Por Carlos Saglul | Es la víspera del primer aniversario del inicio del Terrorismo de Estado bajo el gobierno de Mauricio Macri. El teléfono suena insistente en la redacción de Radio Nacional. Piden hablar con el jefe de turno. “Acaban de dar una noticia donde hacen referencia al golpe cívico militar de 1976. La directiva es que ya no se dice más golpe cívico militar, solo militar”.
Quien recibió la orden aclaró que ni siquiera consideraría cumplirla hasta que no estuviera comunicada por escrito y firmada por el responsable. El episodio mereció un comunicado de repudio del Sindicato de Prensa de Buenos Aires pero no tardó en diluirse. Las autoridades con celeridad aclararon que se trataba de la confusión de un funcionario menor que había malinterpretado un comentario.
La definición “dictadura cívico militar” es para el actual gobierno integrado en su mayoría por ex gerentes de las principales compañías multinacionales más que un error de estilo. Después que colgó el teléfono, el periodista recordó una reflexión de Carlo Levi: “Si los monstruos existen pero son demasiado poco numerosos para ser verdaderamente peligrosos, los que son verdaderamente peligrosos son los hombres comunes”. Quien suponga que la administración de Mauricio Macri es un gobierno de ejecutivos pragmático y alejado de toda ideología, se equivoca. El capitalismo es una historia en que los genocidios se suceden. Nunca faltan hombres comunes que hacen “las listas”, que las “ejecutan”, periodistas y políticos que hablan de “excesos”, cubren la retirada de los asesinos.
El primero que salió al ruedo en esta gesta que brega por desaparecer a los desaparecidos fue el ex secretario de Cultura Darío Lopérfido, quien opinó que el relato del genocidio y sus treinta mil víctimas “seguro se arregló en una mesa”. Ante la reacción que causaron las declaraciones, Macri salió a tomar distancia con tan mala suerte que subrayó la importancia de que “los familiares sepan la verdad” de “esa guerra sucia”. El mandatario siguió así el discurso de los genocidas que llaman guerra a la matanza de civiles indefensos y saqueo de sus pertenencias, robo de niños, asesinato de embarazadas, tortura y violación sistemática de las prisioneras y el asesinato de los secuestrados arrojándolos vivos al mar o a enormes fogatas (“los asaditos”). Pasaron unos días, y el ex jefe del Grupo Macri en la Argentina que en la dictadura pasó de tener 7 empresas a 47, como en un descuido, cambió la fecha en que se conmemora el inicio del Terrorismo de Estado. Ante el repudió también unánime aún de sus aliados los radicales nuevamente debió retroceder.
El ex carapintada Juan José Gómez Centurión no forma parte de ninguna patrulla perdida al señalar que hubo “excesos”, en el marco de “una guerra sucia contra la subversión”. Pero no existió un “plan sistemático de exterminio”. Es ingenuo pensar que los funcionarios actúan sin coordinación y con torpeza. Se trata de una ideología y de una política en acción. El mismo Macri aclaró que estaba de acuerdo en buscar la verdad (Verdad y Justicia no son sinónimos). Al tiempo que criticó al gobierno anterior por presionar a los jueces, como si alguien a esta altura pudiera dudar del parentesco entre lentitud e impunidad que caracteriza a los Tribunales argentinos, a la hora de juzgar los crímenes de lesa humanidad.
“La vida no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda y cómo lo recuerda”, dice Gabriel García Márquez en su autobiografía. “Delincuentes apátridas”, “mercenarios”, “teoría de los dos demonios”. La historia recurrió a múltiples relatos para evadir cualquier debate de fondo sobre los desaparecidos: “La noche de los lápices” no dudó en ocultar los ideales revolucionarios de los secundarios, reduciendo su lucha a la pelea por un boleto escolar. El director de cine Jorge Falcone, hermano de una de las asesinadas, Claudia Falcone, recordó con ironía que en la casa de la estudiante estaba en arsenal de la Unión de Estudiantes Secundarios y otros elementos utilizados para defenderse del terrorismo de estado, primero de la triple A y después de la dictadura. Nada de esto, aparece en el relato pulcro relato oficial.
Para la historia oficial, se puede recordar a las víctimas pero no a los combatientes. Las víctimas son un “exceso”. En cambio, quien combatió peleó por ideas que pueden dar lugar a un peligroso debate. Ya es un lugar común decir que el golpe de 1976 no se dio para detener a la guerrilla sino para imponer una enorme transferencia de recursos desde los sectores más bajos de la escala social al poder económico concentrado. Lo mismo que sucede en nuestros días.
Vale reiterarlo, los desaparecidos están desaparecidos no por su peligrosidad en el terreno militar sino por lo letal de sus ideas para ciertos sectores del Poder. Es la historia del país. Todo aquel que cuestiona el modelo “desaparece”. Ya en 1810 “un grupo de jacobinos” distribuía un Plan de Operaciones que daba a la patria soñada dimensiones continentales (como Bolívar, San Martín, Guevara) y proclamó la necesidad de expropiar a una oligarquía parasitaria para poner al Estado al servicio de la construcción de un modelo de desarrollo que aquí -a diferencia de lo que pasó en otros países- la burguesía local, servil a los intereses del Imperialismo de turno, jamás concretaría. Mariano Moreno, a quien se atribuyó este Plan, fue a parar al fondo del mar. Bartolomé Mitre le puso la lápida de la historiografía oficial y los transformó en un desaparecido más como a Juan José Castelli, Manuel Belgrano y tantos otros.
Algunos optimistas dicen, que algún día todos esos desaparecidos volverán desde sus ideas y ya nada será igual. “Puro idealismo”, opinan los dueños de este país, mientras se afanan -por las dudas- en su rutina inútil de desaparecer a los desaparecidos.