A lo largo de sesenta y cuatro años les rogó, rezó y suplicó a Jesús, Jehová, a Zeus y Afrodita; al Gauchito Gil, Alá, Huitzilopochtli y Atum. Les imploró a Wiracocha, a Pachamama, y a Odín y Thor. Y a una veintena más de dioses. En cada suplicación y rezo no pedía mucho. Apenas lo que creía que necesitaba para durar, para seguir existiendo. Que algún dios le prestara no más que unos segundos de atención. Nada, silencio absoluto. Indiferencia. Hasta que un buen día escuchó la voz de un tal Diego: “Porque yo tengo memoria, hermano. Al que no creyó, al que no creía, o a los que no creyeron, con perdón de las damas, que la chupen, que la sigan chupando… Yo soy o blanco o negro, gris no voy a ser en mi vida, ¿eh? Ustedes me trataron como me trataron. Sigan mamando…”
Y le dio un ataque de risa. De risa y simpatía y entendimiento.
Desde luego, la fe no es un capricho a tomar como asunto banal. Tampoco mueve montañas.