Canal Abierto continúa con la publicación de los capítulos del libro
Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]XI.[/mks_dropcap]La primera cita fue en Santa Fe y Pueyrredón, en la boca del subte, a las siete y media de la tarde de un viernes de noviembre de 1974. Caminamos casi en silencio, más allá de unas palabras sobre compromiso y lucha que se entrometieron sin ganas, sin frescura. Caminamos hasta Plaza Francia, hasta unos bancos muy alejados de las avenidas y muy cerca de las vías del ferrocarril. Nos sentamos. Callados. Por ahí rozándonos una mano, o los hombros. De pronto veo una estrella fugaz y la miro fijo a la China y le doy un beso. Nunca había besado a una mujer en serio, un beso de los humanos. Apenas había conocido la boca seca, tímida, de una chica del club vasco. La China llevó el beso como si fuera un baile. Y en ese y otros bailes de bocas quedó todo hasta el verano de 1975. Ella estaba con la madre en un hotel de Pinamar. Yo estaba con Chiche y Lennon en Villa Gesell, apretados en una carpa que una pareja de viejos nos había dejado montar en el jardín de su casa a cambio de unos pocos pesos. A escondidas de Chiche y Lennon alquilé por una noche un cuarto en una pensión barata del centro. Por teléfono público le dije a la China que debía entrar por el garaje, no podían verla, el cuarto era para uno nomás, no tenía plata para dos. Un cuarto de no más de tres por tres, baño común al final del pasillo; cama de elástico vencido, mesa de luz petisa con un velador de vidrio negro y pantalla amarilla; en cada esquina del techo una lamida de verdín. Cuando ella golpeó la puerta con los nudillos de la mano, con prudencia, perdí un poco el equilibrio y me senté en la cama. ¿Qué hacer? Decir: pase, la puerta está abierta. Ir hasta la puerta y preguntar quién es, correr hasta la puerta y abrirla de un golpe seco y no decir nada y simplemente darle un beso. Yo le había dicho que ya había tenido sexo un par de veces antes de conocerla. Ella también. Un par de veces.
Corrí hasta la puerta.
Después de los besos y el deslizamiento torpe de mis manos y la revelación de la tibieza de otro cuerpo, no supe cómo seguir. Caía de maduro que había que tomar otro camino, camino del que no tenía la menor idea en qué parte del cuerpo de ella empezaba y en qué parte terminaba, o debía terminar. Ella me ayudó a orientarme, con delicadeza, encaminándome la verga con palmadas suaves de la mano. Más tarde, mientras ella se abrochaba el pantalón vaquero y de tetas al aire buscaba su corpiño, le confesé desde la cama que había sido mi primera vez. Se puso a reír. “¿Sí? ¿No me digas? No te creo”. Se inclinó sobre mi cara y me besó con ternura la mejilla y volvió a reír. La seguí con ojos traspapelados hasta la puerta. No conseguía moverme, continué acostado sobre el lado izquierdo, la mano apresada entre la mejilla y la almohada. Me sentía al lomo del mundo. Ella tenía dieciséis años y yo dieciocho. Nunca me había figurado que algún día el sexo me iba a resultar concedido; que después del sexo, por minutos de oscilación entre el aturdimiento y el gozo, todos los objetos y las personas y los ideales que me rodeaban iban a caer en la bruma, en un cono de insignificancia absoluta.
Lo último que vi de ella fueron los dedos de su mano derecha, cuando se marchaba, cerrando la puerta del cuarto, y me puse a dormir.
Saca un cigarrillo del paquete y lo amasa entre los dedos. Lo enciende por el extremo del filtro. Putea y después se ríe: “¿Sabías que cuando era pibe me decían que si prendés un cigarrillo por el filtro es porque tu novia te está cuerneando?”. Con los dientes arranca el filtro quemado del cigarrillo, vuelve a prenderlo, lo chupa, se saca de la lengua unas hebras de tabaco y se limpia los dedos en la cintura del vaquero. Mira el afiche de Dexter Gordon de saxo tenor apoyado en el muslo, un Gordon de boca entreabierta largando una nube de humo, cigarrillo entre los dedos de la mano izquierda, escena toda gris y negra.
—¿Sabés en qué pienso? Pienso en sombras. La sombra es el vaivén de cada uno. A veces un pedestal. A veces un pozo sin fin. Eso es la sombra: un vaivén de presencia y ausencia. O la necesidad que todos tenemos de persecución. Lo que nos hace movedizos, inquietos, exploradores.
—Bueno, supongo que ser perseguido no es muy agradable.
—Depende de quién te persiga. Y no hablo de estupideces, tipo que te persigue tu sombra. La sombra está durante el día de sol. Por delante, por detrás, al costado. Así como está, se desvanece. La sombra muere siempre. Al atardecer, a la noche. Te deja solo. Abandona la persecución. Se cansa. Y de pronto, cuando el sol cae, te empiezan a perseguir tipos sin sombra. Tipos de verdad, con armas de verdad, con odio de verdad, con desprecio de verdad. Al principio, hasta que te puede resultar divertido. Porque no te agarran. Tiene su cosa eso de andar por la ciudad con la certeza, absoluta certeza, certeza carnal, de que alguien te está buscando, alguienes, no sabés qué o quiénes, milicos al fin, seguro, pero, ¿cómo, cuándo y en qué momento ocurrirá eso? ¿Cómo y qué será caer?
—No tenían mucha información sobre las desapariciones y las torturas …
—Ya te lo dije. ¿Por qué nos iban a matar o secuestrar o torturar si éramos pibes? Yo, al menos, nunca entendí por qué los militares podían tenerle tanto miedo a un tipo como yo. Y podría hacerte una lista de los compañeros que apuesto sentían lo mismo. Y se los chuparon. No están. Nunca más estarán. Me ataca un terrible dolor de cabeza, y una sensación de muerte inmediata, cuando leo o escucho esas cursilerías tipo “están en nuestros corazones”, “están en nuestra lucha diaria”, “están en nuestra memoria”. Hay muchos pusilánimes que dicen eso, que apelan a eso para no hacer nada de nada de lo que hacían esos que, dicen, están en su corazón, en su lucha, en su memoria. No sabemos qué harían ahora, qué pensarían ahora. Creo que mejor sería decir “nos enseñaron mucho”. No todos. Con su muerte no nos enseñaron un carajo. Sí, claro que uno podía morir. Pero a eso no se le puede llamar una enseñanza. Si me pongo en tipo fulero, te puedo decir que la muerte era un error, que muchas veces ocurrió por un error, por algún paso mal dado, por un ataque de ingenuidad o inocencia. ¿Un error? Me estás bromeando. Te puedo largar mil. El Enano escribió un libro que nunca nadie leyó, La resaca creo que se llamaba. Ahí contó mucho. Buscálo. Yo tenía un ejemplar pero en una noche de perros me lo olvidé en el asiento de un taxi.
Pocas veces largaban la palabra revolución. A los pibes de la UES les daba por hacer lo que hacían porque había algo, una porción de un algo de rebeldía, de insatisfacción, que los llevaba y los entusiasmaba. En todo caso, eran pibes que estaban revolucionándose a cada hora. La peste de las mil revoluciones internas. No es posible hacer una revolución cuando buena parte de los que quieren hacerla está revolucionándose. Ningún pibe tiene tiempo para dedicarse a dos, cinco, diez revoluciones a la vez. La del sexo, la de separarse de sus viejos porque le parecen dos pelotudos; la del cigarrillo, la de la militancia, la revolución de la primera borrachera y del primer trabajo; la revolución de creer que uno puede manejar el tiempo, los horarios; la revolución del cuerpo, que cada músculo tiene vida propia y se estira para el lado equivocado, como quiere. Los pibes andaban en esos días de revolución permanente, de nervios enroscados.
El futuro era todos los pasos que habíamos dado ese día y los que íbamos a dar al siguiente. No vagaba por nuestra cabeza ningún hilo del después de la cosa del ahora. No sabíamos y ni nos interesaba saber los nombres de los ministros, menos aún los nombres de los diputados y de los senadores. ¿Para qué perder el tiempo y la cabeza en esas estupideces? Si todos eran representantes de un sistema político que había muerto hacía tiempo; si todos eran empleados de un sistema, de una democracia burguesa de la misma mierda. Los pibes del Sarmiento nunca hablábamos de poder, sobre ningún tipo de poder. El poder político y económico era represor, reaccionario, conservador, corrupto. En el futuro había una pintada, una reunión de ámbito, el colegio, el laburo. Todos trabajábamos. Tony, en una papelería de Talcahuano y Viamonte; Lennon, a veces sí y a veces no, porque decía que en ningún empleo lo entendían y entonces renunciaba y se iba a las puteadas; Chiche, en alguna oficina del depósito de una empresa en el Bajo, y yo, en esos meses, de cadete en Silenzi y Asociados, agentes de la Bolsa de Comercio, en la calle Reconquista al cuatrocientos. Mi viejo me había conseguido el trabajo. Me daban vales para almorzar en un boliche moderno, barra en forma de herradura y banquetas altas en las que me quedaban bailando las piernas. A una cuadra de la oficina. Cada mediodía comía un sándwich de lomo con rodajas de pepino y jamón cocido y tomate y aceitunas negras y me tomaba un vaso largo y espeso de licuado de frutillas y leche con hielo picado. Una vez por semana me iba a casa después de ese almuerzo y antes de echarme a dormir una siesta le pedía a mamá que llamara a Silenzi y Asociados y les dijera que camino a la oficina me había descompuesto. Cuando me echaron, busqué los oficios de un abogado amigo de mi tío abogado y les hice juicio.