Canal Abierto continúa con la publicación de cada uno de los capítulos
del libro Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
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Una semana se quedó en el departamento. Mandrake. Se hacía cargo de las compras y yo cocinaba; Chacha, mi no mujer, comía y después de cada comida los tres nos fumábamos un porro y nos emborrachábamos con pinga. A veces llorábamos, tratábamos de hacerlo con disimulo, sin mirarnos, o a escondidas, en el baño, en la cocina. O nos poníamos a caminar por el barrio, por las calles entreveradas del barrio, Vila Conceiçao. De pronto aparecíamos en el Parque Ibirapuera. Nos quedábamos mirando en silencio las lagunas de mentira y los puentecitos de mentira que enlazaban un camino torcido con otro torcido en los que las personas normales corrían y hacían footing. Mientras llorábamos en silencio y de ojos abiertos y huraños, los odiábamos. No podíamos entender su dejadez, su cosa de desvarío, de indiferencia. Nosotros estábamos muriéndonos, primero de a poco y después de repente, y esos tipos hacían gimnasia, corrían, hacían todo para ser mejores, para vivir muchos años. Nosotros andábamos por el parque metidos en un mameluco de conciencia sucia, zapatos de cuero sucio y gastado porteño. Sudábamos a chorros sin haber corrido siquiera un metro, o, tal vez, porque habíamos corrido cientos y cientos de kilómetros sin mirar hacia atrás. La culpa de estar vivos. No había momento en el que no nos sintiéramos un rejunte de cobardes. La culpa culpa, no esa cosa estúpida de haberse salvado, de estar vivo. La culpa va mucho más allá. La culpa es una aguja, una punzada continua en cada uno de los rincones del cuerpo. La culpa, a veces, es sabia, te hace caer en la cuenta de que el sol muere de veras y las nubes son invenciones y que un amanecer no es más que un capricho. La culpa es el conventillo de las palabras nunca dichas en el momento exacto en que tendrían que haber sido dichas, de los modales muchas veces simulados, de la rendida aprobación de palabras y modales inmundos. La culpa no es una sensación, una repentina corriente de agua helada en la nuca, en el espinazo. Ocurre. Es, está, florece en tu interior como un gusano de mil anillos hasta hacerse cargo de todo tu cuerpo. Dos años después de separarme de la Chacha conocí a Sonia, una chica hermosa, de piel frutal. Hice todo lo que estaba a mi alcance para estar con ella, para estar siempre con ella, pero al mes, una tarde de otoño, recuerdo, los dos echados en la barranca de la Praça do Sol, me dijo: “Creo que tu culpa es demasiada competencia para mí. Cuando te decidas a vivir, avisame”. La culpa tiene cuerpo y revolotea alrededor de la cabeza sin tomarse respiro, persiguiéndote, recordándote que hubo otro que recibió la bala, que fue otro el que terminó sepultado en una catacumba, que fuiste y hasta que largues el último humo siempre serás un quebrado. Los que se quedaron en el país y hoy no están nos decían quebrados a los que decidíamos mandar todo al infierno y nos íbamos de una. Te escupían esa palabra tan dañina y bochornosa en la cara, insulto que te daba una vergüenza del diablo. Quebrado: hombre debilitado que ha perdido la capacidad de discernimiento; generalmente confunde compromiso político-histórico con temor; muchacho que ha resuelto, movido por falsos miedos o incorrectas apreciaciones de la realidad que lo rodea, que ha resuelto abandonar a su pueblo, a su causa; que ha resuelto, víctima de la guerra psicológica desatada por el enemigo, olvidar el papel histórico de vanguardia revolucionaria que su pueblo le ha reservado a lo largo de décadas; jovencito prepotente que ha hecho primar en su existencia el egoísmo, los objetivos individuales sobre los objetivos del conjunto; militante que no ha comprendido la levedad de una coyuntura contraria; sujeto indeseable; joven corroído por el afán de salvación individual; persona asustada; traidor; rata de albañal; hueco; perejil; cobarde; vendepatria; delincuente. Reconocer a un quebrado por su aspecto era muy fácil. Había que mirarlo a los ojos, con arrogancia, con decisión. Y entonces uno podía percibir que sus ojos estaban teñidos de una cobardía y un desabrimiento humanos, demasiado humanos. Los ojos del quebrado despiden incertidumbre, confusión; teme, como una lauchita arrinconada, que su interlocutor advierta el tropezón que ha sufrido. Es que en su correría se ha llevado por delante a la realidad, y la realidad le ha dejado los ojos lívidos, desdibujados. Era fácil percibir al quebrado, a ese tipo malsano que de buenas a primeras resuelve reflexionar a solas, sin solicitar permiso a su conductor. Tipo de cráneo agusanado que un día, en un abrir y cerrar de ojos, amanece convertido en una persona de pensamientos propios, en un tipo que te dice: yo soy yo.
La primera cara de un quebrado que pude ver de cerca, fue la de un tal Lucas. Fue en la pizzería Los Cocos, en la esquina de Bustamante y Córdoba, allá por julio, agosto de 1976. Debía encargarle al compañero una tarea relevante. Incendiar un par de Mercedes Benz en la calle Arroyo, en la Parera, por ahí nomás, en la Recoleta, para que los oligarcas comprendieran que todavía estábamos vivos. El método era sencillo y bien económico. No hacía falta más que el tubo de cartón del papel higiénico; celofán de paquetes de cigarrillos; unas gotas de ácido sulfúrico; una pizca de clorato de potasio, dos escarbadientes y una pinza de pico resistente para arrancar la tapa del tanque de nafta del auto y meter el tubo de cartón, sostenido por los escarbadientes, después echar un par de gotas de ácido sobre el celofán, y echarse a correr porque en segundos el contacto del ácido con el clorato y entonces las chispas y la explosión del tanque de nafta. Pero a poco empezar la charla, el compañero Lucas me miró con esos ojos sepia y dijo: no puedo más, me voy, dejo la organización, tengo miedo, mis papás dicen que aquí se viene una mano muy jodida, mañana me rajo a los Estados Unidos, tengo un tío allá. Nos quedamos un momento en silencio; yo, observándolo con desprecio y él ocultando la humanidad de sus ojos, ojitos de prostituta arrepentida, pálidas bolitas de cardos, sucias pupilas de perro harapiento. De pronto se largó a llorar. Balbuceaba: sé que está mal, pero no puedo, no puedo, tengo miedo, entendéme. Tal vez sacudido por la escena, actué con cierta indulgencia. Perfecto, le dije, no te voy a denunciar, pero ya mismo me entregás todas las cosas de valor que tengas encima; son para la causa, sabés que necesitamos guita, y además, en la tierra de los amos del universo, adonde te vas a esconder como una ratita, no vas a necesitar mucha cosa. Dejó una cadena de plata, un puñado de pesos y el reloj. Se trataba de un buen reloj, un Rólex que el abuelo le había dejado de recuerdo. Me vino de maravilla, porque a los pocos meses de haber llegado a Sao Paulo lo empeñé en una loja del centro. Setenta dólares.
La segunda cara quebrada que ví fue la mía, en el espejito del baño del avión que me llevó a Brasil. Ocurrió apenas quince días después de haberle perdonado la vida al pobre Lucas. En el bañito vomité, me lavé la cara con ensañamiento y volví a mirarme al espejo. El agua helada no lograba baldear lo que veía: ahí, en ese cristal ovalado, estábamos Lucas y yo, nuestra cara de pibes asustados, ensambladas, y detrás, mirándonos por sobre el hombro, unas cuantas caras conocidas puteándonos, gritándonos traidores, quebrados de mierda, nos dejan en el peor momento, acá la lucha continúa! Entre esas caras estaban la de Chiche, Lennon y Tony.