Por Carlos Saglul | No hay racismo sin capitalismo. Todo el andamiaje religioso, ideológico, que redujo a negros e indios a poco menos que bestias fue imprescindible para la acumulación capitalista original. Siglos de colonialismo y explotación son inseparables de la estigmatización de gran parte de la Humanidad como perteneciente a razas inferiores. El presidente Mauricio Macri no se equivoca cuando dice que hay una Argentina, una Sudamérica que desciende de europeos. Son sus convicciones. Existen minorías -que han gobernado al país un gran tramo de su historia- para las que los pueblos originarios, mestizos, “cabecitas negras”, no forman parte de la Nación. Se trata a lo sumo de mano de “obra barata”, gente de “países limítrofes”.
La gran ola de inmigración europea a la Argentina tuvo lugar a finales del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX. Consistió mayoritariamente en el arribo de inmigrantes italianos, españoles, ucranianos, polacos, rusos, franceses y alemanes. El artículo 25 de la Constitución no puede ser más claro: “El Gobierno federal fomentará la inmigración europea, y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes”. También el 20, que señala: “Los extranjeros gozan de todos los derechos civiles del ciudadano”. Estas normas fueron incorporadas en la sanción original de 1853 por notoria influencia de Juan Bautista Alberdi, quien sostenía que nuestro país era un desierto y en consecuencia debía ser poblado en el menor tiempo posible. Para el tucumano, gobernar era poblar la Argentina… de europeos. Justificaba esa necesidad: “haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción; en cien años no haréis de él un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y confortablemente”.
“Se nos habla de gauchos… la lucha ha dado cuenta de ellos, de toda esa chusma de haraganes. No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esa chusma criolla incivil, bárbara y ruda es lo único que tienen de seres humanos”, decía Domingo Faustino Sarmiento en una carta a Bartolomé Mitre del 20 de septiembre de 1861.
Sarmiento también se explayaba sobre los pueblos originarios: “¿Lograremos exterminar a los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado” (El Nacional, 25 de noviembre de 1876).
Igual que ayer
El racismo que añora una Argentina blanca y europea lleva al ocultamiento de los pueblos originarios. “Los indios han sido exterminados, negros casi no quedan”, dicen los folletos de aquella época destinados a atraer migrantes de Europa. Este racismo que atribuye el atraso a la haraganería de indios y criollos no desaparece, se transforma. Reaparece como indignación cuando los “cabecitas negras se suman a las filas de los trabajadores” durante el primer peronismo.
El “aluvión zoológico” que protagonizó el 17 de octubre se torna pesadilla para la Argentina blanca. El diario La Nación se queja del costo de los salarios que significa la sindicalización “por las erogaciones que representa la legislación social vigente: vacaciones, despido, mes complementario, jubilaciones, feriados» (varios siglos después, el gobierno de Mauricio Macri califica de “privilegios” a los derechos laborales y pregona que bajando los salarios generará fuentes de trabajo e inversiones).
La vida cotidiana de las clases altas se altera traumáticamente en la convivencia con el nuevo proletariado. Los “negros” se sindicalizan. Las ciudades turísticas se llenan de hoteles para los cabecitas negras que ahora “¡hasta veranean!”. La Argentina blanca se queja: “ya no se sabe cuál es el obrero, cual es el patrón”. Densas columnas de bañistas, morochos -y no por el bronceado- invaden los balnearios de Vicente López, Quilmes, las piletas de Nuñez. Perseguidos por la “horda” -“gente que toma mate debajo de las sombrillas y habla a los gritos”- las clases más pudientes ponen de moda balnearios en el extranjero donde se sienten a salvo, como Punta del Este.
En las fábricas, morochos y descendientes de migrantes no tardan en mezclarse. Más que nunca, el racismo se desnuda no como un problema de raza sino ideológico, de clase.
Los mismos que en el 46 se quejaban porque los negros “prendían fuego el parquet de las casas que les regalaban” son los que hoy se quejan de que “las chinitas de las villas se embarazan para cobrar subsidios”. Los que repiten “en la Argentina no trabaja el que no quiere”, una actualización de aquel perjuicio de los “indios y gauchos haraganes y mal-entretenidos”.
Lo dicho por Mauricio Macri, un hombre con más prejuicios que lectura, ignora cualquier evidencia científica. No menos de 56 por ciento de los argentinos son de origen amerindio según un estudio realizado por el Servicio de Huellas Digitales Genéticas de la Universidad de Buenos Aires, a partir del análisis de casos en 11 provincias. El actual presidente, que fue acusado de racista cuando anunció la primera cárcel para inmigrantes del país, debe suponer que todo morocho es boliviano o paraguayo. Son recordadas sus constantes quejas contra los migrantes que saturaban el sistema de salud porteño. Su ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, fue repudiada por todo el arco de los organismos de derechos humanos cuando, contra toda estadística, acusó a los migrantes de países vecinos por la inseguridad. El morocho, el negro, cabecita negra o indio siempre es “foráneo”.
La Argentina blanca, racista, aún existe. En ella no hay cabida para los que “no trabajan porque no quieren” y “viven del Estado”. Predican la meritocracia. Para ellos, la miseria no es producto de la rapiña de una clase dirigente cipaya y corrupta, sino de sectores productivamente “inviables”. Detrás de ese diagnóstico mentiroso, se ocultan miles de argentinos privados de la mínima justicia social porque no están incluidos en los planes de la plutocracia gobernante enriquecida por el reparto regresivo de la riqueza. Son esa Argentina que no vino de Europa y, aunque no lo admitan, le da miedo a los que gobiernan: temor de que algún día cansada de ser ignorada, se ponga de pie nuevamente, para exigir su lugar en la historia.