Por Diego Leonoff | Un monitoreo realizado por el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) Balcarce reveló la presencia de agrotóxicos en en pozos de agua, plazas, escuelas y hasta en la emblemática Laguna de Lobos.
Uno de los datos más preocupantes es la detección de agrotóxicos como el herbicida 2,4-D en niveles “45 veces por encima de lo aceptado por la Unión Europea”. “Encontramos 11 plaguicidas en aguas subterráneas a diferentes profundidades, incluso las utilizadas por las estaciones de bombeo municipales (a 50 metros de profundidad)”, precisaron desde Aporte Por el Ambiente de Lobos (APAL).
Algo similar ocurrió con el material tomado debajo de los juegos de la Escuela N°3 y en la plaza principal, donde se registraron importantes cantidades de glifosato.
“Somos un pueblo fumigado”, sentencia Facundo Casela, integrante de la Junta Vecinal Laguna de Lobos, uno de los colectivos que organizaron distintos eventos (incluso un bingo virtual) para solventar el estudio.
Por su parte, el presidente de la Sociedad Rural de Lobos, Francisco Bourdieu cuestiona los resultados de la investigación y plantea: “desde luego que nos preocupa la salud de nuestras familias porque somos los primeros en la línea de batalla, los que convivimos con los agroquímicos todos los días. Lo que nos deja tranquilos es que los usamos en dosis mínimas, mientras que en otros países pueden echar muchos más litros porque están subsidiados”.
“No hay estudios sobre el impacto en la salud de cócteles químicos como el que encontramos, pero si se sabe que desde la instalación del modelo químico-transgénico hay un incremento en las enfermedades crónicas -problemas de tiroides, cánceres, abortos espontáneos o malformaciones, etc.- en poblados rurales”, explica Nicolás Olalla, biólogo y vecino de Lobos.
En este informe especial de Canal Abierto, organizaciones ambientales, científicos y productores rurales ponen en debate el actual modelo agrícola, su impacto ambiental y sanitario, y el rol del Estado. Además, el testimonio de un ex aplicador de agrotóxicos arrepentido.
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El impacto en la salud
“Como los usamos en el campo, son inocuos, con métodos de cuidado y protección para garantizar que el producto no haga nada”, asegura Francisco Bourdieu en referencia a las llamadas “buenas prácticas agrícolas”. Es decir, aquellos protocolos y recomendaciones con que el campo dice poder controlar los potenciales efectos nocivos de los cerca de 500 millones de litros de agrotóxicos que se utilizan en Argentina cada año.
Desde 2009 hasta 2012, Sebastián Alancay Díaz fue aplicador terrestre de agrotóxicos para una empresa afincada en el partido de Lobos. “En las capacitaciones nos decían que el mundo tenía hambre y que nosotros éramos parte de la solución”, cuenta sobre las charlas que -recuerda- estaban a cargo de los propios pooles de siembra. “Era muy poco vinculado a seguridad e higiene, en general nos capacitaban para mejorar la productividad”.
“Vivo en el campo hace 20 años y nunca he tenido un problema de salud, lo mismo que el resto de los productores de la zona con quienes tengo trato. Es más, fuimos al Hospital de Lobos y no encontramos gente enferma por este tema”, argumenta Bourdieu.
A ese centro de salud acudió Alancay Díaz en 2018 junto a su hija Juana -de cuatro años-, antes de que la derivaran al Hospital Ludovica de La Plata. “Cuando empezaron a sospechar que podía llegar a ser oncológico me puse a investigar y me encontré con todos los estudios de científicos y médicos que denunciaban la vinculación de estas enfermedades con los agrotóxicos; tenía miedo de que fuera mi culpa”.
Los pasivos ambientales
“Hay partes de la laguna que parecieran ser un charco químico, con cantidad de especies de aves que ya no vienen y una importante mortandad de peces”, afirma Facundo Casela.
“El discurso de la Buenas Prácticas Agrícolas plantea una harmonía entre la producción agrícola y la fauna y la flora, pero la realidad es muy distinta: yo recibía la orden de aplicar un producto prohibido, el metamidofos, que atrae a los chajá (ave autóctona que suele verdear los brotes de soja), les hace perder las alas y los mata de forma lenta y dolorosa”, recuerda Alancay Diaz. “Exterminábamos poblaciones de 200 o 300 aves, se descartaban en un pozo o dejábamos que se pudran en el campo”.
Un Estado ausente y una ordenanza en debate
Desde hace años que los vecinos de Lobos denuncian el nulo control sobre las fumigaciones en los campos, incluso cerca de la zona urbana. A partir de esta situación y alertados por afectaciones en la salud, se organizaron para juntar los fondos suficientes para el estudio que el municipio venía dilatando.
En el municipio, que conduce Jorge Etcheverry (UCR-PRO), el debate por ordenanzas respecto a las aplicaciones de estos agroquímicos comenzó el año pasado. Sin embargo, existen fuertes diferencias entre las propuestas de los grupos ambientalistas y las entidades rurales.
“Nuestra propuesta era genera una `zona de amortiguamiento´ de 100 metros, con productos que no podemos usar y momentos en que no se puede fumigar. Por ejemplo, cerca de una escuela se podría aplicar sólo los fines de semana”, detalla Francisco Bourdieu.
Por su parte, numerosos vecinos y especialistas se amparan en un estudio científico realizado en la ciudad de Pergamino, y que con resultados similares resultó clave para la medida cautelar que establece una distancia de protección de 1.095 metros para aplicaciones terrestres y 3.000 para áreas respecto del ejido urbano.
Si bien las conclusiones del estudio del INTA hacen referencia a “evidencias que certifican que alejar las pulverizaciones y reducir las cantidades aplicadas disminuyen los residuos en el ambiente”, son numerosos los colectivos ambientales que apuntan directamente al modelo de agronegocio y su paquete tecnológico (esencialmente, semillas transgénicas y agrotóxicos). “Ya se habla de un movimiento regional de partículas que llegan a alta atmósfera y precipitan sobre grandes ciudades, borrando el límite entre lo urbano y lo rural. Por ejemplo, hay estudios sobre la presencia de Glifosato y Atrazina -dos herbicidas- en el agua que cae sobre la ciudad La Plata”, explica el biólogo Nicolás Olalla.
“Lamentablemente, es por esta minúscula radicalización que no logramos la ordenanza que queremos todos. Los productores quieren que el Estado intervenga y controle”, opina Bourdieu.
La cuestión de fondo
El modelo agroindustrial que predomina en nuestro país es hijo de la “revolución verde”, un paradigma instalado en la década del sesenta a fuerza de semillas híbridas y transgénicas, fertilizantes sintéticos, productos químicos como herbicidas y hormonas de crecimiento.
Sin embargo, hay otro antecedente más cercano y relevante para entender qué está sucediendo en nuestro campo: la autorización del gobierno de Carlos Menem -con la firma de su secretario de Agricultura, Felipe Solá- en 1996 para introducir en la Argentina la soja transgénica de Monsanto resistente al herbicida glifosato.
“Desde entonces hay una política de Estado para fomentar una forma de producir que genera problemas territoriales y de éxodo rural, mayor desigualdad social, contaminación en suelos, aire y aguas, y enfermedades asociadas al paquete tecnológico que utiliza el modelo”, afirma la investigadora y especialista en historia de las políticas públicas en ciencia, Cecilia Gárgano.
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