Eludió a la enfermera, entonces se le fue encima la psiquiatra y él le tiró un sombrero; de la nada se le apareció un familiar y con un amague de cintura lo dejó desparramado en el pasto. Al abogado le tiró un caño, y cuando se le vino encima el cirujano simuló un ful, justo en la puerta del área grande. Lo ideal. A dieciocho metros del arco. Su perfil.
Tenía experiencia en esas cosas. Llevaba décadas tratando de gambetear a periodistas que lo acosaban a toda hora y se le plantaban en la puerta de su casa y hasta llegaban a trepar muros privados para sacarle una foto o filmarlo y después regresar, presas de la excitación, a su diario, a su revista, a su canal, y decirle, casi a los gritos, a su jefe: “¡Tengo una imagen de él!”.
Estaba estropeado al cabo de tantas gambetas, firuletes, malabares, bailoteos, y esa miscelánea de ocurrencias, comentarios. Esas flechas palabrosas. Nombre hombre pasaporte. Quizá pensó: yo me hice, yo me deshago. Y se van todos a la mierda, zánganos, oportunistas, sanguijuelas. La tienen adentro y encima se les escapó la tortuga.