Por Pablo Bassi | El sindicato con más afiliados en Alemania acordó días atrás que los trabajadores tengan la posibilidad de reducir su jornada laboral de 35 a 28 horas durante dos años máximo. Se trata de IG Metall, uno de las organizaciones obreras más grandes del mundo.
Para Luis Campos, coordinador del Observatorio de Derecho Social de la CTA Autónoma, el convenio no tendrá réplicas en el corto plazo porque, en estos días, la mayoría de los conflictos laborales nacen a partir de retrógradas reformas previsionales, como la de Argentina, Brasil o la que se pretende aplicar entre los docentes universitarios de Gran Bretaña. Lo de IG Metall, en definitiva, está anclado en un proceso endógeno pos crisis económica.
“No obstante, los mercados de trabajo nacionales sí se están planteando cómo disminuir la jornada laboral en el largo plazo. Es una necesidad asociada a los aumentos de productividad por cambios tecnológicos. Desde la perspectiva de los trabajadores, es una buena manera de redistribuir la producción”, dice Campos.
Otros países fuera de la Unión Europea también experimentan: China, Tailandia o Corea del Sur, por ejemplo, que busca llevar las horas anuales de 2069 a 1800. En los Estados Unidos, la empresa Amazon puso a prueba semanas de 30 horas con salarios equivalentes al 75% de un trabajador con 40 horas. Suecia ensayó las 30 horas semanales, en la administración pública. Logró incrementar su productividad y la felicidad de los estatales.
En estos casos, son los asalariados quienes deciden cuándo incrementar la extensión de su jornada de trabajo. Un paradigma diferente al que pretende instaurar el Gobierno argentino en su reforma laboral. “Un clásico es el de Francia”, trae a la memoria Campos, “donde se pudo bajar la semana a 35 horas, pero ahora los empresarios quieren flexibilizarla al alza. Muchas veces para los empleadores no le es útil tener jornadas laborales más altas en forma permanente, sino tener la facultad de extenderla cuando ellos las necesitan”.
Prácticamente en toda Europa hay un paulatino proceso de reducción de horas trabajadas. Y como en distintos aspectos, Alemania es cabeza de playa. Mientras que en 1960 el año laboral de un empleado promedio en Berlín occidental era de 2163 horas, hoy es de 1363, la menor cantidad en todos los países desarrollados.
El fenómeno no sólo tiene que ver con una redistribución de la productividad, asegura el coordinador del Observatorio Social, sino también con la economía del cuidado de niños y mayores, cuestiones demográficas o el descanso de las jornadas por turnos.
Argentina hoy
“En comparación con otras economías occidentales capitalistas, la Argentina tiene una jornada de trabajo extensa. Y en la región estamos dentro del promedio”, asegura Campos contra el latiguillo medio pelo del “no quieren laburar”.
Para él, si en la inserción productiva argentina y regional dentro del mercado mundial prevalecen los productos primarios con tecnología de avanzada, alta productividad y composición orgánica concentrada del capital (mucho capital y pocos trabajadores) –como ocurre con el modelo sojero de exportación-, vamos a tener más grandes masas de población tratando de hacer lo que pueden, seguramente con jornadas más extensas y puestos precarizados.
Semanas atrás, el sociólogo Daniel Schteingart estableció en Le Monde Diplomatique un cuadro de coordenadas que cruzó el perfil tecnológico de las exportaciones de varios países con su capacidad tecnológica, lo que muestra cuán potente es el sistema científico-tecnológico y cuán entroncado está con el aparato productivo.
Allí ubicó a nuestro país entre los exportadores de recursos naturales y derivados o manufacturas simples y con bajas capacidades tecnológicas. En el cuadrante también están la mayoría de los países sudamericanos, del África Subsahariana y de Medio Oriente.
En el ángulo opuesto, en tanto, dispuso a los países “innovadores industriales”, que exportan manufacturas sofisticadas y cuentan con elevadas capacidades tecnológicas. Allí están todos aquellos que probaron jornadas con menos carga horaria: Corea del Sur, Alemania, Francia, Estados Unidos y Suecia, entre otras repúblicas desarrolladas.
El presupuesto 2018 del ministerio de Ciencia y Técnica y los organismos que gravitan alrededor, como la CNEA, INTI e INTA, suman un incremento respecto de 2017 por debajo de la meta inflacionaria propuesta por el Gobierno en el 15%. Si con esto bastara para acercarnos a reconocer la importancia que Cambiemos le otorga al desarrollo científico, vamos con el industrial.
“El gobierno tiende a pensar la industria argentina como uno de los problemas del desarrollo, más que la solución con el argumento de la ´ineficiencia´ y la ´falta de competitividad´, que habrían sido una de las principales causas del estancamiento del último lustro”, dice Schteingart en su nota. La hipótesis fue constatada días atrás, cuando el ministro de Producción, Francisco Cabrera, llamó a los industriales “llorones”.
Luego el sociólogo asegura que el macrismo confía en el rol del mercado como asignador eficiente de recursos por lo que la industria, entonces, debería competir como cualquier otro sector. Para esta perspectiva, continúa Schteingart, el Estado, más que decidir cuáles sectores priorizar al estilo de Corea del Sur, debería simplemente mejorar las reglas de juego.
“El norte del gobierno”, remata, “es una economía liberalizada, aunque considere que el proceso debe ser gradual para evitar repetir los errores de los intentos previos de drástica apertura globalizadora de los años 70 y 90”.
Embarcados en este curso, las 30 horas semanales están más lejos de ser un sueño que la pesadilla de una mayoría subocupada.