Por Hernán López Echagüe
En su limitado y tortuoso vocabulario hay infinidad de palabras cuya acepción más obvia y sencilla ignora por completo. Honestidad, derechos, sensatez, culpa, escrupulosidad, intemperie, llanto, muerte, genocidio, prepotencia, hambre, salud, autoritarismo, indiferencia, ciencia, calle, trabajo y etcéteras y etcéteras. Palabras de esa naturaleza, para sus oídos, no son otra cosa que ruidos fastidiosos. No profesa especial cariño por la palabra. Nunca la ha comprendido. Todo indica que su estadía en el Cardenal Newman, colegio en el que al parecer continúa internado, y una lectura caprichosa y fundamentalista de los textos bíblicos, le han licuado el cerebro.
Cayó en el espejismo de creerse un dios infernal que presume de tener el don providencial de purificar las almas, de librarlas de todo mal.
Una superproducción de Hollywood: la lucha entre el Bien Absoluto, encarnado por él y sus amigos, que todavía no han recibido la visita del pecado original, y el Mal Absoluto, protagonizado por el resto de la humanidad, suerte de pocilga donde viven apelotonadas millones de criaturas depravadas e incorregibles, muy probablemente alumbradas en Sodoma.
Sí. Un dilema en extremo complejo, de difícil resolución, en particular la amenaza que a todas luces representa esa insondable maraña de pobres, gente, sabemos, desagradecida, inconformista, desobediente y rebelde. ¿Qué hacer con ellos? ¿Qué política de seguridad aplicarles, más allá de represión, cárcel e inanición? Fuentes atendibles, como suele decirse, refieren que ha descubierto una obra que le será de suma utilidad en las próximas semanas. Un libro admirable: “Modesta proposición para evitar que los niños pobres se conviertan en una carga para sus padres o para el país, haciéndolos beneficiosos para toda la gente”, de Jonathan Swift. La propuesta del autor irlandés, formulada de manera ejemplar hace casi dos siglos, es sencilla y práctica: convertir a los niños en alimento, engordarlos como si fueran pavos; luego asarlos, o hervirlos u hornearlos, y enlatarlos. Materia prima hay en demasía.