Que en estos días es fácil advertir en organizaciones de trabajadores desocupados una clara propensión a la violencia ante la cual el gobierno hace gala de una quietud pasmosa; que los inversores extranjeros andan sumergidos en el recelo y el desconcierto a causa de semejante estado de las cosas; que la imagen del país en el exterior roza los límites del papelón y la barbarie; que la conducta incivilizada de los condenados de la tierra en calles y rutas mueve a pensar en las sagradas vacas en la India, porque todos los ciudadanos decentes deben someterse sin reparo a su enojosa presencia, porque nadie puede hacerlos a un lado, porque nadie puede eliminarlos; que las leyes están para ser aplicadas con rigor y firmeza; que nos encontramos en el umbral de una época feroz e ingobernable, similar a la que supimos vivir en los años setenta; que comprenden y aceptan y comparten los reclamos de los trabajadores desocupados, pero no los métodos que emplean para hacerse oír; que lamentan tanta indigencia y pobreza y exclusión, pero …; que todos tenemos derecho a la protesta, pero …; que todo argentino tiene derecho a exigir empleo, educación y salud, un pasar digno, digamos, pero …
A todos ellos les digo, sencilla y amablemente: son ustedes los que, presas de la voracidad más abyecta, soplan y avivan el fuego; los que anhelan y promueven la violencia, el caos, el aquelarre; los que, entre bocado y bocado, entre trago y trago, no hacen otra cosa que reavivar el humus de la discriminación y del mazazo certero, del aniquilamiento sutil o en ocasiones desembozado.
Por algo será. Algo habrán hecho. Ustedes, desde luego, reverso y anverso del argentino derecho y humano; del argentino que cada día, con sus palabras repletas de veneno, acaso con su silencio, contribuye a quebrar la única solidaridad humana indiscutible, la solidaridad contra la muerte.
Foto: Pepe Mateos (2018)