarar que la obediencia venía tejiéndose hace rato, y que buena parte de la militancia progresista, sobre todo aquella urdida por el deseo de ser funcionario, jugó un rol importante al respecto. Pero este gobierno, a “los caídos” les pega en el piso.
Futuro inmediato
En las décadas del 60 y 70 en América Latina los proyectos revolucionarios y reformistas fueron derrotados con las peores armas en su momento más dinámico (reformas agrarias, participación de trabajadores en la renta empresaria, coeficientes muy altos de redistribución de la riqueza y seguridad social, etc.). A diferencia de aquel entonces, el final del último ciclo progresista, con gobiernos más y menos comprometidos con el campo popular –lejos ya del horizonte revolucionario–, tuvo lugar en su momento menos dinámico (plagados de internas, en algunos casos, practicando un ajuste en otro, desconociendo bases sociales o concediendo su agenda de partida). Hoy los espacios referentes del campo popular debemos revisar en profundidad lo actuado y disponernos a nuevas formas de pensar la política y construir una audacia colectiva que hace mucho se perdió.
Nos toca pasar de la unidad en la acción a una unidad en la agenda y la multiplicidad en la construcción. En relación al problema de la obediencia actual nos corresponde la movilización en todas las formas posibles apelando a la organización existente, tanto como a la creatividad popular dispuesta a reunirse para luchar. “A nivel social hay que garantizar, en el marco de la unidad, la ingobernabilidad del ajuste y a nivel político es necesario armar un frente con todas las corrientes adentro, que disputen en las PASO qué lugar ocupa cada quien en función de los votos con los que cuenta. El punto de articulación consiste en tres claves: terminar con el gobierno del decreto permanente, impedir la dolarización y poner en marcha un proceso inmediato de recomposición de las condiciones de vida de nuestro pueblo.”
Quienes tienen responsabilidades de gestión deberían estar prefigurando aspectos de una política distinta, como ocurre con la creación de una Empresa Pública de Alimentos impulsada por Rosario sin Miedo (desde el consejo, con Ciudad Futura y su militancia joven, con Unidad Popular, el Movimiento Evita y otras organizaciones sociales); o la utilización del banco público de la provincia de Buenos Aires en favor de los consumidores bonaerenses (política del gobernador Kicillof a través de “Cuenta DNI”, que merece mayor explicación y propaganda pública). Quienes actuamos en el marco del sindicalismo y de movimientos sociales debemos ser ejemplo de formas democráticas de organización; los clubes de barrio, las organizaciones de la sociedad civil, los movimientos (como el feminismo) tenemos que asumir la transversalidad de nuestras prácticas y sumar a toda compatriota, a todo hermano argentino o extranjero que viva en el país, a la construcción de una salida diferente, con grados de horizontalidad y cooperación que garanticen una base sólida a la hora de sustentar la nueva política que necesitamos en lo que queda del Estado y más allá de lo instituido.
* responsable editor de Coyunturas.